Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

José, el impuro

GERARDO FERNÁNDEZ FE

Casi al llegar a las primeras cien páginas de la novela Sombras sobre el Hudson, de Isaac Bashevis Singer, el personaje de Hertz Dovid Grein, evidentemente judío, casado, con hijos y a punto de hacer el amor en un cuarto de hotel de tercera con otra joven mujer, también casada, sucumbe ante el solo pensamiento de tener, por la acción que acomete, sus labios impuros. Esa misma noche newyorkina de los años cincuenta, Boris Makaver, el padre de la muchacha, se despierta sobresaltado, se dirige al baño, toma un cuenco de dos asas y, siguiendo el ritual, vierte «tres chorros de agua sobre la mano derecha y tres sobre la izquierda», justo antes de iniciar unas plegarias que serán interrumpidas por la llamada telefónica de un yerno impotente y desahuciado que le anuncia el ya consumado adulterio.

Sobre la misma cuerda de pecados y movimientos impuros, uno de los tantos relatos pertenecientes a la tradición oral de las comunidades judías de Europa oriental cuenta la historia de un hombre que con el rechazo a lavarse las manos antes de comer inicia una cadena de pecados que lo lleva al alcoholismo, por lo que al morir el Tribunal celeste lo condena a convertirse en un horrible sapo abandonado en el desierto. La antípoda de este sapo que cumple su pena pudiéramos encontrarla en el sabio Akiba, un rabí encarcelado por los romanos que se niega a beber pues el agua de la que dispone no es suficiente no tanto para saciar su sed como para cumplir a cabalidad la ley de lavarse las manos, según se nos relata en Eruvin (22a), uno de los tratados del Talmud.

Summa, enciclopedia, relato de relatos, comentario a la Ley que antes fue escrita, el mismo Talmud es ese texto magno que se ocupa de lo sacro y de lo secular: desde el deber de interrumpir la lectura de la Torá ante el paso de un cortejo fúnebre o una ceremonia nupcial, la imposibilidad de demoler una sinagoga si antes no se ha erigido otra como reemplazo, hasta la prohibición de transportar dinero durante Shabat; desde la obligación de devolver todo objeto o animal que  se  encuentre  perdido,  la regulación de los préstamos con interés, hasta  –mucho antes del psicoanálisis–  la interpretación de los sueños.

Pero el Talmud que nos incumbe ahora es ese texto que acota, recata y recorta el cuerpo, nuestro cuerpo; un libro regulador que dicta lo políticamente correcto en la vida de todos los días: donde se le prohíbe al hombre visitar a su mujer doce horas antes y después de su menstruación; donde se regula el recitativo de ciertas bendiciones antes y después de salir del retrete (“bendito sea el que formó al hombre sabiamente, haciéndole aberturas y aberturas, cavidades y cavidades”), o donde se le augura un hijo epiléptico a quien se entregue a la cópula tras ese momento nefasto en que todo judío es acompañado por el demonio del retrete, tras ese instante en el que, al decir del poeta José Kozer, “un órgano se reordena luego de acudir al llamado de sus necesidades”. Por último, en otro de los tratados talmúdicos (Gittin, 55b-57a) quedan imbricadas de modo rotundo ley y castigo, juridisprudencia y simbología sanitaria judías: “Dijo el Maestro: al que se burla de la palabra de los Sabios lo castigan con excrementos hirvientes”.

Desconcertado desde su óptica de judío asimilado, en la página de su Diario correspondiente al 27 de octubre de 1911 Franz Kafka se detiene en la costumbre de introducir tres veces los dedos en el agua como primerísima acción al despertarse (“porque los malos espíritus se instalan durante la noche en la segunda y la tercera falange”), pues al dormir cabe la posibilidad de que nuestras manos piadosas, impelidas por el abandono del cuerpo, hagan contacto con las axilas, el trasero, los órganos genitales. Más adelante en el mismo cuaderno, como si descubriera un mundo horriblemente ajeno, Kafka describe «la anticuada costumbre primitiva de la circuncisión y sus plegarias semicantadas». Casi un siglo después de aquel asombro kafkiano, en un texto en prosa titulado Reaparición de Franz Kafka en la Provincia de La Habana, otro judío bien poco ortodoxo de nombre José Kozer pone (y este es el verbo exacto) al escritor checo a comer yuca y malanga con mojo en un plato de porcelana percudido, luego una fruta bomba a cuadros con azúcar prieta, algo de mango filipino, canela, una siesta en una tarde vaporosa del trópico…; Kafka despierta, no olvida sus abluciones, se ajusta la corbata, se pierde por el camino tarareando una canción sabrosa.

En fin…, acordemos que un acercamiento a la poesía y a la obra toda de José Kozer (La Habana, 1940), o mejor, que un alto en el filón hebreo de este escritor abundante no pudiera llevarse a cabo desde la férrea exégesis talmúdica, sino desde la colegiatura de un gesto que es común, aunque divergente, tanto para la enciclopedia magna del judaísmo como para el imaginario del poeta cubano: el de ese manto de higiene entre la tradición y el cuerpo que, mucho antes de nuestros modernos partidos políticos, el Talmud impone y que José Kozer, con desparpajo, como el partisano que disiente, termina agujereando.

