Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Tres de basto

ROLANDO MORELLI

Al Chino le pregunté que era lo que quería decir eso de ñongo con que Porfirio se refería invariablemente a sí mismo:

—¡Un guajiro ñongo! Sí, señor. Eso mismo soy yo.

Lo de guajiro, naturalmente, lo entendía, pero aquello otro era un verdadero misterio.

El Chino lo resolvió sin complicaciones diciendo que era todo lo que hacía falta para ser director. Al menos, eso era lo que decía su mamá, que también era allí una de las maestras, se explicó. Claro que su mamá era maestra de las de antes, normalista, y hasta me parece que algo más. Aquello de normalista tampoco acertaba a explicármelo y por un tiempo pensé que algo tendría que ver con la determinación manifiesta de que acabáramos siendo eso, normales, y no cualquier otra cosa, pero claro, de ser así  me habría parecido más sensato que fuera la mamá del Chino la directora.

Para dilucidarlo, acabé por preguntarle a éste alguna vez:

—¿Y tu mamá, por qué no acaba de hacerse ñonga o lo que sea, y ya está?

Seguramente barruntaba que de ser ella la directora del plantel algo de aquella distinción me alcanzaría también a mí por interposición del Chino quien, a fin de cuentas, era mi mejor amigo.

Pero su respuesta sólo vino a acrecentar mi desconcierto al decir:

—Tú sí que estás bueno para director. ¡Coño, fiñe, eres más ñongo que el guajiro Porfirio!

El Chino era dos años mayor que yo, y a sus trece comenzaba a salirle un bozo rubio que lo hacía parecer todo un hombre a mis ojos. Tenía el físico de un gimnasta, que era aquello en lo que estaba decidido a convertirse algún día. A la hora del baño, lo mismo que en cualquier otro sitio, y en cualquier momento que la ocasión se presentara aprovechaba para ejecutar con gran destreza y determinación los ejercicios de gimnasia que ninguno habría podido saber donde los había aprendido. Satisfecho casi siempre que las miradas posadas en él expresaban su admiración, y en no pocos casos traicionaban una dosis de envidia, El Chino sonreía y solía decir alguna de aquellas cosas un tanto equívocas que conseguían deslumbrarme como si se tratara de una revelación de orden superior:

—No hay que confundir la gimnasia con la magnesia, muchachos.

No sé bien cómo nos hicimos amigos. Supongo que estaba de Dios, como algunas veces insistía en decir mi abuela, con frase que mi padre le reprochaba a su suegra, o mejor dicho, de la cual se burlaba despiadadamente. Era ella quien me había hablado de Dios. Nunca antes de conocer al Chino había tenido amigos. Tal vez fuera mi abuela lo más parecido a tener un amigo que recuerde, pero claro, ella era mi abuela. El Chino era otra cosa. Nos conocimos el primer día de internado cuando yo no sabía qué hacerme con nada de aquello que de repente ponían en mis manos, o en cuyas manos me ponían de repente, y, bueno sí, lo confieso, no sé muy bien porqué comencé a llorar sin importarme las risas, ni toda la abyección de los chicos que habiendo comenzado por señalarme a cierta distancia, me rodeaban ahora y me lanzaban toda clase de proyectiles: lápices, pedrezuelas, escupitajos de los que se ufanaban cuando conseguían alcanzarme en un punto que se les antojaba particularmente cómico u obsceno. Como un rayo de luz, por entre la densa nube de muchachos de repente se abrió paso El Chino, a empujones y codazos con los que logró dispersarlos, y con la misma determinación, como si el gesto fuera la culminación de otros, sin decir palabra me extendió su pañuelo, al inclinarse frente a mí. Y entonces —aunque esto pueda parecer un sinsentido— experimenté la humillación que no habían conseguido provocarme los otros con sus insultos y su agresión. Era como si pudiera tratarse de alguien conocido, querido incluso, de un testigo incómodo ante el cual debiera comportarme de un modo distinto, digno, que me resultaba del todo imposible. Él debía comprenderlo, porque se apoderó del pañuelo que yo sostenía en las manos y echando mano del mentón que me empeñaba en mantener bajo, se aplicó a limpiar con pulso firme y ternura de hermano mayor los estragos causados por mis compañeros. Ello bastó para que yo dejara de una vez mis lágrimas y me quedara mirándolo muy fijo a los ojos.

