Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

La catarata

CARLOS VICTORIA

La noche en que conocí a Reinaldo Arenas yo llevaba tres días en La Habana y aún no sabía con exactitud cómo había llegado hasta allí. Fue a finales del año 78. Recuerdo vagamente haber subido a un tren en Camagüey tres noches antes en medio de una colosal borrachera, con un plan impreciso de viajar; de lo contrario no se explica que trajera mi maletín con cuatro o cinco mudas que mi tía me había enviado desde Miami.

En La Habana me había hospedado en un hotel inmundo cerca del Parque Central, y me había dedicado a beber y a vender pieza a pieza la preciada ropa. Esa noche en que conocí a Reinaldo me había anotado en la lista de espera en la estación de trenes para regresar a mi casa; el dinero de la venta había llegado a su fin, y no quería desprenderme de una camisa estampada de flores, de un tejido parecido a la seda, ni de unas botas de legítima piel, codiciadas y reverenciadas por amigos y desconocidos.

Estaba en una especie de bar al aire libre frente al Capitolio, tomando cerveza con Rogelio Quintana y un par de amigos más, esperando que llegara la hora de ir para la estación, y de repente Reinaldo apareció cargando una mochila con libros y papeles. Yo había leído cuando adolescente Celestino antes del alba, y siempre había querido conocerlo. Nos presentaron. Enseguida dejó caer la mochila en una silla, se sentó arriba de ella y se apoderó de la mesa, de la conversación, hablando precipitadamente sobre alguien que yo no conocía, que se había perforado el intestino al tratar de meterse no sé qué extraño objeto, y que ahora se encontraba grave en el hospital. De inmediato se puso a recitar un sinnúmero de trabalenguas en los que destrozaba a personajes de la cultura oficial. Luego pagó una ronda de cervezas, porque a mí y a los otros tres se nos había acabado el dinero.

De los trabalenguas pasó a un larguísimo poema que atribuyó a Nicolás Guillén, que empezaba diciendo: “Sensemayá, toda culebra negra que huela a comunismo provoca al arrastrarse un cataclismo”, o algo por el estilo. Pagó otra ronda y de pronto gritó:

—¡He dilapidado todo mi capital!

Yo decidí vender unos calzoncillos de rombos azules made in USA para seguir tomando. No me importaba el tren a Camagüey: estaba deslumbrado. La prenda obtuvo al instante comprador, allí mismo, bajo aquellas sombrillas mutiladas, entre alardes y gritos y tufos de licor: el lugar era idóneo para las transacciones ilegales. El dinero alcanzó para dos rondas más. Reinaldo propuso vender el Ulises de Joyce que traía en la mochila, “esa novela horrible”. Yo le dije que a mí me había gustado. Me lanzó una mirada furibunda.

—Esa es la novela de un intelectual —me espetó con desprecio.

Como era de esperar, a pesar de que allí se traficaba todo tipo de cosas, desde una palangana hasta un collar, nadie se interesó por semejante libro.

—Vamos al cuarto de Hiram —dijo Reinaldo (se refería al poeta Delfín Prats). Esa araña encuentra comprador hasta para un librejo de Miguel Barnet.

Creo que al fin el Ulises se vendió, pero no estoy seguro. En el cuarto de Delfín la gente entraba y salía con aspaviento, vendía y compraba, maldecía y chismorreaba por igual sobre amigos y enemigos; Reinaldo llevaba la batuta en las maledicencias, mientras yo, aferrado a una perga de cerveza, apenas me daba cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. Cuando me hallaba a punto de ofertar las botas, Reinaldo me llevó para su madriguera, como él llamaba a aquel cuarto minúsculo dividido en dos plantas en un antiguo hotel venido a menos, que ha descrito con pelos y señales en su autobiografía Antes que anochezca. Dormí la borrachera en una cama escuálida en la barbacoa. Por la mañana me despertó con una taza de café retinto.

—Te quedas un día más —sonó como una orden—. Yo tengo que salir a unas evoluciones ¿Quieres acompañarme?

—Prefiero quedarme aquí leyendo. Quiero leer El mundo alucinante.

(A pesar de haberse publicado en México hacía ya varios años, era imposible encontrar un ejemplar en Cuba. El propio Reinaldo conservaba uno sólo, de páginas manchadas y raídas.)

—En ese caso me da mucha pena, pero te tengo que dejar encerrado con candado. No es que desconfíe de ti, es que si la gente no ve el candado puesto va a estar tocando hasta que le abras. Y aquí viene mucha gente horrible.

Esa tarde la pasé tirado con un par de almohadas en el piso leyendo su novela. Si Celestino me había gustado, El mundo alucinante me pareció monumental. Me sentía muy dichoso: leía al primer escritor de verdadero genio que surgía en Cuba después del año 59, mientras estaba de huésped en su casa, prácticamente secuestrado.

Leí hasta por la noche. Reinaldo entró y salió dos o tres veces a través de una estrecha claraboya encima de la puerta.

—No quiero abrir el candado— me decía encaramado en la abertura, por la que a duras penas podía pasar el cuerpo. Flexible como un gato, la última vez que entró trajo un par de botellas de vino chileno.