La huella de la sangre judía –no faltaría más– se destapa aquí mediante un simple juego de manos que a primera vista (o a vista inadvertida de no judío, de goim, de Gentil, de “adorador de estrellas”, como nos llama el Talmud) pasaría por un movimiento del ser atávico, pero que definitivamente implica, aun para un judío heterodoxo y displicente, un acto ritual no exento de magia. En Kozer el día comienza con la ablución. Ablución, luego desayuno: toda una ascesis. Si a ello se le agrega el momento de la creación, el acto de la escritura, el ritual se ha completado.

Pero ineluctablemente un escalón lleva a otro, un eslabón conduce a su sucesivo en la cadena. Si las abluciones devotas de Boris Makaver contrastan con la acción de una hija que fornica con su amante esa misma noche en un hotel de tercera (curioso tercer elemento: abluciones del padre, hija infiel, hotel de tercera); si las abluciones que el sabio Akiba se resiste a realizar traen consigo incluso el rechazo furibundo a cumplir con la necesidad vital de beber agua, y lo que es más, la expresión suprema de un principio que colinda con lo extremo, con la doctrina desmedida, con el fundamentalismo…; si del otro lado de la frontera las abluciones que Kafka describe con ojo austero denotan su desapego («¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas si tengo algo en común conmigo mismo…»), su descreimiento de hombre asimilado por el canon occidental, que no se alimenta según la norma establecida por siglos de tradición ni cumple con la celebración del Shabat…; si cada uno de estos gestos ilustran respectivamente las fases maquínicas, fundamentalistas y disidentes mediante las que puede ser asumida no sólo una religión sino algo tan vasto como una tradición o una línea política del comportamiento, dudemos de que la ablución kozeriana, ese gesto que lo identifica y que reaparece constantemente en sus diarios y en su obra poética pretenda una higiene estrictamente talmúdica del cuerpo y de ahí un poema aséptico, virginal, correcto en términos judeo-políticos…; neguemos, en Kozer, esa obsesión que anatematiza el roce nocturno de nuestras manos con las zonas más húmedas e insanas de nuestro cuerpo, pues el mismo poeta ha dejado en claro incontables veces que su acto de escritura viene a la par de la asunción de su ser prosaico, legañoso, cochinón. Dudemos, o mejor neguemos, pues a la escena en que convergen abluciones, desayuno y acto creativo (escena iluminada y hasta ahora políticamente correcta en términos talmúdicos) se le suma un cuarto elemento, perturbador, obsceno: el del cuerpo sucio, el del cuerpo que ensucia.

…vives, vives por albur entre retaco, de hinojos pues agradece al sol tu sombra, y de hinojos bebe hez de sombra al pie del querubín blandiendo flamígera morronga, zupia gota del glande, la gota del Ahorcado, cae, ponte en cuatro, abre cachas, gimotea, moquea, revuélvete si puedes contra consternación, estás penetrado, y si es salvación te habrás salvado, forraje de diablillos, y si yacija de cisco y escoria y grisalla final del gris, entonces tiembla de pies a cabeza, entre fino la espada del ano a la altura del último recodo del intestino, fuete al útero, gónadas reviente, a la quema, y deshaz sombra imberbe del imberbe vejete que creyó vivir hasta morir, aguas fecales abajo la bendición, al charco de gusarapos renovado desciende, míralos culebrear, su directriz reconoce, tiritar obsérvalos de la mano que acaricia vuelta abajo rictus final, y de revés osario vete ano a parir gusano. (Danza macabra)

Allí donde la tradición instaura y legitima un ritual por y hacia el cuerpo limpio –que es cuerpo correcto– mediante notas, leyes, tratados (Toharot o purezas, Niddah o menstruante, Yadayim o pureza de las manos, entre otros), Kozer viene a aportar la gota discordante. Bastaría un repaso leve por sobre la accidentada historiografía del pueblo hebreo para que salte ante nuestros ojos que se trata de la supervivencia de un pueblo marcado por conceptos como exclusividad y pureza, ambos salvaguardados  –las más de las veces–  mediante la vigilancia de una higiene: higiene diaria de las manos que es también acto de obediencia («bendito sea el que nos santificó con sus preceptos y nos mandó cumplir el lavado de las manos»); higiene del cuerpo femenino que ha dado a luz o que culmina sus menstruaciones; higiene del acto de la circuncisión que implica, en paralelo, entrada en la alianza de un pueblo específico, tocado por Dios, separación del prepucio  –«la región impura», como sentencia El Zohar–,  y reconocimiento del carácter no perfecto, incompleto y por ende humilde del cuerpo masculino; higiene que vela por que se eviten matrimonios con personas ajenas a la cuna judía; higiene de una alimentación ajustada a los textos fundadores que proscribe los moluscos, ciertos peces, ciertas carnes e incluso ciertas combinaciones de alimentos, todo con vistas a alcanzar esa dimensión espiritual que el manjar justo aporta a los justos; higiene del comportamiento como contraparte de «la mala inclinación», a decir del Talmud, ese «dios extraño que reside en el interior del ser humano».

