La política de la literatura y lo real: sobre Variedades de Galiano de Reina María Rodríguez
Cuando se podría pensar que el Periodo Especial fue de alguna manera “agotado” a nivel de representación, por la proliferación de textos sometidos a la estética de la decadencia y la precariedad, Variedades de Galiano (Letras Cubanas, 2008) de Reina María Rodríguez [RMR] propone otra mirada. Lo hace desde un cuidado de la escritura y una política de la literatura frente a la ruina, que sobrepasan con creces el tráfico a veces “desquiciado” de otra literatura cubana. Los textos de Variedades… quieren dar cuenta de las dimensiones afectivas y materiales de la “devastación”: ese proceso de desgaste y agrietamiento de los espacios y de los sujetos. Si prácticamente todo discurso producido en el campo literario insular pasa por la sobredeterminación ideológica de la Revolución como marco, entonces cabe reconocer que la fuerza deíctica de Variedades… tiene una gran potencia desestabilizadora.
Variedades de Galiano es un libro compuesto por una serie de textos y de fotografías (el vínculo entre estos dos dispositivos no será tratado aquí, pero es central para la obra), que, en sentido muy general, traza los recorridos y las reflexiones de una voz textual sobre sus relaciones con una parte acotada de la ciudad de La Habana (sus parques, sus tiendas, su gente) y con la escritura. Una de las características que singulariza este libro de RMR en el conjunto de la literatura cubana enmarcable en el contexto del Periodo Especial (ya sea por su datación o por sus objetos literaturizados), es su discurso autorreflexivo o metaliterario. La literatura cubana es poco dada a este tipo de operaciones discursivas, y prefiere colocarse de lleno en las proyecciones de la representación antes que en los territorios conflictuados de la autointerrogación. La primera línea de realización textual impera en la literatura del Periodo Especial, la que, debido a ciertas urgencias o demandas de lo real y a esta falta de hábito a la que aludo, multiplicó relatos sobre la miseria, la ruina, el hambre, el derrumbamiento de un mundo. Sin embargo, Variedades… se coloca justamente en la interrogación sobre la capacidad de representación de la literatura allí donde lo real se presenta arruinado, menguado, disminuido en su esplendor, devastado; quiere inscribir textualmente las implicaciones de esta devastación para la escritura, para la construcción o la supervivencia de una cultura en relación a lo devastado, aun cuando no renuncia a lo representacional mismo. No cabe decir que es un texto ilegible, tartamudo, o anulado, sino que ambos gestos -interrogativo y afirmativo- se entrelazan o se suceden el uno al otro, en un movimiento de fecunda codependencia. Esta es la política literaria de Variedades…, en el sentido otorgado a esta articulación por Jacques Rancière, una reconfiguración de “la división de lo sensible (…) [un] introducir sujetos y objetos nuevos (…) hacer visible aquello que no lo era”, pero mediante la configuración de “un espacio específico, la circunscripción de una esfera particular de experiencia (…) de sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre ellos”. De tal manera, la “estética política” de Variedades… como “proceso de creación de disensos”, y como acto “de subjetivación política que (…) [redefine] lo que es visible, lo que se puede decir de ello y qué sujetos son capaces de hacerlo”, es indistinguible de esta dimensión autorreflexiva, desplegada ‘temerariamente’ allí donde quizá cabría esperar –dadas las recurrencias o estilemas de la literatura cubana del Período Especial- índices de autosatisfacción o ausencia de responsabilidad escritural.