—Ya está —remató él con una sonrisa que debía estarme dirigida únicamente a mí, porque a quienes nos rodeaban todavía, poniendo cara de malo de la película les dirigió una andanada fulminante a la que ninguno osó replicar—: Ahora, quiero que alguno de estos guapos de barrio se atreva otra vez a meterse con el chamaquito éste.

No fue necesario agregar más. Los rezagados acabaron por disolverse ahora como si se desgastaran sobre sus propias sombras.

—Tú, nada más déjame saber si alguno de estos se mete contigo…, ¿me oíste bien? ¡Tú y yo vamos a ser amigos!

Al Chino le consultaba cuánta cosa me resultaba desconocida o me pareciera curiosa, si por aquello de que, además de ser amigos era el hijo de una de las maestras. La que más sabía   —estábamos firmemente convencidos—. Virtudes Oquendo de Zaldivar se llamaba ésta, y a pesar de inspirar en nosotros un gran respeto con su sola prestancia y dominio de la clase, era al propio tiempo accesible y comprensiva como una tía que conciliara extremos con gran tino y sin aparente esfuerzo. Por eso cuando oí hablar de guardia vieja la primera vez, fui enseguida a donde él a preguntárselo, y lo mismo cuando algunos dijeron algo de evitar que «a uno le tocara la tarea del indio». Claro que esto no podía ser bueno, a juzgar por el tono empleado, pero quería saber bien de lo que se trataba. Si el Chino estaba ocupado con sus tareas o pensativo u ocupado con sus ejercicios, a veces no respondía enseguida a mis interrogantes sino que parecía necesitar de algún tiempo para concentrarse. A veces, yo mismo procuraba encontrar sin su ayuda las respuestas que buscaba para luego aparecérmele al Chino con una pregunta capciosa que era el equivalente de inquirir de él alguna cosa archisabida y tan obvia que me respondía con otra semejante en actitud de guasa:

—¿Tú sabes de qué color era el caballo blanco en el que iba montado Martí cuando cayó en Dos Ríos? —Siempre que se trataba de la muerte de Martí o Maceo se decía caer, pero esto nada tenía que ver con caerse del caballo. Yo me preguntaba entonces si también podía decirse de las monturas que habían caído, pero no se me ocurría preguntar nada, adivinando que no era ésta de las cosas que se averiguan.

A veces, sin embargo, no era necesario en absoluto consultarle nada al Chino en busca de una respuesta o confirmación, tal y como ocurrió cuando alguna vez dijo Porfirio, que entonces todavía era el Director —antes de que lo pasaran a Suministros con el cargo de Administrador— aquello de tener un dedo mingo. No tuve entonces que ir preguntándole a ninguno, ni siquiera al Chino de lo que se trataba. Bien que lo veía yo con mis propios ojos. ¡Un dedo mingo! Vaya si era obvio que desde los mismos comienzos, cuando nos trajeron y reunieron diciéndonos que «éstas eran las barracas donde íbamos a vivir y a estudiar de aquí en adelante», todo el mundo debía haber reparado en él aunque ninguno se atreviera a dejar ver por las claras que miraba y menos se hubieran atrevido a preguntar por él al Director, a quien ninguno conocía entonces. Hubo que esperar a la primera vez que encargó a un grupo de muchachos mayores de los que trabajaban en la guardia vieja, y podían emplearse en otras labores, a hacer uso de las guámparas para cortar la hierba que crecía formando plantones y metiendo sus raíces empecinadas en cualquier parte.