Al final de todo y en aras de la invocada santidad (kedoucha, en hebreo), el buen judío del Talmud pide a Dios su ayuda para no declarar «limpio lo inmundo ni inmundo lo limpio». Pero este José mezclado, que ha emigrado, itinerante entre Santos Suárez, NY City, Málaga y Hallandale, Fla., en ajustada definición del Talmud «ha transgredido la cerca de los sabios», llegando a convertirse en el más prosaico (nunca antes dos acepciones de una palabra fueron tan afines) de los poetas cubanos, el más irreverente y poco solemne (la solemnidad es judía  –creo yo–, salvo en Purim) de los poetas judíos.

Cuando el judío del Talmud despierta y exclama: «Dios mío, la vida que me diste es pura…», José Kozer, para quien el despertar no es un momento menos encendido, se entrega a un ritual profano que luego la buena literatura legitima:

LIBRO DE HORAS. 6 a.m. Despierto, como hago casi a diario en el verano. (…)  Deambulo. Respiro profundo. Meo. Hago juguetear el chorro en la taza del inodoro, en el agua estancada: el líquido amarillo es un abresésamo solar. Sonrío. Me lavo la cara y derivo lento a la cocina a prepararme el desayuno. El café en la cafetera italiana, nubes; dos panecillos de soja en el cesto del pan, almiares; el pomo de la mermelada de arándano, zarzas. Taza, dos asas, urracas en los encinares; cubiertos (cuchara, cuchillo y tabaco); servilleta, nubes, árboles, flores, prados, un arroyo, un mantel, desayuno sobre la hierba… (Una huella destartalada. Diarios. p.41)

El 30 de abril de 1970, en una encuesta realizada a quince intelectuales franceses con el tema “El ritual de la escritura”, la revista Combat incluye la respuesta de un Severo Sarduy, a la sazón participante no menos lúcido en un decenio francés marcado por la revuelta del pensamiento, un Sarduy igualmente obseso del cuerpo, sus pulsiones, su relación con el arte, que elogia que el siglo XX se haya orientado hacia «el teatro material que rodea –y diría casi que motiva– al acto de la escritura». Más abajo abre fuego contra cierta crítica pomposa, canónica, anclada en «temas sorbonescamente anodinos» que deja a un lado el tema capital del entorno del escritor, a lo que le sigue una confesión muy suya:

Este teatro físico, que puede ir desde un disco hasta el Nescafé, desde un whisky hasta la morfina, me parece ya parte de la escritura. Y como ella misma, es un código, un gestuario. Mi ritual es bien reducido: música popular brasileña, mucho café, alcohol o alguna golosina, doy vueltas o bailo. A menudo escribo desnudo. El acto de la creación está rodeado por una serie de tics que creo forman parte  también de la escritura.

En este sentido, el libro Una huella destartalada que comprende tres de los diarios, diríamos de madurez, de José Kozer representa un muestrario de manías, obsesiones, rituales del hombre José entregado a lo nimio, a lo cotidiano; un libro que dista como dietario de paradigmas del género como el diario de Gide (ególatra, creído), el de Kafka (el cotidiano peso de existir y el dolor de escribir) o el de Jünger (relato épico de un caballero medieval, anacrónico, en pleno siglo XX), y que se acerca más bien a ciertos diarios corporales como el del Marqués de Sade en su prisión-manicomio de Charenton, el del joven soldado Wittgenstein, masturbador con pretensiones de héroe bajo el fuego de la Primera Guerra Mundial, o el de Alphonse Daudet, sifilítico, débil, que constata que su caligrafía ha cambiado y que la muerte se acerca.

Eso, José Kozer ha erigido su cuerpo, su oído víctima de la tinnitis, su esfínter obediente, sus borborigmos forcejados, todo su cuerpo más sucio, como elemento medular en su acción creativa y de él ha escriturado lo trivial y ha descubierto lo trascendente, como un cabalista ve signos en la más sencilla asociación de palabras:

Despierto. Tomar café, hacer mis abluciones (al pie de la letra, según estipula el Viejo Testamento), salir al balcón, desperezarme, de golpe recibir la intuición de un poema, entrar, sentarme, vivo, no hay nadie, pasar la mano por la lisa llanura del papel, rozar la sombra fálica del bolígrafo, escribir, escribir un poema sin alcanzar su irreversible pureza. (Una huella destartalada. Diarios. p.160)

Sólo que tanto en la vastedad de su poesía como en las meditaciones sobre el acto del poema que la complementan desde el diario íntimo, en esa toma de partido (un partido sucio) que el autor no deja de manifestar cada vez a su antojo como banderín o coartada o razón de ser, no hay contradicción entre la referida pureza —irreversible además– que no logra alcanzar tras cada poema («me temo lo peor: no haber escrito un solo poema, digamos que rotundo o, como se suele decir, definitivo»), la grandeza misma, sin grandilocuencias, del acto de la escritura, y la entrada en el texto de elementos ajenos o sucios o antipoéticos –según se mire o según mire esa crítica sorbonescamente anodina que sentenciaba Sarduy. «La pureza ha de participar de la asquerosidad», apunta Kozer cuatro días más tarde en el mismo diario como si burilara sobre una lámina de cobre una de las divisas de su decálogo (decágalo, gusta en llamar) del buen escribidor.

