Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Ante «El Barranco» de Nivaria Tejera

ARMANDO VALDÉS-ZAMORA

 

Todo acontece en esta isla como un rechazo.

Nivaria Tejera
(Para buscar otro nombre al amor)

 
Bifurcaciones

Este invierno de 2016 ha fallecido en París la cubana Nivaria Tejera. Deja una obra singular esta escritora, como su vida. Una obra que incluye la poesía y la novela, que entremezcla y confunde géneros a través de una escritura y un universo ficticio extremadamente personales.
  Por momentos desigual, es cierto, pero original y, sobre todo, auténtica, la obra de Nivaria. Su vida, sus libros y su personalidad, aparecen marcadas por la extrañeza. Poseía todo Nivaria para ser ignorada, para no dejarla entrar al baile de los aplausos públicos y las medallas. Estoy seguro le costó esfuerzos lo que aceptó alguna vez. Intentó hacer lo que otros consideran debe hacer un literato público: participó en concursos, envío manuscritos, se dejó homenajear, y todos esos consuelos evidentemente ajenos a las espirales de su espíritu, quizás formaran parte, sin saberlo, de las respuestas que buscaba al propio ejercicio de la literatura, de sus compensaciones.
  Pero en ella era más fuerte y leal el instinto de apartarse y escribir lo que nombrara “su deriva caótica”, a través de “lo intuitivamente percibido” que origina “tentadoras bifurcaciones”. Caos e intuición. Bifurcaciones. Un caos incesante reina en sus páginas. Un ojo, un oído, y sobre todo, una consciencia asocia percepciones tan dispares como indescifrables.
  Ahora sabemos que la ruptura de su visión de la realidad se origina en la confrontación de una niña con la Historia. En la perplejidad de un testigo que memoriza y registra fragmentos de imágenes de una guerra en la cual las principales víctimas son su propio padre, la niña absorta y angustiada, y la ruptura de un orden que impone una dispersión, a la larga, irreversible.
 

Cierto aislamiento que practico está sustancialmente ligado a aquella supervivencia impuesta y tan a menudo son una misma exigencia. Hay una animalidad en la soledad como hay una animalidad en la locura, citando a Foucault.
 

Así explica Nivaria en una entrevista a la poetisa Belkis Cuza Malé, las correspondencias entre el traumatismo infantil de la guerra y la alienación de su existencia. Es en su novela El Barranco donde Nivaria comienza a narrar esta ruptura que aparecerá con el tiempo como una nefasta profecía nacida de sus relaciones con la historia política de su época.
  Aunque en el año 1954 José Lezama Lima había publicado en la revista Orígenes el capítulo IX, la novela fue publicada primero en Francia en 1958, y más tarde en Cuba, el 15 de mayo de 1959.
 

Una novela dentro de la infancia

El Barranco es la narración, en forma de fragmentos, de una niña (Chibita) que vive en un pueblo de islas Canarias (La Laguna) cuando arrestan a su padre republicano en plena guerra civil. La novela es auto-ficción porque en ella Nivaria rememora sus años en esta isla española en la cual viviera hasta 1944. Pero no es (no puede ser) un relato de niño ni infantil, sino el resultado del gesto de un adulto que vuelve sobre los hechos más traumáticos de su infancia.
  El libro no recoge memorias escritas desde la vejez como despedida, sino lo contrario: un acto de iniciación a la narrativa por un lado, un punto de partida que se funda y explica en un traumatismo de la infancia.
  De ahí que El Barranco comparta una dualidad fundadora: la existencial y la poética. Lo contado podría explicar a la vez la práctica social del escritor y su estética, funciona como la génesis de toda una obra y la patria de una errancia que Nivaria siempre asociaría a la fuga de tres dictaduras: la de Franco, la de Batista y la de Castro.
  Siguiendo una idea de Alexandre Gefen, El Barranco sería una novela dentro de la infancia. Dos hechos impiden que existan dudas de la autenticidad de esta escritura y de esta categorización genérica. El primero es evidente; se trata de la intensa novela de una niña que pudiera funcionar (a pesar de su ausencia de datación) como un diario íntimo. La segunda es la escena del relato. No se trata de novelar aquí ni una infancia formadora, ni de evocar un paraíso perdido, sino de ver, sentir y escuchar, desde el interior de la inocencia, una guerra:
 

Hoy empezó la guerra. Tal vez hace muchos días. Yo no entiendo bien cuándo empiezan a suceder las cosas. De pronto se mueven a mi alrededor y parecen personas que conocía desde antes. Para mí, que no sé pensar, la guerra empezó hoy frente a la casa del abuelo.
 

