El laberinto de la memoria fabrica los recuerdos dejándolos en el limbo atemporal flotante y misterioso; dicen, que no son exactos, dicen también, que se construyen de trampas para hacernos la existencia soportable y afirman, qué sin aviso, a veces aparecen por asociación de elementos intangibles o concretos…
─¿No sé por qué me viene eso a la cabeza?
─¿El qué, abuela?
─Me llegan recuerdos claros, hija y, no sé la razón.
─¿Qué recuerda, Sra. Montse?
─El bombardeo.
─¿Vivió la guerra civil?
─Sí, era una niña y tenía nueve años.
─¿Y venía por aquí?
─Corríamos por esa calle en la oscuridad tropezando con gente, pisando cristales y muertos con la única luz de las bombas. Los gritos de histeria y de pánico y el polvo te aturdían. La gente iba y venía enloquecida. Justo ahí murió una pareja muy joven, quedaron abrazados y reventados por una bomba que cayó en la plaza.
─¿Ahí? ─Sí, justo ahí, hija. La nitidez atemporal de las visiones desencadenaron el hilo perfecto sin posiblilidad de volver atrás.
─Abuela.
─Dime.
─¿Qué más pasó?
─Había una señora mayor y enferma que la bajaron con su colchón al refugio y creo que la dejaron allí, pasó un tiempo largo ahí abajo y murió, creo. Cuando nos caían las bombas sobre nuestras cabezas las caras de la gente eran un poema de horror absoluto y amargo, demoledor y brutal… En esos instantes eternos cada uno hacía lo que podía. Recuerdo a un chico gritando de pánico y golpeándose la cabeza contra una columna. El polvo de las bombas entraba por todas las rendijas y nos ahogábamos literalmente. Yo tuve suerte, al ser la niñita de la casa, unos familiares me adoptaron y me llevaron a su caserío. Sí, pasé la guerra en el campo lejos de todo; pero, mi hermanito no tuvo tanta suerte.
El azar de la vida y la muerte, la incertidumbre, el miedo…
─Un día, en medio de un bombardeo, mi padre le abrazó y le dijo llorando.
─¿Cuantos años tenía su hermano?
─Creo que cinco. Los infantes desprotegidos, las piezas sin encajar, el desastre, los piojos, la miseria.
─¿Cómo siguió el bombardeo?
─Como te decía, mi padre abrazó a mi hermano con toda su alma y llorando le explicó, con toda la paciencia del mundo, que ya no bajarían más al refugio, que si tenían que morir lo harían allí mismo, en casa o en lo que quedaba de ella. Que estaban hartos de correr bajo las bombas. Hubo una semana demencial: ¡bombardearon cada veinte minutos día y noche!
─Tranquila, abuela.
─Estoy muy tranquila y me llevo bien con los fantasmas, como si hubiera ocurrido ayer… ¡Dios! y las sirenas aún las oigo.
─Tranquila, abuela.
─Estoy muy tranquila, ya te lo he dicho.
─Vale, vale.
─Soy más fuerte que tú ¡qué no te quepa duda!
─De acuerdo.
─Un día, allí en el campo jugaba con una de mis primas. En el cielo vimos un escuadrón de aviones que volaban alto. Nos lo quedamos mirando como tontas y a mi prima no se le ocurrió otra cosa que decir:
─Esos aviones van a bombardear a tus papás.
─Triste.
─Inconsciencia, le salió sin más.
─Al rato me olvidé de todo y continué jugando con ella ¿qué podiamos hacer? éramos sólo niñas. Así era la guerra.
─Tranquila abuela.
─Estoy muy tranquila.
Y se cerró la cápsula para volver ingrávida a ese limbo atemporal que dicen existe. Aunque, desde ese instante, ese recuerdo pasó a pertenecernos.
El tiempo lo cura todo, dicen.
***
A Montse.
Juanjo Díaz Tubert, 2012, octubre.