Sirva como complemento la expresión de un personaje del malogrado Israel Yehoshua Singer en su novela Los hermanos Ashkenazi, un férreo predicador que se preguntaba y se respondía a la vez: «¿De dónde procedes, hombre? De una gota fétida. Y ¿a dónde vas? A un lugar de gusanos y más gusanos», como quien emplaza la existencia entre dos corchetes pragmáticos, sin remilgos: de un lado, la gota fétida (en el principio no fue el verbo –diríamos–, sino la gota fétida); del otro, una precipitación de gusanos…; y entre ambos corchetes la pequeñez del cuerpo, la fragilidad de su piel, la nimiedad de sus acciones, un concepto que José Kozer conduce hasta sus lindes, poniendo el acento en nuestro cuerpo sucio, que es cuerpo trivial.

Acompañan a Kozer en una antología –imaginaria– del poema escato en Cuba (que bien pudiéramos titular La gota fétida) el reducido grupo de poetas nuestros que en disímiles momentos y circunstancias han asumido y escriturado ese toque animal que paradójicamente nos humaniza. Uno es el Virgilio Piñera de La isla en peso o de La gran puta, el del hedor del puerto, la pordiosera que resbala “en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones”, los manglares, la fétida arena, las aceras perfumadas con orine o la mujer “que invariablemente masturba,/ noche a noche, al soldado de guardia en medio/ del silencio de los peces”, un Piñera políticamente incorrecto, ajeno a la solemnidad de antes de 1959 y a la épica glamurosa que sucede a esta fecha, un Piñera asombro y afrenta para sus contemporáneos más pudibundos, es decir, para casi todos.

Otro es Ángel Escobar: su poesía de corte dialógico, o mejor increpatorio, hostil hacia algo, hacia su reflejo mismo en los espejos, hacia el estropicio de las muchas voces de su Ser que le indican un camino, que le imponen órdenes (como padres, como rectores, como cuadros políticos), que le advierten de un peligro; una poesía en cuyo almacén predomina el cuchillo, el ruido (o su extremo, la bulla), un náufrago, el suicidio…; y sobre todo un poeta obsesionado por una podredumbre que es física pero más que nada mental: “el cáncer que pudre la rosa” (La conspiración de los necios), “el minuto podrido” (Oportunidad única), “la ciudad podrida” (Bisutería), “el alma podrida” (Frente frío), “este antro podrido de reflejos” (En ti), “este pudridero del mundo” (Acotación), “el único bastardo que se pudre” (Cuando salí de La Habana), “el cielo azul y la tierra podrida” (Funny Papers), “los ojos donde se pudre Dios” (Lo que borra)…

No debería faltar el Nicolás Guillén de Digo que no soy un hombre puro, Sobre la muerte, El bosque enfermo…; o poemas de Rafael Alcides Pérez como El caso de la señora, La pata de palo o de cierta manera Discurso al pie de tu dedo gordo; además de Severo Sarduy: poeta de sonetos y décimas anales, tan dado al dolor –que es placer– “ante ese umbral en que nada/alivia más el dolor/que su incremento”; o en otra cuerda, Juan Carlos Flores, el de Distintos modos de cavar un túnel, menos simbólico que antes, más huraño y tajante, de una poesía verdaderamente albañal, donde el cuerpo es uno de los tantos trastos “ya no útiles para fundar”, junto a un cerebro sucio, un quita-manchas portátil, edificios con puntales, mierda en las ciudadelas, el olor nauseabundo de la mofeta (que el poeta envidia), una ladilla, una mosca o un puente donde un hombre grita: elementos de un topos poético suburbano, desahuciado, propio de animales hirsutos…, y luego una locación (reparto Alamar, donde tal poesía es generada entre cien mil habitantes apretujados en estructuras rectangulares (las barrackko periféricas que Brodsky describiera en un hermoso texto sobre San Petersburgo), un sitio concebido como un caracol que se pudre o un palomar hecho con viejas cajas de huevo de gallina. Dice el Talmud:

Seis cosas caracterizan a los seres humanos. Tres de ellas los asemejan a los ángeles y tres a los animales. Las tres que los asemejan a los ángeles son que, como ellos, tienen inteligencia, andan erguidos y hablan la lengua sagrada. Las tres que los asemejan a los animales son que, como ellos, comen  y beben; engendran y se multiplican; y defecan.

De ahí que consciente (y feliz, no faltaba más) de esta animalidad nuestra, y a pesar de creerse incapaz de dar el paso hacia la ficción, la poesía de José Kozer abunde –además de un verso extenso, que se encabalga, que coquetea con la prosa, y otros giros propios de la narrativa– en personajes que martillean en lo escatológico: el pájaro defecón que pasa a ras de la cabeza de un transeúnte, la dama cagoteada, el caballero que estrena un traje de confecciones Renault (la sastrería de su propio padre) y que «recorre las calles de la ciudad a bastonazos deshaciendo plastas, una ciudad de plastas»; la rosa esfínter, la rosa fétida «que guía al verde pulgón entre circunvoluciones»; un Lázaro pustuloso, meado, que almuerza la deyección del pez serrucho; el hijo de Narcisa, de guayabera y pantalón dril cien, sano, hermoso ejemplar de hombre que «cagaba fuerte y a diario, unas deposiciones bienolientes y enjundiosas, sólidas y aromáticas piezas moldeadas de intestino grueso», que termina capado a la fuerza, víctima del deseo desaforado, tras haber poseído con su tronco de yuca a todas las mujeres de un pueblo matancero; las pesadas digestiones de Sancho Panza que le provocan alucinaciones, hinchazones del ego, alumbrones del imaginario; y nuevamente aquel Franz Kafka habanero que almuerza bajo el sopor de la tarde con el apetito pasmosamente abierto y el paladar insaciable: «Parece que la papa y el nabo surtieron extraño efecto en el sistema vegetativo de Franz»…