El dramatismo de lo narrado suprime la distancia crítica o la lejanía del sujeto. Aunque el contenido del relato sea la narración de la infancia, la memoria aludida no es una memoria feliz.
  El espacio es un terreno conflictivo en El Barranco, suprime todo idilio y provoca una disimetría entre el sujeto y el mundo, una temprana ruptura que explica tanto la existencia misma del libro como el registro de esa mirada retrospectiva a través de la escritura del adulto. Este procedimiento se asemeja en cierto modo al empleado por Stendhal en Vie de Henry Brulard (1835-1836): el tiempo de lo narrado es inmediato y no reconstituido de manera artificial.
  La tragedia se cuenta desde lo más íntimo y auténtico sin tener que adivinar quién la escribe. Ese signo de intimidad terminará siendo el privilegio de una escritura y una visión del mundo expuestas en libros posteriores a El Barranco.
  Pocos se han detenido a interpretar la significación del título de esta primera novela de Nivaria. La referencia al barranco aparece relacionada siempre en el texto con el lugar inhóspito donde se encuentra la cárcel del padre.
 

La única forma de expresarnos entre nosotros es el silencio. Es desesperante estar inmóviles dentro de la casa mientras sigue lloviendo y siguen también los fúsiles arañando las ventanas y continúa a lo lejos ese ruido que puede ser el corazón de papá cayendo al barranco
(…)
El corazón de papá que estaba allí recostado ya no está, ya no está. Nos van a encontrar, corramos, corramos. En el barranco tenemos que escondernos. Allí está el hoyo, el guardián, la neblina. Nos haremos los muertos. Ven, más al fondo, más, más al fondo.

 

La imagen del barranco aparece como una percepción espacial que antecede a la imagen mental. La desolación de la niña ante este vacío revela también un traumatismo psíquico y una ruptura con la realidad por la carencia del padre que se representa por esta figura de espacio, no lejana a la caverna y sus simbologías: un lugar profundo y confinado que recuerda un retorno al origen maternal, un antro primordial. Un lugar paradójico de caída y de refugio que parece condenado a abrirse e imponerse ante la conciencia de la escritora hasta el final de sus días.
  Por otra parte, el lector de El Barranco no pone en dudas la autenticidad de los hechos por la autoridad de quien habla. Al ser una niña quien se expresa en un monólogo que pretende ser lo que Gérard Genette llama discurso inmediato, el balbuceo y la confusión que impide nombrar u opinar como un adulto, suprimen toda sospecha. El discurso no aparece organizado por un autor que describe una consciencia, sino por la propia consciencia descrita, anterior a todo discurso lógico, como explicaba Édouard Dujardin el iniciador de ese recurso con Les lauriers son coupés publicado en 1887.
  Es precisamente ese punto de vista de la narración la principal sorpresa y hallazgo de este libro. Apropiándose de las dos ganancias expresivas del monólogo interior, es decir, de la atención a los detalles que atraen a la percepción humana y la reproducción de pensamientos, imágenes e impresiones de la conciencia; se contrastan la inocencia y la violencia. La idea de escuchar en la voz de una niña el relato de la guerra que no delata la presencia del adulto que escribe, distingue e inscribe en la historia escrita del imaginario cubano el título de El Barranco.
  El testimonio en primera persona suprime la distancia entre la voz del adulto escritor y la de su infancia. Hay en estas confesiones une fidelidad al movimiento mismo de la anamnesis, se pasa de la autobiografía a la encuesta de sí mismo. La fecundidad de la introspección se infiere del acto mismo asumido: yo, que fui esa niña, soy la única en poder conocerme y lo que descubro en mí y en mi conciencia, al escribir, importa también a los demás.
  El texto aparece como una identidad narrativa, el lugar donde se entrecruzan la Historia y la ficción, la consciencia y la realidad, una realidad en lo adelante siempre agresiva y ajena, a la cual, la autora, nunca más podrá describir de manera realista.
  El Barranco marca la imaginación literaria cubana por estas revelaciones. Pero lo decisivo en su trascendencia (en una lista personal he puesto a El Barranco entre los 20 mejores libros cubanos del siglo XX), es el empleo del lenguaje en este libro.
  Hay una voz inconfundible en El Barranco. Una áspera extrañeza salta de sus páginas cuando uno avanza en su lectura. Una extrañeza que se escucha como la sorprendente voz de una niña a la vez lúcida y desgarrada. Se me ocurre que es esta voz y su dicción lo que crea un estilo en sí, la que acompaña, desnuda y despiadada, cada fragmento o fresco que registra el desconsuelo de la niña que no puede escapar a las circunstancias ni salvarse con su padre:
 

Hoy he venido con papá a conocer el mar del puerto. El mar respirando en el muelle ancho. (Fíjate cómo rueda hasta allá. Si nosotros pensamos hasta allá, también rodaremos. Papá, has de sentirte en el muelle ancho y libre como él. Por eso me vestí de lino, para estar contenta, y dije de venir al mar.)
(…)
Papá, ha sido una buena tarde porque tú estás libre.