—Sólo los que tengan alguna experiencia y sepan echar mano al garabato, muchachos, que no quiero que a ninguno le salga un dedo mingo como éste. —Dijo, y riéndose con todos sus dientes elevó el dedo pulgar como un emperador romano que decidiera favorablemente la suerte de los gladiadores en la arena.

Aunque bien podía verse que se trataba de uno solo, el dedo sajado desde el comienzo de la uña hacía semejarlo a un tenedor o una rama que se bifurcara en dos. De haber sido otro su color y algo más aguzada la extremidad se habría dicho una pezuña montaraz.  Pero Porfirio no nos dejó tiempo para muchas preguntas y en todo caso escasearon las respuestas a las que algunos consiguieron hacerle apresuradamente. Bastó con una de sus risotadas y el manoteo con que generalmente dispersaba a la muchachada enviándolos a ocuparse de tal o más cual tarea. De manera que nos quedamos sin saber si el dedo mingo de Porfirio era cosa de nacimiento, u ocurrencia por causa de un accidente como el que trataba de evitar a quienes encargaba del manejo de las guámparas. Entre estos, se hallaba el Chino.

—¿Tú sabes lo que es un dedo mingo? —Le pregunté a éste más tarde, supongo que tan sólo por preguntar o porque me parecía pertinente decir algo a la hora del descanso obligatorio cuando teníamos que yacer en nuestras camas para reanudar luego la jornada con clases que nos esperaban en las barracas.

—Cállate, y déjame dormir, anda —me respondió con enfado al cabo de un rato—. Mingo te voy a dar yo como sigas…

Cuando ya fue hora de levantarnos y disponernos a marchar a clase, el Chino me dijo con una sonrisa:

—Tengo una cosa para luego. Esta noche, después del comedor.

Imaginé qué golosina le habría procurado su madre que se las arreglaba siempre para surtirlo.

El Chino sonrió satisfecho y me hizo un revolico en el pelo con la mano que tenía libre. En la otra sostenía los libros.

Los barracones donde estaban instaladas las aulas resumaban a esa hora un vapor insoportable que sacaba de sus casillas hasta al viejo Cátulo. Éste la emprendía entonces contra la humanidad del cerdito Moronta, a quien además de haber dado este apelativo llamaba de Morón y sometía a infinitas tropelías como llamarlo al pizarrón a solucionar un problema que ninguno otro había podido resolver, para entonces enviarlo a su pupitre no sin prodigarle cualquier género de insultos que disimulaban serlo para acentuar el escarnio:

—¡Siéntate! Siéntese ya, gordito Morón. ¡A lo mejor conseguimos todavía que el calor de este lugar logre derretirle la capa de manteca que recubre su cerebrito! Si alguien se atreviera a trepanarle el cráneo y a poner en formol lo que suponemos que haya dentro de tan hermosa cabecita como tiene usted sobre los hombros, gordito, qué de sorpresas…

Otra vez era aquello de:

—Veo que allí donde cualquiera tiene dendritas —y nos preguntábamos de qué podía tratarse— usted tiene una infinita red de alambres chamuscados… Moronta, usted es no sólo un caso, sino un supercaso como el del hombre elefante, aunque sin dudas menos interesante.

Cuando suspendieron a Porfirio como Director se dijo que había sido en razón de un enfrentamiento entre éste y el diabólico profesor de Matemáticas por causa de lo ocurrido al gordito Moronta y los comentarios acusadores que se suscitaron, pero esto no pasó de una conjetura.

Cuando el muchacho faltó a clase por primera vez, el profesor Cátulo, cuyo nombre trastocaban muchos sin intención de hacerlo, llamándole Cástulo, Catulo y hasta Castro, mandó por él a un chico hacia el que mostraba una decidida preferencia. Cuando éste regresó con la noticia, con él venían Porfirio —francamente alterado como si se hallara al borde de un síncope— la madre del Chino que nos enseñaba Historia y Geografía, y el entonces Administrador. A todos se les veía descompuestos, pese a que unos más que otros intentaran ocultárnoslo. Venían a informar al matemático de lo ocurrido.