De ahí también esta poesía ventosa, contaminada por voces de otros idiomas, por tropos de hace cinco siglos, por gritos provenientes de nuestra marginalidad. ¿Otro modo de poesía albañal? Un antisemita André Gide escribía en 1914 que los judíos hablan más porque tienen menos escrúpulos (imagino la carcajada de José Kozer: una «risa del pan con la boca llena», como escribió en alguna parte), y si de ello se tratara qué palabra tan afín pues cierto es que aquí no hay escrúpulos, no hay freno al imaginario, no hay poesía políticamente correcta (de esas que incluimos en los libros de texto), no hay anclajes en una tradición determinada y estricta, en un estilo fijado, en un momento x, ni siquiera en su tan llevado y traído (y cansino) neo o postbarroquismo. La única poética evidente en José Kozer es la de una falta irreverente de escrúpulos y la de una necesidad alarmante de escritura en un poeta que escribe a diario como a diario lee las escrituras sagradas el buen judío, que escribe y archiva ya a estas alturas más de seis mil poemas, algo que complementa aquel ritual antes mencionado: abluciones + desayuno + creación abundante, poesía como parto, como acto de expulsión fecunda, como escena de expectorar, de defecar.

Terminó el desayuno, empezó el correcorre intestinal, ya está dando la lata el esófago, ¿qué necesidad habrá de estas válvulas trajinando? ¿No se nos pudo conceder un organismo de una sola pieza, sin tanta faramalla de vísceras, sistemas rojos, amarillos, el blanco sistema de la linfa a la savia a las motas de polvo entrando en un rayo de luz salido de un cuadro de Murillo? (Alba)

¿Acaso negamos el lado fértil de la expulsión de nuestros residuos y de nuestros humores? Del único poeta que ha soberanamente poetizado a su intestino no esperemos otra cosa sino un grito de júbilo y la eclosión de sucias confesiones, cuando, por ejemplo, en entrevista en la revista Unión (N. 47, julio-agosto/2002) considera que el poema judío “está lleno de excrecencias, de manchones, tiene desgarradura e hilacha, suelta gotas de sangre”, o cuando en otra entrevista, esta vez en La Gaceta de Cuba (N. 2, marzo-abril/1996), argumenta de este modo:

…un poema contiene el verbo devaluado, la ecología  contaminada  del cuerpo vertedero de desechos. Cuerpo y texto se juntan: y la  reunión contiene virtud y vicio, pecado y salvación, degradación y altura. Cuerpo letal, texto que se sueña ideal. Y viceversa. ¿Cómo no escuchar los borborigmos, cómo no acusar la presencia de ese fango participante, primordial? El artesano parte del estiércol, siempre tiene que quedarle algún rastro de porquería en las uñas.

La asunción de lo escatológico es total, pues éste, el cuerpo sucio, nimio, más que la historia, la existencia, la naturaleza, el amor y hasta la poesía misma, resulta la única materia prima de la que extraer palabras, al fin poesía. Y esta última, al ser segregada (palabra que evoca glándulas, papilas, mucosidades), deviene último bastión en una lucha –obsesiva también– contra la muerte.

Son dos los modos, al menos visibles, en que José Kozer enfrenta y escribe esa muerte. Al primero pudiera servirle de anticipo otra de las confesiones escatológicas del poeta, cuando en entrevista con Josely V. Baptista admite haber escrito el poema Comecandela la muerte en el cuarto de baño, mientras defecaba. Se trata, en este texto y en otros como La muerte se disfraza de muerte o Se revuelca la muerte en su pocilga de osteoporosis, de una postura de desacato, de ultraje hacia el ultraje mismo del morir, que recuerda el tono acusatorio de cierta poesía inglesa (Tú morirás, ¡oh Muerte!, exclamaba John Donne), no exento de ese morbo bífido, de sorna y respeto, desacato y devoción, con el que en México, por ejemplo, se le representa en golosinas y objetos banales, o en Japón, específicamente en la isla meridional de Yoron, se extrae la osamenta del difunto tres años después de su deceso y se lava con cuidado (agua de mar, agua dulce y un cepillo pequeño: nuevamente un gesto de higiene), al tiempo que se consume sake y se le ofrece sal y arroz.