A pesar del candado, esa noche mucha gente tocó, gritó su nombre y hasta hubo alguien que pateó la puerta.

—Son bestias —me decía en un susurro.

Casi de madrugada preparó una cena repelente: unos huevos salcochados con unas papas con olor a rancio, por no decir podrido.

Pero comimos con voracidad.

—Si pudiera vender la camisa de flores te invitaba mañana a un restaurante —le dije.

—Yo te la compro —dijo rápidamente— Mi tía me presta el dinero. Y ella misma me vende un turno para el restaurante La Roca, donde se come bastante bien.

Al otro día almorzamos en La Roca. Reinaldo se había puesto la camisa de flores, que yo miraba con cierta tristeza; en secreto esperaba que me la devolviera al despedirnos. Pero él también estaba fascinado con la vistosa tela que se pegaba al cuerpo suavemente, como una piel postiza. Hablaba sin parar de argumentos de novelas, de cuentos, y me narraba pasajes de su vida tan insólitos como la ficción. Al igual que en su literatura, pasaba de una descabellada realidad a la más portentosa fantasía, ahogado por la risa.

Esa tarde fue a ver al hospital al amigo que se había introducido el objeto, y yo encerrado con candado terminé de leer su novela, que me gustó hasta el punto de escribirle en ese momento una nota, una especie de carta agradeciéndole que la hubiera escrito.

Por la noche me acompañó a la estación de trenes, con la camisa puesta. Le dije resignado, por pura cortesía, que le quedaba casi mejor que a mí.

Fue la única vez que lo vi en Cuba. En el año 80 se desató el éxodo. A principios del 82 fundó en Miami, con un grupo de escritores jóvenes recién llegados al exilio, la Revista Mariel. Trabajamos en ella hasta el 84, a veces de madrugada, pagándola con nuestros modestos salarios, mientras de día nos ganábamos la vida como mejor podíamos: Reinaldo, el más afortunado, daba cursos en universidades; yo cargaba cajas en un almacén; otros eran empleados de talleres, de fábricas y de supermercados A veces discutíamos sobre libros y política hasta que amanecía. Luego Mariel se acabó. Tantas historias.

Reinaldo vivía en Nueva York y odiaba Miami, aunque seguía viniendo cada dos o tres meses, incapaz de estar lejos por demasiado tiempo de esta ciudad repleta de cubanos. Yo había dejado de beber y hacía una vida de recluso, pero cuando él venía íbamos a la playa y leíamos y hablábamos sentados en la arena. Su virulencia me causaba un efecto parecido a una droga. Me reprochaba mi absoluta abstinencia, que no se limitaba al alcohol.

—Para escribir hay que vivir intensamente —me decía.

Yo me mortificaba.

—No creo en dogmas, ni siquiera en los dogmas de la libertad —respondía yo, tratando de adoptar un aire indiferente.

Él, que no soportaba que lo contradijeran, me decía:

—Te has vuelto un santurrón.

O lo que era un insulto mucho peor en su boca:

—Vas camino de ser un escritor realista.

Yo terminaba por echarme a reír. Nadábamos un rato, aunque siempre me cansaba primero: Reinaldo era un infatigable nadador.

Escribo estos recuerdos en un hotel de Miami Beach, donde he venido a pasarme unos días. El balcón de mi cuarto da a la playa. Si no estuviera aquí tal vez nunca lo hiciera. Algunas veces me han pedido que escriba algo sobre Reinaldo: una anécdota, una impresión personal, cualquier cosa. Siempre digo que lo voy a pensar, pero que me resulta difícil. Tengo pudor al hablar de los muertos, sobre todo de un muerto como Reinaldo, que inspiraba como pocas personas que yo haya conocido el odio y el amor, la admiración y el más feroz rechazo.

Pero anoche me senté en el balcón y estuve oyendo el ruido de las olas, y por supuesto pensé mucho en él, que veneraba el mar y toda su expresión de fuerza ciega, que es brutal y serena al mismo tiempo. Y esta mañana me puse a escribir.

Quiero pasar por alto el inventario de las desavenencias; la vida resulta demasiado breve para estar desgranando todo el tiempo un rosario de cóleras. Esta verdad Reinaldo nunca quiso aceptarla.

La noche que supe que se había suicidado (Orlando Alomá me llamó por teléfono para decírmelo) estuve leyendo hasta el amanecer el manuscrito de su novela El color del verano, que me había enviado desde Nueva York unos días antes, pidiéndome que me encargara de la edición “si algo pasaba”. Y leyendo durante toda la noche me olvidé que había muerto, y varias veces me reí a carcajadas de sus insospechables ocurrencias.

Reinaldo tuvo muy pocos amigos. Quizá cuando ya él se acercaba al final yo fui uno de ellos, aunque eso en realidad no es importante.

Lo vital para mí es que fui por momentos testigo de ese inaudito derroche de energía. De él se puede decir lo que alguien dijo de Roberto Arlt: “No podía uno llegar a ser su amigo, porque no se puede ser amigo de una catarata”.

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Esta entrada fue publicada el 29/07/2012 por en Ensayo.
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