No vimos cuando se lo llevaban, pero supimos que se lo llevaron en una camioneta que pertenecía a uno de los almaceneros. Luego se dijo que había costado un esfuerzo extraordinario subir al gordo a la camioneta y acomodarlo junto al chofer; que no había sitio apenas para que otro de los maestros se apretara en la cabina y evitara que el cuerpo desmadejado de Moronta se fuera de frente o de lado con los baches del terraplén. Los susurros en torno a lo que posiblemente había ocurrido eran atajados prontamente por muchos de los maestros empeñados en dejar los hechos en un limbo de indefiniciones.

La madre del Chino se ausentó poco tiempo después, y con ella temí que se marchara también éste, pero al cabo regresó ella más repuesta, como si hubiese disfrutado de unas vacaciones. Para entonces, la dirección había pasado a las manos de Cátulo y el profesor Bermúdez se había hecho cargo de las clases que antes le correspondieran al otro. El calor seguía siendo el mismo, sofocante, pesado, abrasador, inevitable, pero las lecciones perdieron su crispación y ganaron en interés. Creo que todos lo agradecimos.

A veces nos escapábamos, sacándole el cuerpo a nuestras obligaciones, para buscar sin saberlo la sombra vasta y benévola de Porfirio, que había pasado a ser el Administrador y en calidad de tal dispensaba con frecuencia de naranjas u otras frutas que en muy raras ocasiones veíamos a la mesa, pespunteando el menú de chícharos con chícharos que era el de todos los días del mundo.

Una vez nos llevaron a un lugar próximo llamado Las Clavellinas, a instancias de la madre del Chino que intentaba explicarnos un oscuro episodio de los tiempos de España, como decía mi abuelita. Vivíamos, sin saberlo, en tiempo presente o en un pretérito perfecto, que como decía la maestra Ovidia era el que más acercaba los hechos del pasado al momento actual. Al principio no entendía de lo que hablaba la maestra, pero al cabo llegué a comprenderlo cabalmente. La madre del chino buscaba que aprendiéramos de aquellas cosas que —a la verdad, a nosotros nos parecían de mayor interés— porque según afirmaba, el presente sólo se com-prende cuando se entiende lo que antes tuvo lugar. Pero aquello de que hablaba era el pretérito de verdad y no el de conveniencia según fuera el que hablara. Lo otro es que los héroes de pacotilla que ocupaban la escena no nos parecían tal, sino a lo sumo fantoches heroicos, aunque entonces no dispusiéramos todavía de palabras semejantes para nombrarlos. Muchos de los maestros buscaban apropiarse algo de este halo reservado a otros mediante el recurso de la idolatría que buscaban asimismo imponernos. ¡Adorar! ¡Adorar! Unos falsos ídolos en quienes no nos sentíamos inclinados a creer. Al menos éste era mi caso y el de muchos otros. Por esto precisamente habíamos ido a parar tantos a esta escuela cuyo propósito no era otro que el de inducir pronto y efectivamente en nosotros las nociones apropiadas.

Tiempo después, cuando ya habíamos salido de la pesadilla del internado para ir por un tiempo a otra escuela en la que de momento no estábamos obligados a vivir, y mis visitas a la casa del Chino se habían vuelto cosa de rutina, la maestra me mostró el monumento a los aviadores Barberán y Collar de que una vez nos hablara también, pero sin poder llevarnos entonces de excursión a contemplarlo. La hazaña de estos aviadores españoles se insertaba en una historia más vasta que no era la Historia que se buscaba enseñarnos. Gracias a la madre del Chino episodios como éste cobraban forma y adquirían sentido, y lograban componer un mosaico no sólo más atractivo, sino también con más perspectiva.