Aunque aquí –qué otra cosa esperar de un poeta ventoso– esta asunción de la muerte termina más bien en bellaquería, en definitiva guasa kozeriana que nos regresa a una anécdota de Las Confesiones de Rousseau en la que la condesa de Vercellis, ser de “alma elevada y fuerte”, ya en cama en 1728, en la hora postrera del cáncer de pecho que la aquejaba, deja de hablar y suelta un estrepitoso pedo, a lo que siguen sus últimas palabras antes de morir: “Bueno, mujer que tira pedos no está muerta”. Cerremos entonces este primer modo de encarar la muerte (El Pedo y la Muerte: capítulo probable de un libro improbable sobre la poesía sucia de José Kozer), con un fragmento de un extenso poema suyo donde no hay pathos ni contrición talmúdica, sino desparpajo:

 …al morir todo se filtra se desguaza se desfonda, guasasas a la carne, a degustar la mosca y la chinche hedionda de las llagas primeras a la hora postrera, el aura tiñosa a las carótidas, puro reflejo, el jején y el gorgojo (y la madre carcoma) al fémur. Gota. Gota por la nasa (English, fyke) (yiddish who knows? Who cares? Contrición, Contrición. Pero a qué tanto aspaviento, la Muerte no es un instrumento de tortura. (Divertimento 3)

La segunda muerte por asumir no es ya la suya, sino la de su padre. Un año después del fallecimiento de su progenitor, Joseph Brodsky, en un texto emotivo y de recorrido topográfico por la geografía de su infancia y adolescencia, no escatima adjetivos para regresar a la figura noble de su padre, «aquel comandante de la marina [que] sabía un montón de cosas sobre la vida de la ciudad», veterano de la Segunda Guerra Mundial, luego desmovilizado y relegado a destinos menores por su condición de judío. Semejante invocación aparece por primera vez en José Kozer en Te acuerdas, Sylvia, texto antológico, de hermosa arquitectura y tintes de poema histórico (de la genealogía de otros –noveleros, de explosiones fictivas–  de Gastón Baquero: Brandeburgo 1526, El gato personal del conde Cagliostro, En la noche, camino de Siberia…), donde se narra y se poetiza un devenir real y otro del imaginario, donde al fin no prevalece más que una imagen, como de foto manchada, la de un padre-pilar, padre-centro, que habla poco, fuma, arrastra su pasado.

Otro no menos certero del mismo libro, Mi padre, que está vivo todavía, resulta definitivamente un texto mucho más civil, más próximo a nuestra realidad real. Donde en Te acuerdas, Sylvia funge un ser casi mítico que al parecer tiene algo de asiático, que fuma como un rabino «una cachimba corta de abedul»…, donde desfilan un señor de Besarabia, siervos, campos de avena, una manzana, la estepa, luego un traje azul a rayas, zapatos de dos tonos…; en Mi padre, que está vivo todavía se habla de sus hermanos calcinados en Polonia, de su madre muerta en un telegrama, de su abuelo violentado a danzar para los soldados rojos un día sábado, de Hitler, de Trotsky, de Beria, de Stalin, de la falsedad de los libros de Historia. Cualquiera de estos dos poemas diferentes pero vectores de una misma emoción comparte la escena con otros dos igual de determinantes en cuanto al acercamiento a la figura del padre en el ámbito de la poesía cubana de todos los tiempos: ¿Y Fernández?, de Roberto Fernández Retamar, La Cena, de Manuel Díaz Martínez.

Hasta aquí, con estos dos poemas del libro Bajo este cien, de 1983, eso que pudiéramos llamar primera idea de mi padre, una figura que encarna, también, mucho de marcador de pautas éticas, suerte de Moisés legislador, el conductor de la casa judía durante el Éxodo, quien recibe las Tablas de la ley, quien aglutina las tribus aisladas de Israel, quien vela –si seguimos a Martin Buber– por esos «cuatro pilares» que son la vida, el matrimonio, la propiedad y el honor social.

No seríamos justos, sin embargo, si afirmásemos que el padre como discurso desaparece del corpus poético de este autor que con los años ha devenido más martilleante y pertinaz. Un primer atisbo de un padre otro, o visto ya no como portador de la heráldica de los virtuosos, sino como simple cuerpo que envejece, merma, se prepara para desaparecer, queda vigente en un poema del libro et mutabile, de 1995.

El catre rechina, me alzo a duras penas, cuatro almohadas empercudidas, recuesto la espalda: la pared vacía sigue desde anoche cuarteada, ¿me habré ensuciado? Acomodo los fondillos, sé que si me ensucié, soy mi padre.

(….)

Me entretuve, no sé si me abotono una blusa lila contra este raquítico torso o una camisa de estameña parda contra estos pechos engurruñados que mamó la ternera: ah por Dios yo qué sé de mí sino mi condición recalcitrante sobre esta colombina que me separa dos palmos falsos del subsuelo. (Andrajo)

Pero no estaríamos desacertados con la idea de que con su libro Carece de causa se nos viene encima, años después de aquellos dos textos iniciáticos, más que una foto manchada, una visión renovada del padre muerto donde convergen cuerpo, higiene, pulcritud…, y sus antípodas.

Todo parece indicar que José Kozer, precisamente en el capítulo no en vano titulado Miserere, ha decidido narrar las fases corruptivas del cuerpo del pater familias, y con ello insistir, como tantas veces en su obra poética, en el pensamiento hamletiano sobre la finalidad de la muerte: «Sin embargo, vellos, lunares, poros, heces, retortijones últimos del tránsito, todo (todo) se fue al recoño de su madre: pieza de polvo», había escrito esta vez sobre sí mismo desde la posición de quien ya ha muerto –a la manera de la Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters– en el poema Requiem, del libro AAA1144 de 1997.