En este sentido, Variedades… exhibe un impudor que lo convierte en un texto, por lo menos, atractivo, a nivel de adscripciones a metarrelatos modernos sobre la teleología de la literatura. Y este impudor remite a la asunción de la escritura como espacio de contención de lo real amenazante, por lo que no cabe aquí ningún complejo de culpa o enunciado justificativo de tal funcionalidad. Frente a pulsiones redentoristas o emancipatorias que marcarían la relación realidad-literatura, RMR coloca el texto en una dimensión conflictuada, que pasa por ver a éste como el dispositivo resistente a lo real, en la medida en que construye un quiebre donde lo real y sus potencias aniquilatorias no pueden penetrar. En esta dimensión intersticial se despliega el poema. Y en tal proceso, al escribiente le es otorgada una posición privilegiada frente al otro, una preeminencia de la que no hay que avergonzarse o disculparse, sino que hay que volver productiva en su potencialidad de simbolización y captura mediada de lo real.
El texto que abre el libro, “Infotur”, es paradigmático en estos sentidos. Una mujer está sentada dentro de una cafetería; toma un café o un jugo que puede pagar en dólares (lo cual, en el contexto cubano, la distingue eventualmente de los demás, aun cuando ella no pierde la conciencia de que de alguna manera pertenece también a ese grupo de fuera); la mujer observa, a través del cristal que la separa momentáneamente de una zona de la realidad, a “un montón de viejos decrépitos (o que van hacia la decrepitud) [que] esperan su turno para comer en el antiguo Ten Cents, ahora Variedades de Galiano” (11). Queda expuesta aquí, desde el comienzo del libro, una serie de nudos discursivos sobre los cuales se articulará la política literaria de Variedades…, tal como he comentado más arriba. La potencia deíctica del libro –su fuerza de señalización de la ruina, espacial y humana- no se agota en aquello hacia lo que apunta, sino que se despliega sobre los límites de su propio discurso y sobre la relación de éste con el otro, y en la construcción de una virtualidad o espacio intermedio (“un intervalo de tiempo”, RMR, 12) que no es necesariamente lo real ni tampoco su negación (una palabra implorada, que “tiene que ver o no tiene nada que ver con él [con uno de los viejos observados por la mujer] ni con el acto que acabo de presenciar”, RMR, 13).
Este acto tiene lugar cuando el viejo, uno de los que esperan en el parque, se acerca al cristal de la cafetería, y allí, en esa frontera, saca sus genitales y los exhibe desafiantemente a la mujer. Entonces, dice el texto, “[l]a poesía está contenida en el estallido que no ocurre en ese límite. Si el vidrio se rompiera y el otro se me abalanzara para entrar, entonces, no habría equilibrio entre los muchos otros y yo. Y la poesía (esa fisura) sería innecesaria. Si me contentara con darle una moneda, si no tuviera (…) un poco de cinismo para soportarlo, no existiría el texto” (RMR, 12). De tal manera, la opción de la que escribe no es presentada como huida de lo que la agrede, sino como construcción de una mediación reconfortante por su doble movimiento de alejamiento e incorporación de lo real. “El poema neutraliza (o cataliza) un sentimiento, una comunicación, un grito. Mediatiza, al prestarme por un instante esa jerarquía de observador que me da la impotencia necesaria para no participar (…) un filón de tiempo, un compás de espera. (…) consumo el espectáculo donde también soy parte (…) pero el sujeto se aleja y el texto queda debajo de mi mano. El texto y el sujeto intimidados ambos por una postura que los enfrenta, sobreviven cada cual a su manera” (RMR, 13).