 

Así comienza el capítulo 8 de El Barranco. La narración intercala un monólogo dirigido al padre. El mar es la libertad que se puede alcanzar, junto al padre, por el pensamiento. La felicidad, nos dice la niña, depende de la libertad. Se puede afirmar que los libros de Nivaria se generaron a partir de la alternancia de imágenes como ésta y la del barranco, en las cuales la felicidad real es sólo una tregua, o la imaginación de algo inalcanzable, como el mar.
 

La forma de las sensaciones

Contrario a lo que ha afirmado cierta crítica apresurada, nada prueba que Nivaria Tejera haya leído o conocido el Nouveau roman francés durante la escritura de El Barranco. No importa si a veces uno debe contradecir hasta al propio escritor. En una entrevista que le hiciera el poeta y editor Pío Serrano para la revista Encuentro, Nivaria afirma que; «al llegar a París en el 54, recogí y asimilé, con la óptica intuitiva que la cultura me procuraba, algunas experiencias de la narrativa francesa contemporánea, en particular el nouveau roman».
  Si nos limitamos a cómodas referencias cronológicas, basta recordar que después de haber vivido desde 1944 en Cienfuegos, Nivaria se muda a La Habana en 1949. Tras la publicación de varios poemarios (Luces y piedras de 1949, Luz y lágrima en 1951 y La gruta en 1952), es la muerte de su padre en Cienfuegos en 1956 el hecho decisivo que la motiva a escribir la novela.
  La publicación del capítulo IX –el libro posee sólo tres más, es decir XII- en Orígenes se produce el mismo año (1954) en que Nivaria parte con el poeta y pintor Fayad Jamís a París. En ese momento, es cierto, ya Nathalie Sarraute ha publicado su clásico Tropismes (1939) que Nivaria reconoce haber leído unas seis veces seguidas en su momento. Pero nada permite asegurar que sea antes de terminar El Barranco cuyo manuscrito ella lleva en París a Claude Couffon en 1955.
  Otro detalle importante: la calificación de nouveau roman aparece teóricamente explicada sólo en 1963, fecha en que se publica el ensayo Pour un nouveau roman de Alain Robbe-Grillet, uno de los principales representantes de esta escuela literaria, junto a Nathalie Sarraute, Claude Simon y Michel Butor.
  Visto de manera general, la escritura de El Barranco se integra genéricamente a una tradición modernista de la literatura que busca romper con el realismo. El empleo del monólogo y de un lenguaje cercano a las asociaciones poéticas, acentúa ese efecto, en este caso típico en los relatos de infancia.
  La argentina Sylvia Molloy en su libro Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, asocia, sin embargo, la fragmentación de un libro como Cuadernos de infancia de Norah Lange con la vanguardia europea. No creo que éste sea el caso de Nivaria Tejera en su primer libro porque sus influencias parecen bastante confusas y opacas en la época. La curiosidad de su juventud, la relación con Jamís, y la amistad con los poetas Heberto Padilla, Luis Marré, Pedro de Oráa, Rolando Escardó y el surrealista José Álvarez Baragaño, más el contacto habanero con el grupo Orígenes, dan algunas pistas, pero pocas precisiones sobre las fuentes de sus lecturas.
  Sorprende que (al igual que ocurre con Severo Sarduy) mucho se especule de manera superficial sobre la naturaleza de los contactos con la lengua francesa y su literatura, a la hora de exponer los ciclos narrativos posteriores de Nivaria Tejera. Porque no basta con la experiencia vital en otro espacio lingüístico para asociar ese momento de manera definitiva a la asimilación de une estética.
  Es eso que Philippe Lejeune ha nombrado como una ideología autobiográfica lo que subyace en este texto inicial de Nivaria Tejera, lo emparenta con la poesía anterior de la autora, pero lo hace diferente a los libros que seguirá escribiendo ella hasta su muerte. Es de notar, sin embargo, que al insistir en describir estados e intuiciones más que hechos y tramas en las obras escritas más tarde, no hay una ruptura total con la forma en que se narra la mirada de una niña en El Barranco.
  La voz de El Barranco sorprende por la auténtica lejanía del adulto que escribe, pero esta separación no dispersa su identidad como personaje del relato. Hay en esta estrategia de lejanía una proximidad a la poesía que no debe asimilarse a la dispersión de la identidad de los personajes como ocurre en el nouveau roman.
  Es evidente que en esa intención permanente, desde el inicio de su obra narrativa, de dar prioridad a las percepciones y a una voz diluida en un texto sin cronologías y con personajes también imprecisos? subyacen las marcas que han llevado a la crítica a identificarla con el nouveau roman.
  Lo cierto es que, cada vez que uno lee a Nivaria Tejera, cree verla como una niña que despierta demasiado temprano al mundo, desconcertada y nerviosa, lanzando palabras e imágenes como si mirara hacia un sitio imposible de alcanzar, para no caer o ir a esconderse, al barranco invisible que la acosó durante toda su vida.
 