Aunque a Porfirio lo hubieran puesto a cargo del almacén, seguía asimismo haciéndose responsable de las labores agrícolas o manuales de cualquier tipo, que regularmente se nos encomendaban. Gracias a él, sin dudas, aquellas tareas nos resultaban más llevaderas pues procuraba hacer de ellas una cuestión de aprendizaje y las amenizaba siempre con su voz y sus palabras. A veces se trataba hasta de alguna décima que decía recordar y que entonaba con su voz de tierra adentro. Porfirio era entonces lo más cercano a un héroe que podíamos concebir y admirar. Procuraba siempre emparejarnos para el trabajo de manera que ninguno llevara las de perder —como solía decir— y parecía que supiera de una mirada en torno a quienes debería corresponder una encomienda u otra y a quienes convenía agrupar de manera que el trabajo resultara menos abrumador. Cuando se trataba de aporcar un surco, pero igualmente en muchos otros momentos, el dicho favorito de Porfirio debía ser aquel “por dentro y por fuera, muchachos” que prodigaba siempre sonriente, cual si se tratara de una indicación siempre y en todos los casos apta para completar una faena. Él mismo, siempre atento a lo que ocurría a su alrededor, nos ayudaba a sacar el surco a los más necesitados y parecía desbordar de palabras de estímulo, franco y cordial para cualquiera. Era el dispensador de los recesos a mediodía bajo la sombra de los pocos árboles o de los improvisados techos que nos enseñaba a levantar con unas cuantas varas, hojas y yerbas.

—Agua, muchachos. Beban mucha agua. No la boten, que el agua es cosa de respeto.

Después de lo ocurrido con Moronta, y aunque nos estuviera prohibido mencionar el asunto, parecía como si el gordo estuviera más presente que nunca, y sin dudas había algo en la conducta de Porfirio que conseguía recordárnoslo cuando se adelantaba a prevenir una truhanería que estuviera dirigida contra alguno más vulnerable, o intervenía a tiempo de impedir que se consumara.

—Mejor vamos a llevarnos todos como buenos hermanitos, muchachos —decía, o bien era—: ¡No abuses, hijo! No abuses. Mira que después hay que lamentar desgracias.

Cuando un día cualquiera hacia el fin de nuestra estadía en el Concentrado, ya muy próximo el término del curso escolar, desapareció Porfirio de repente sin dejar rastros, nos preguntábamos qué habría sido de él. Le pregunté al Chino, como si la respuesta que buscaba  estuviera en él, y me dijo que al guajiro lo habían tronado. Contra mi costumbre de simular que entendía a la primera de lo que se trataba, me hice explicar esta vez lo que aquello quería decir.

—¡Que se lo echaron, pití! —Esto de “pití” bien que lo entendí pues se refería a mi simpleza, o incapacidad para comprender nada. Seguramente el Chino sintió pena de ver en mi rostro una expresión de la que yo no podía darme cuenta, y con un cambio de actitud me explicó todo—: ¡Qué no se puede ser buena gente como es Porfirio, ni caerle bien a los chamacos, y el carajo y la vela! Aquí hay que ser bien hijodeputa, trepador y habilidoso para que no se lo lleven a uno por delante.

Aunque faltaba poco tiempo ya para que se acabaran nuestras tribulaciones —así pensábamos—, la ausencia de Porfirio no hubo manera de llenarla. Pensábamos qué se habría hecho de él y conjeturábamos dónde podría hallarse.

El último día, a la hora del baño que tomábamos por tandas asignadas según la formación de inspiración militar en la que estábamos agrupados, algunos muchachos mayores que se habían confabulado para ello, y otros que se sumaron a los primeros al momento de tener lugar la acometida, violentaron sexualmente a otros dos, uno de los cuales gozaba de la mala fama de ser afeminado. Del otro se dijo que acertaba a hallarse, y como algunos no querían esperar a que hubiera llegado su turno con la Malandrina pues echaron mano de él.