En el poema Uno de los modos de recordar reaparece ese padre «paradigma de compostura», «paradigma de exactitud a la cabecera de la mesa», en una escena que mezcla tradición y cierto morbo agudo (del hijo que observa) hacia los movimientos de la carne. Le sigue Retrato de DK a los 76 años de edad, donde el padre es ya ese anciano sobre el butacón de la sala al que le pesa mucho el bajo vientre, el del labio superior desde donde cuelga una salivilla azul, el del pijama, que ya no el del traje elegante. En lo sucesivo: Los respectivos pasos del enfermo en su fermentación, Figura primogénita en su lugar o Testimonio del sastre («hemos visto llorar a mi padre/ sojuzgado un momento entre catéteres/ sábanas sin descifrar la oscura inteligencia/de una enfermera»)…, todos como escritura de un desvanecimiento que hace hincapié en la piel ajada, la des-virilidad, la caída de un símbolo –querido– de poder, y su conversión, como anotara en el poema Requiem del sastre, en carroña perfecta: perfecta, no faltaba más, pero carroña a fin de cuentas, carne que apesta.

Tras todos estos poemas que no esconden su devoción incontestable de hijo, nótese cuán poca brizna de trascendencia queda (más allá de la memoria imperecedera del hijo-poeta) que motive una lectura talmúdica, asida a la tradición, que legitime valores como pertenencia a los Justos, venida del Mesías –donde los Justos que han muerto recobran la vida– o condena en el Infierno. Nada de eso. Se trata aquí, simplemente, de dos retratos sucesivos, memorables y para nada opuestos: uno, el del padre férreo y virtuoso; dos, el de su cuerpo que se desgasta, que deviene polvo.

Colma esta visión donde las hebras hebreas tradicionales son finalmente revertidas, un último poema, La dádiva: el del padre ya muerto con sus pies disciplinadamente colocados hacia el Oriente, pero «batracio antiquísimo» que es mordisqueado por las moscas, ajeno al celo judío hacia los cuerpos muertos, cadáver indiferente (él mismo, judío descreído y heterodoxo, y su hijo que lo observa), de espaldas a los debates talmúdicos sobre higiene y su estadio superior, la pureza:

Sus grandes pies desnudos segregan el orín de los clavos que liban en su agujero las hormigas: los pétalos que bajan por sus ropas forjan un insaciable avispero amoratado a sus plantas; pájaros de hez peces de lino se apresuran, a anegarse: sonríe.

¡Y sonríe! Qué horror: el cadáver judío del padre judío se ha atrevido a sonreír…; y su hijo-testigo ha tenido la desfachatez de llevarlo al poema, a un sitio concebido desde el inicio de los tiempos para lo supremo sublime. Con este gesto, José Kozer ha cascado esa atmósfera sacra que todo muerto, en silencio, solemne, arropado por los suyos, desprende.

De su padre en vida –y de sus dos abuelos: irremediablemente un mismo símbolo–, Kozer nos había hecho llegar (por entregas: en poemas, diarios, entrevistas) trazas de sobriedad y de autoridad, firmeza y solemnidad: el abuelo materno Isaac Katz, quien en su lecho de muerte exige le retiren el suero intravenoso con el que estaba violando la obligación de ayunar en Yom Kippur; su padre, David Kozer, “irreligioso, y sin embargo, un judío conturbado”, que fumaba habanos sin mesura, que nunca hablaba de sus viajes a provincia, que era ateo, simpatizaba con las teorías del socialismo, pero rechazaba el matrimonio de toda persona que hubiese enviudado; el padre imponente de traje bien planchado y zapatos de dos tonos que inspiraba miedo, el que caminaba en línea recta y aleccionada a su hijo a la estrechez de los surcos (De clemencia II), el padre de la casa a oscuras donde no se podía silbar, la casa de las persianas entornadas, de la ausencia de flores en las ventanas; el padre solemne y en silencio. Ese padre que ahora, muerto ya, sonríe.

En medio del dolor por la pérdida del progenitor, el detalle kozeriano en su decrepitud y muerte denota un impulso rupturista, desacralizador, de los goznes más rígidos de la tradición que ese padre –aun heterodoxo y descreído—representa: la austeridad del lenguaje (el hijo, en cambio, es un expectorador de palabras), el estreñimiento del ser moral, la adustez del cuerpo sensual. “Dios segrega padres que los hijos violentan” (El canto del cisne I).