Un café de Saint Germain y una calle de Santa Cruz de Tenerife

Sentados en un café de Saint Germain des Pres, a principios de siglo, un grupo de amigos acompañaba a Nivaria después de un homenaje que se le hiciera en la Maison de l’Amérique latine. Aproveché la ocasión ese día para hablar una vez más con ella. El timbre de un teléfono interrumpió nuestro diálogo, y Hanton, el pintor español que viviera con la escritora una buena parte de su vida, le dio una noticia que no pude escuchar.
  Fue entonces que Nivaria se dio vuelta hacia mí para hacerme un reproche:
  -Mira, nunca has escrito nada sobre El Barranco como me habías prometido, y ahora mismo me están diciendo que acaban de ponerle mi nombre a una calle de Tenerife, ¿qué te parece?
  Yo le había contado a Nivaria que tuve mis primeras noticias de ella cuando me ganaba la vida como bibliotecario en Cienfuegos, la ciudad de Cuba donde ella naciera. En una tarde de sudorosa abulia había descubierto sus libros en la llamada Sala de libros raros, el único espacio con aire acondicionado de la Biblioteca Provincial. Allí se alineaban y protegían sus libros por pertenecer al patrimonio de la cultura local. Me inicié en su lectura de tregua en tregua, en los paréntesis en que me refugiaba del calor, y soñaba con escaparme a vivir a otras geografías donde, según se decía en las notas biográficas, vivían ahora Nivaria e infinidad de otros autores insulares.
  Supe después que Nivaria llevaba a cuestas ese tipo de carácter a la vez huidizo, desorientado y mordaz que uno identifica enseguida con resignación en ciertas personas talentosas que deambulan por regiones paralelas a la realidad. Por eso había tomado mis medidas antes de ir a conocerla personalmente.
  Unos meses antes de nuestra conversación en el café de Saint Germain, un amigo común, el escritor Juan Arcocha, nos había presentado al mediodía de un domingo. Juan le había hablado de mí como de un admirador llegado hacía poco de Cuba. Nivaria nos invitó a almorzar a su casa y me hizo un regalo: el dossier con la crítica publicada, a lo largo de muchos años, sobre El Barranco. Le prometí entonces que escribiría algo acerca de la novela. Pero los agobios que me provocó la escritura de mi tesis sobre Lezama en la Sorbona y otros accidentes, me impidieron cumplir en aquella época con lo prometido.
  La calle Nivaria existe, se puede recorrer o ver en un mapa. Se extiende poco más de cien metros al centro de Santa Cruz de Tenerife. Al igual que otra calle en Madrid que lleva el nombre de su padre Saturnino Tejera. Las palabras anteriores, cumplen, por mi parte, la promesa que le hiciera a Nivara en París, aquella tarde de domingo en que almorzamos juntos en su casa. La cuenta está saldada.
 

Armando Valdés-Zamora (Foto cortesía del autor)

Armando Valdés-Zamora
(Foto cortesía del autor)

Armando Valdés-Zamora. Doctor por la Universidad de la Sorbona con una tesis sobre José Lezama Lima. Es Profesor Titular de la Universidad París Este donde dirige un Master sobre América Latina. Ha publicado la novela Las vacaciones de Hegel (2000), los poemarios Libertad del silencio (1996) e Imaginarias de un velero sugerido (2010) y numerosos artículos y ensayos sobre la literatura cubana principalmente en Francia.

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Esta entrada fue publicada el 09/06/2016 por en Ensayo.
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