Toda la escuela supo enseguida de lo ocurrido, pero no trascendió a los maestros, o estos prefirieron ignorar el hecho. Al Chino le comenté lo que hubiera ocurrido, o mejor, de qué manera no hubiera ocurrido una cosa semejante de estar Porfirio entre nosotros. Él se limitó a encogerse de hombros como si dijera, bueno, a mí qué, o en todo caso: qué se le va a hacer. Luego comentaron algunos de manera que alcancé a oírlos, la mala suerte del otro, como si al que llamaban Malandrina por causa de este nombre que le habían dado pudiera corresponderle menos compasión o ninguna. El Chino dijo entonces como si se propusiera rematar con aquella frase las que se habían prodigado a nuestro alrededor:

—Es una hijeputada. Son todos una partida de hijosdeputa. No se lo mando a decir con nadie. Si alguno quiere, que salga y me pida cuentas.

Terminó el curso escolar, y con él el internado de prueba o Concentrado a donde nos habían enviado a un número de escolares de la región para amoldarnos a la idea y a los modos de lo que sería el sistema educativo del futuro.

De Porfirio no volvimos a tener noticias, sino mucho tiempo después, en verdad años, cuando ya estábamos por terminar la escuela secundaria y se había conseguido que todas las escuelas del séptimo al duodécimo fueran trasladadas al campo, lejos de la ciudad y sin fácil acceso a ellas. Disponíamos de una breve visita o pase para ver a nuestros padres y familias cada tres o cuatro meses, según se dispusiera o no del transporte necesario, o de la gasolina imprescindible, o de la generosidad o lo que fuera del Director Provincial de Educación o de cualquiera de que se tratara. En medio del letargo que había venido a instalarse definitivamente y parecía llenar a todas horas la ciudad, aún cuando la llenáramos temporalmente con nuestras risas e incontables palabras, se anunció como evento muy señalado un juicio que tendría lugar de manera pública y abierta en uno de los cines con más capacidad de auditorio. Se trataba de uno de aquellos juicios llamados populares, un espectáculo con testigos que acusaban y dirigían improperios de toda clase a los reos, y jueces que no se distinguían de los acusadores ni de los testigos de cargo sino por los uniformes, y tuvo lugar en el teatro Alcázares. En este proceso  se nombraba a Porfirio entre los principales acusados de un rosario de cosas mal hechas o por hacer desde su puesto de Responsable de algo. Pude verlo un instante en la televisión pues no quise asistir al juicio como sucedió con algunos otros de mis ex compañeros, que habían vuelto a serlo en el nuevo internado y pronto supieron que se trataba de él y corrieron la voz. Luego me contaron que en el juicio repitió en su descargo muchas veces que él no era otra cosa que un «guajiro ñongo» al que «por desgracia le había tocado la inmensa suerte de servir a la Revolución sin estar preparado para asumir sus responsabilidades». Al parecer, y contrario a las que debían ser sus intenciones, sus intervenciones consiguieron suscitar las risas del público presente en más de una ocasión y acabaron con la paciencia del jurado que no encontrando atenuantes en el acusado lo condenó a una pena de diez años.