La solemnidad –decíamos al inicio– es judía. El calendario ritual del pueblo hebreo ha sido concebido, las más de las veces, para el retraimiento y el cuidado de la vida interior. En Pessah (Pascua judía), celebración de la salida de Egipto, la mesa es un sitio solemne de cordero, pan ázimo (sin levadura), lechuga, perejil, entre otras hierbas amargas, y un recipiente con agua salada que nos recuerde las lágrimas de nuestros ancestros y la amargura de la esclavitud. Entretanto, al padre la tarea de relatar, engolado, hiperbólico, los avatares de sus antepasados y la guía de Dios en el camino a la libertad, suerte de reescritura constante de la tradición. Para Sucot, todo judío que se considere estricto y fiel deberá abandonar la comodidad de su hogar para pasar la noche en una escueta cabaña a cielo abierto (sucá) que le recuerde su deber de humildad, su obligación de modestia, su ser pequeño ante la grandeza de Dios. En Januká se encienden las velas, se celebra la victoria de la fe, la persistencia del nacionalismo judío ante el empuje helenizante: prohibido servirse de la luz de estos cirios para fines utilitarios. En Yom Kipur se hace Teshuvá, se retorna a Dios: son días de arrepentimiento por los pecados cometidos, días de perdón divino. Quiere el Talmud equiparar al pecador con «aquel que toma un insecto impuro y no lo suelta»: sólo al despojarse de él y purificar sus manos será perdonado el día de Kipur. Lo demás no será menos estricto: ayuno para todos, abstención del trabajo y de la vida carnal, lectura de oraciones y plegarias, obligatoriedad de la confesión.

Sin embargo, hay en el circunspecto ceremonial judío un momento de excepción que deviene hiato jocoso entre tanta ley y tanta solemnidad. Se trata de Purim. Igualmente evocadora de un suceso histórico (la salvación del pueblo judío de la matanza orquestada por Amán, ministro del rey persa Asuero), esta celebración, exponente de la vida judía en la diáspora, deviene culto de lo teatral y de la alegría desaforada: niños y jóvenes salen a las calles disfrazados, vecinos y amigos se intercambian regalos, manjares; se les presta atención esmerada a los pobres; durante la cena se recita un kidush satírico, luego se abre un banquete con arvejas, panes, dátiles, ciruelas… En la calle, tras las representaciones bufas donde se silba y se abuchea a la sola mención del nombre de Amán, se cantan himnos burlescos y se bebe todo el vino posible con el único propósito –único en la liturgia judía– de perder el sentido de la realidad y la cordura.

En su agudo libro Le souci des autres au fondement de la loi juive, Gilles Bernheim, filósofo y Gran Rabino de la Sinagoga de la Victoria, en París, al admitir la reputación de austeridad que marca a la sociedad de los tiempos bíblicos, al rendir cuenta de los escasos momentos, «destellos esporádicos», en los que la risa es palpable en los textos fundadores, admite, pues, el carácter excepcional de Purim, «que contrasta con nuestros hábitos de sobriedad». Cuando el nivel del vino es tan alto que ya es imposible distinguir entre Mordejay (el Bien) y Amán (el Mal), cuando todo judío participa del juego de los disfraces, de la irrisión, de la euforia carnavalesca, Purim restituye una «espiritualidad auténtica», opuesta a la intolerancia y al fanatismo. Este desbordamiento del imaginario será también asunción de la imperfección humana y rechazo definitivo de la obsesión idólatra y la utopía absolutista. «Se trata –concluye Bernheim– de advertir a cada cual que no debe tomarse demasiado en serio». Todo un acto político, como el grito, como la poesía sucia.

En esta tesitura deberíamos entonces leer las trazas hebreas en la poesía de José Kozer, como mismo el bibliotecario que en un cuento de Borges confiesa haber buscado a Dios en una de las letras de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum, o como el jugador de golf –vaya mundanería– que lee el green con detenimiento antes de ejecutar su golpe.  In-solemne e insolente, la poesía de José Kozer es un Purim prolongado, desacralizador; poesía lechosa, fecundona, colmo del ludibrio, elogio de lo nimio trascendente y del cuerpo sucio, agujero en la tradición: no sólo en la de la estirpe judía, sino en nuestra tradición libresca más austera y astringente.

Decía el rabí Sholomo Eliachov, uno de los grandes cabalistas de inicios del siglo XX, que la imaginación es un lugar donde llueve. Felizmente el de Kozer es un sitio inundado, con larvas y excrecencias que un lector integrista del Talmud no admitiría para su jardín, aunque él mismo no pueda evitar que a los maestros citados por aquel libro enorme –Aquilas, el Prosélito; Yojanán ben Nappaja, el Herrero; Simón, el Justo…– deba ahora sumarle este otro, feraz, desobediente: José, el Impuro, el Hijo del sastre.

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Gerardo Fernández Fe (Foto tomada de Facebook)

Gerardo Fernández Fe
(Foto tomada de Facebook)

Gerardo Fernández Fe (La Habana, 1971). Ha publicado La Falacia (novela, Ediciones UNIÓN, La Habana, 1999), Cuerpo a diario (ensayo, Tse-tsé, Buenos Aires, 2007), así como ensayos y relatos en revistas en Cuba, España, México y Argentina. Su novela El último día del estornino se publicó en España, en 2012.

2 comentarios el “José, el impuro

  1. Teresa Rojas
    13/07/2013

    Hay que felicitar a Conexos por este número. José Kozer es un poeta bendecido. La selección de las reseñas me parece formidable.

  2. Hay criticas como esta que te dan deseos de releer al autor de quien se habla. Y en ese viaje inverso se olvida uno de admirar al autor. Gerardo Fernandez Fe siempre nos ayuda a no sentirnos acosados por la mediocridad.
    Un gran Gracias, otra vez, por tanta rara inteligencia.

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Esta entrada fue publicada el 13/07/2013 por en Ensayo.