La materialidad es una dimensión que concierne también a los textos de Variedades… Con respecto al poema mismo, éste será asumido no como sucedáneo de lo real, sino como entidad cuya materialidad provee líneas de resistencia a las violencias constitutivas de esos territorios devastados con los que establece fricciones antes que soluciones de continuidad. “No acaricio los órganos corrugados [los del viejo que enseña su sexo] (…) sólo acaricio unas palabras que aflojaron mi pena (…) liberando mi tensión, porque he preferido la jaula de vidrio del texto, imperativa, sobre la mesa. También él (el texto) es un mapa del manicomio del parque, una tela que se zafa. Una tela llena de remiendos” (RMR, 13). La que escribe, que transita los espacios de la ciudad percibidos a veces como amenaza de disolución, instrumentaliza el texto, y en un gesto que difumina la aureola redentorista de la literatura, lo reifica como arma, máquina, artefacto no lírico indistinguible de la distancia que posibilita: “Uso un palo prestado (…) (una rama partida) para arrancar la lírica flor de la carolina pisoteada hacia el borde, o para defenderme si llegara el caso. Palanca o lápiz que me aleja las cosas (los sujetos), las arranca de cuajo y no me deja morir por inanición” (RMR, 13). El no adscribir los textos de Variedades… al paradigma del poema lírico estructurante de buena parte de la poesía cubana, supone una fuga de un deber ser discursivo y la construcción de una enunciación no coartada por la sentimentalidad insular en sus distintas modulaciones (heroico-declamatoria, de queja y ensimismamiento del ego, o de explícita resistencia ideológica). Estos textos tampoco se dejan colocar fácilmente en un modelo prosaico o narrativo, de manera que la intrincada relación que guardan con la referencialidad viene a ser, a fin de cuentas, otro índice que dificulta su clasificación e introduce índices de incertidumbre a su interior mismo: “El poema, al participar de la propia enfermedad y muerte de cada día en uno, aflora y se expande por las rutinas, ‘murumacas’ y ‘abusos de confianza’ que neutralizan aquello que lo saca a flote y lo provoca a cada rato: la realidad” (RMR, 14).
Variedades… guarda con La fiesta vigilada (2007) de Antonio José Ponte más de un rasgo en común (mezcla e indiscernibilidad de géneros; objetos de reflexión; líneas metadiscursivas). Pero uno de los que más me interesa resaltar es su colocación en una suerte de exterioridad reflexiva (como efecto) altamente productiva. Es decir, ante las demandas de un público y sobre todo de un mercado que pedía determinados comentarios del contexto social cubano del Periodo Especial, sobre todo entrados los años 90, y según las cuales la literatura cubana se reconocía en cuanto tal justamente por una política de la representación que pasaba por la estetización de la precariedad y la miseria, el tratamiento de ciertos temas y espacios medulares (la decadencia de la Revolución como proyecto, La Habana como escenario privilegiado…), los textos de Ponte y RMR optan, no por desatender tales demandas, sino por inscribirlas a partir de esa exterioridad interrogante que pasa antes por el desconcierto, la extrañeza, la duda, la descolocación de textos híbridos, que por los ejercicios presumiblemente contestatarios de la mímesis ficcional. Esta escogencia los hace distinguirse de una superpoblación de escritores cubanos que han tratado esas interpelaciones del mercado, del público, y de lo real en último término (Leonardo Padura, Pedro Juan Gutiérrez, Zoé Valdés, Daína Chaviano, etc.).