Ninguno se atrevió a defenderlo o a ofrecerse para testimoniar en su descargo. Tal vez no hubiera en verdad motivos para hacerlo. Tal vez el otro al que creíamos conocer no se tratara más que de una ilusión concebida por nuestras mentes infantiles, y la falta de un testimonio cualquiera a su favor de por sí debería constituir algún género de prueba contra él, o contra su carácter. Esto llegué a pensar por algún tiempo, buscando la manera de deshacerme de un montón de sentimientos encontrados que amenazaban estropearme los pocos días de pase con que contábamos. Fue entonces que me encontré en la calle, por casualidad, con el gordo Moronta. Si es que podía decirse que se trataba de él. Había engordado aún más —me pareció a mí—. Su madre o una hermana mayor empujaba con fuerza la silla de rueda en que iba sentado mi ex compañero de curso. Más que sentado, parecía desbordarla con su imponente persona. La mirada era extraviada o evadida, mas por un instante furtivo la fijeza de la mía debió atraer la suya. Nuestras miradas parecieron encontrarse y el antiguo compañero esbozó una sonrisa que no estoy seguro si partía de mí o de él, pero la fuerza y algo de la premura o impaciencia con que la mujer empujaba la silla de ruedas impidieron que pudiera cerciorarme de nada. Creo que me alegré de que así fuera. Luego me alegré en parte de que Moronta siguiera viviendo. Y a continuación me pregunté si seguía vivo. Al Chino, a quien no veía hacía ya tiempo, desde que se dedicara al entrenamiento de atletas con el fin de viajar al extranjero con ellos, lo encontré en su casa la tarde antes de que tuviéramos que regresar al campo. Su madre me recibió como siempre con los brazos abiertos.

—¡Dichosos los ojos! Ya decía yo… —Pero no había al decir esto ni traza de reproche—. Ya sabía que pasarías por aquí antes de que tuvieras que regresar a tus obligaciones.

Me preguntó si había almorzado ya, y como descubriera que mentía al respecto, me indicó ocupar un asiento a la mesa del comedor.

—Algo se me ocurre enseguida. No te preocupes. ¡Tenemos ensaladilla fría!

El Chino me recibió sonriente, con la espléndida sonrisa de que disponen esos actores de cine y que uno espera encontrar siempre en los primeros planos.

—¡Vaya! ¿Qué dice el perdido? Llega, hombre, ¿desde cuándo tanta circunspección?

Por un instante tuve la impresión de que únicamente la sonrisa en su rostro podía dar fe de que se trataba del mismo. Parecía incluso más alto, la piel era algo más morena como si irradiara un tornasol dorado. Llevaba el pelo muy corto, y por primera vez me fijé en la forma de los ojos para comprobar que en efecto, aunque de color claro, poseían una sajadura muy leve que los hacía parecer achinados si uno quería verlo así.

Al Chino le comenté en algún momento lo sucedido, que había visto al gordo Moronta en la calle y la impresión que causaba y todo eso. La expresión de su rostro pareció cambiar ligeramente. No se trató de un cambio abrupto, sino paulatino:

—Ése ya se murió hace un montón de tiempo, viejo. —Me aseguró al fin, como si yo hubiera visto en lugar del otro a un fantasma—. ¡Uno nada más que se muere una vez! Creo que es mejor que lo entierres tú también.

Me fastidió el modo que tuvo de decir “ése”, como si en efecto se tratara de algo pasado y enterrado. Luego me irritó también tanta condescendencia que no podía explicarme, o admitir por más que proviniera de él.

Almorcé sin prisa, disfrutando de las destrezas culinarias de la maestra. El Chino se sentó a mi lado y algo me habló de sus planes, de los entrenamientos, sin mencionar una sola vez en qué habían quedado sus propios sueños de convertirse en un atleta olímpico.

Cuando nos despedimos con un abrazo, algo después, no supe que se despedía de mí calculando un tiempo tan largo como la muerte misma. Luego se supo que había desertado durante su gira por el extranjero. Yo no llegué a enterarme sino cuando se aparecieron a buscarme al internado con un saco de preguntas a las que no hubiera podido responder por derecho por más que se empeñaran los que me las hacían. Cuando se convencieron de que decía la verdad o al menos de que no tenía noticias que darles de nada, me dejaron ir, pero entonces no me permitieron continuar los estudios. Creo que hasta me alegré de que se interrumpieran estos a pesar de la encomienda que a cambio me imponían y consistía de trabajar en una planta de fabricación de materiales para la construcción de alguna cosa: bloques de cemento, módulos de concreto reforzados…