Aunque en Variedades de Galiano no se llega al límite de decibilidad ideológica que traspasa La fiesta vigilada, no es tan importante, creo yo, dilucidar si este no sobrepasar tal frontera por parte de RMR tiene causas estéticas o políticas, si tal distinción es posible (lo político, en todo caso, en el sentido de imposiciones de legibilidad y de posibilidades de inscripción discursiva en el campo literario cubano). Interesa más esa ausencia en el texto por lo que muestra, y por lo que apunta. Si, como decía al inicio de la comunicación, prácticamente todo discurso producido en el campo literario insular pasa por la sobredeterminación ideológica de un marco estructurante que llamaremos, a falta de más problematización, Revolución, entonces cabe reconocer que la fuerza deíctica de Variedades… tiene igual potencia desestabilizadora que la de La fiesta… El ahora de Variedades… está poblado por los fragmentos desvencijados de una comunidad fantasmática de sujetos que apenas se sostienen en su integridad, porque dependen de los restos, las sobras, las menudencias escasas de la realidad. El aquí de estos textos señala unos espacios donde se superponen las imágenes de lo ido para siempre. Estas pérdidas son evocadas regularmente, como mantra que interroga el destino de eso que se perdió: un deseo de saber a qué región se marcharon las “glorias”, el esplendor; o sea, las aristas espesas, por variadas, de lo real, frente a la monotonía y la igualdad castrante del presente. La voz textual planta cara a las terribles evidencias de lo que queda después de una guerra no sucedida: ese evento continuo que marca a los sujetos y a los espacios de la Isla; que tiene una dimensión fantasmal o virtual, pero al mismo tiempo indefectiblemente material, y que también atraviesa como tema La fiesta vigilada de Ponte. Y a esa voz de los textos de Variedades… también le concierne, como objeto esencial, la elocuente ósmosis que se produce entre los sujetos que observa (o ella misma incluida en esta otredad que deja de serlo) y los espacios devastados, desmantelados, residuales: “Los lugares dejaron de ser lo que fueron, pero nosotros también: fragmentos, picotillos, ripios. Sólo el signo de una guerra que no ocurrió o donde nada fue conquistado más que la destrucción en sí misma. La destrucción es una capa de polvo o bruma, niebla baja que (…) transita conmigo el pedazo comprendido entre mi edificio y la esquina de San José donde no encuentro (…) nada que merezca enumerarse para volver” (RMR, 110).
Una pregunta como esta: “¿Sobre qué posibilidad de sentir, confiar y escrutar el corazón de los objetos se arma una cultura?” (RMR, 51), que atañe a la relación de la materialidad con los discursos culturales, podría haber presidido, por ejemplo, Las comidas profundas (1997), también de Antonio José Ponte. Los textos de Reina María Rodríguez de una u otra manera remiten casi siempre a la interrogación del acto de escribir en un contexto de precariedad material, de desolación moral, de falta de ataduras a los rituales felices, de manera que algunas reflexiones de Variedades… podrían verse como la continuación metaliteraria de otras equivalentes en Las comidas profundas sobre “las búsquedas sustitutivas” (68) o la metaforización gastronómica forzada (cuando se comía frazada para limpiar el piso o cáscaras de toronja como si fueran carne de vaca): “Asustada (…) de lo que hubiera sido potencialmente nuestro paladar en condiciones normales. Asustada por las sustituciones hechas cuyo producto final nunca sabré con qué fue compuesto. ¿Hubiera escrito menos? ¿Hubiera escrito mejor? ¿Me hubiera fijado en los detalles, en las trivialidades?” (RMR, 51).
Para terminar, quisiera sólo apuntar algo que merece reflexión más detenida. Y es la relación entre la multitud y lo singular que emerge de los textos de Variedades… Allí donde otras configuraciones filosóficas ven en la multitud lo contrario del pueblo o la “pluralidad”, el “conjunto de singularidades que actúan concertadamente en la esfera pública” o “un modo de ser abierto a desarrollo contradictorios” (Paolo Virno, Gramática de la multitud, 19), el universo de Variedades… muestra una instancia a la que pendularmente se adscribe la voz textual como perteneciente o extraña, pero que está marcada por la desactivación, la incapacidad de agencia, el agotamiento de su potencial productivo de vida: una comunidad de la muerte que es, también, amenaza de disolución de lo individual y lo singular, y horizonte de mismidad letal que impide la visibilidad de la diferencia. Cierro con un momento del libro de RMR en el que se inscribe desgarradoramente esta multitud: “Las posiciones de los cuerpos también cambian (…) con mandíbulas sueltas que hacen pensar en un campo de trabajos forzados, más bien, de descanso forzado. (…) Almas secas, desvencijadas, rotas, que no saldrán de la zona ofrecida hasta la muerte. Almas dormidas, lentas, calcificadas, que no podrán rendirse a estar así. Busco una singularidad, algo que ver, algo apetitoso, ¡pero no hallo nada!” (RMR, 128).