Cuando visité a su madre, me abrazó por mucho tiempo como si estuviera enterada de mis propias tribulaciones por causa de lo ocurrido con el Chino. Luego comprendí que no era como pensaba. De todos modos, agradecí su abrazo y su cariño. Decliné su invitación a comer alguna cosa. No sentía hambre alguna. Parecía más bien como si nunca más volvería a sentir hambre o deseos de comer nada. Nos sentamos junto a la mesa pese a todo esto. Era un gesto familiar, entrañable incluso. Entonces me informó de lo sucedido conteniéndose las lágrimas con determinación. Yo simulé no estar muy bien enterado:

—Ya mi hijo pudo al fin salir de este infierno. ¡A tiempo! Todavía es muy joven. No sabes cuánto me alegro por él. No sé cuándo ni dónde, y ni siquiera si volveremos a encontrarnos alguna vez en esta vida, pero una madre no puede sino alegrarse por el bien de los hijos.

Sin saberlo seguramente, con estas palabras la ex maestra cumplía con indicarme el nombre exacto que correspondía a este lugar donde estábamos. Y me vinieron a la memoria, por pura asociación las pavorosas palabras que Dante vio inscritas a la entrada del infierno: “Vosotros, los que entráis, dejad toda esperanza”. Me marché a casa con la misma pesantez que si me hubiera tocado empujar infinitamente la silla de ruedas del gordo Moronta por toda la ciudad, porque al Chino lo iba a echar siempre de menos, y por más que quisiera alegrarme de su buena fortuna no conseguía sino pensar con recelo en lo que me parecía la suma de la deslealtad. ¡Un engaño inexplicable de su parte! Una deserción imperdonable.

Rolando MorelliFoto tomada de www.http://baracuteycubano.blogspot.com

Rolando Morelli
Foto tomada de www.http://baracuteycubano.blogspot.com

ROLANDO MORELLI: Pertenece a la llamada “Generación del Mariel”. Obtuvo su doctorado en Temple University. Ha enseñado en la Universidad de Tulane y en la Wharton Business School de la Universidad de Pennsylvania. Actualmente enseña en la Universidad de Villanova. Entre sus publicaciones podemos citar: Algo está pasando (cuentos), y Coral Reef: voces a la deriva (cuentos), Varios personajes en busca de Pinocho (pieza teatral para niños), Leve para el viento (poemario). Sus poemas y narraciones han aparecido en varias antologías, entre ellas Shouting in a Whisper/Los límites del silencio de Santiago de Chile y en números antológicos de varias revistas. Repaso de sombras (cuentos) y la compilación de Cuentos y relatos de José María Heredia, publicado por Ediciones La gota de agua. Recibió la única mención del concurso del Instituto Cultural Iberoamericano “Mario Vargas Llosa”.

4 comentarios el “Tres de basto

  1. Lourdes Rensoli
    10/03/2013

    La memoria es dolorosa: sabe retener los hecos mas dolorosos porque generalmente son los que marcan y prestan relevancia a los felices, pocos o muchos. Llegar a asumnirla como algo real pero efectivamente preterito es quitarle el poder de atormentar. Ojala la historia aqui narrada de ese chico llegue a incorporar esa capacidad. Hoy es tormentosa, pese al deber de denunciar que no hay paraiso alli donde el ser humano no es respetrado ni considerado.

  2. Un cuento redondo, redondo. Me encantó. Gracias. Lo volveré a leer.

  3. Pingback: Tres de basto. Por Rolando Morelli. | Blog de Zoé Valdés

  4. Milton
    11/03/2013

    Morelli, me encantó tu cuento de recuerdos, siempre me traes un poco de ese Camagüey tan nuestro y yo siempre con la tenacidad de buscar «al recluta» en todo lo que escribes, siempre te recuerda mmmm.

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 10/03/2013 por en Narrativa.