Nunca pensé que en una peluquería se decidiera el curso de mi vida. Es un dilema que ya ha llegado a su paroxismo, es recurrir al manido monólogo de Hamlet To be or not to be. En este caso no se trata de una lucha de mi voluntad contra el destino imponderable, sino de escoger entre complacer a todo el mundo o estar conforme con mi existencia. Podría ocultar mi pelo con uno de esos mágicos cosméticos que aparecen siempre en las revistas, podría mojarlo en el baño de la oficina antes de que ella pase, pero no se trata de eso, el dilema está en ser capaz de no negar que me gusta tener el pelo largo, que todo ese afán por aparentar ser un joven lleno de prejuicios, de mis modales conservadores, de mis ataques a la prensa liberal, a las películas llenas de erotismo, al modo desaliñado de esta nueva adolescencia que nada sabe de autoritarismo y disciplina, que todo eso no es más que una especie de reflejo condicionado, una imagen creada convenientemente para triunfar en el mundo estético que tanto me importa, ese que nos hace cómplices de nuestra propia inconformidad, y a la vez, nos da la garantía de ser considerados alguien con éxito.
Repasando mi infancia, descubro que desde niño me encuentro en este dilema, pero en esa etapa de mi vida, decidían otros por mí; porque la importancia de tener o no el pelo largo siempre fue la misma. Recuerdo que los padres de Osmany eran tildados como descuidados y tantas otras cosas, ya que en siete años, jamás le habían hecho un corte de pelo a su hijo. Yo lo envidiaba por aquello, deseaba unos padres tan indiferentes a la opinión ajena como los de él. Años después, supe que lo hicieron por una de esas rudas promesas a San Lázaro, que a veces se hacen a costa de la vida de otros en mi país. Descubrí entonces que también Osmany fue víctima de la voluntad ajena; tal vez él deseaba esos rigurosos pelados a la malanguita que tanto me horrorizaban.
Ayer, indagando entre viejas fotos, he sentido lástima de mí, realmente parecía un preludio de recluta, una caricatura de soldado o algo por el estilo; pero el propósito se lograba con la aceptación de todos. Está pelado como un hombrecito, solían decir, y siempre me he preguntado ¿Qué coño tiene que ver ser o no un hombre con el pelo? ¿No hay acaso calvos maricones?. Una vez le dije esta teoría a alguien, y la refutó diciendo que lo más importante en la vida era la impresión externa. El mundo vive de apariencias, me dijo; nunca quise asimilar esas palabras, pero el hecho de no hacerlo me trajo tantos problemas que terminé tomándolas como un dogma. De eso se encargaron poco a poco, todos los que establecían un parámetro de conducta en cada paso. Primero, en la secundaria básica, era necesario no ser rechazado un día de clases por mi pelo largo, si esto ocurría, no dejarían jamás de tacharme de irresponsable, y siempre, con el anhelo de ser alguien, me cuidaba a fuerza de sacrificio de cualquier mancha en mi expediente de estudiante.
Creí que con los años lograría el derecho a ser más libre, que con el tiempo, todos entenderían que ya no era necesario formarse a la imagen y semejanza de un patrón diseñado para mí, que a los dieciséis años, ya estaba lo suficientemente maduro, como para que el largo del pelo fuera capaz de cambiar mi mente, sin embargo, fue en esta etapa de mi vida cuando conocí a la vieja Alejandra. Dijeron que era algo así como un hada madrina en el pre-universitario ubicado en el campo, era ella quien cosía la rotura de mis pantalones, quien colocaba otra vez cada botón descosido, pero a la vez, era una especie de fiscal buscando la condena para todo aquel que osara dejarse los cabellos más largos que lo permitido, al descubrirme oculto detrás de una puerta, ocurría un cambio en ella, una de esas transiciones asombrosas y radicales, algo así como pasar de ser una Teresa de Calcuta a un Torquemada tropical.
Un día me llevó casi a rastras, desde un aula hasta el lugar de la escuela donde habitaba; era una especie de santuario. Allí estaba su máquina de coser Singer, su pequeño botiquín de enfermería, y el sillón de peluquería esperando como un moderno patíbulo.
Aquella infeliz mujer, teniendo la convicción absoluta de que hacía un bien, dejaba sobre mi cabeza uno de los peores cortes de pelo que he recibido en mi vida. Ni los pelados a la malanguita de mi madre tenían comparación con aquello. Eran tijeretazos disparejos, violentos. Tal parecía que tuviese el afán de convertir tu rostro en lo más repulsivo posible, y lo peor de todo, era que a veces lo lograba.
Años después, cuando comencé a trabajar, oculté el primer día mi pelo largo detrás de las orejas ¿a quién se le ocurre esto en las oficinas de un centro de reclutamiento?, era algo irónico, absurdo; y realmente nada tenía que ver esa actitud con convicciones. Me veía tan distinto con mis largos cabellos, creo que la mejor definición que podría dar un sicólogo, era que me creía más seguro. Al pelarme, me sentía como si caminara desnudo por la acera.
Hoy parecen más lejanos esos años, hoy parece más distante aquel país, y sin embargo, me encuentro en el mismo dilema. Rendir la voluntad a mis deseos, equivaldría a quitarme la corbata y renunciar con placer a un corte profundo de mi pelo. Ella, la nueva dueña, ha dado la orden en forma de pregunta ¿cuándo te vas a pelar?, dijo. No hacerlo, significaría volver a empezar, y después de tantos golpes, si has sentido dolor, esto quiere decir que no se tiene madera de héroe, de todas formas, nadie es totalmente dichoso, y con el pelo largo, sólo podría trabajar eternamente en una factoría. Ya ha llegado mi turno para pelarme, creo que nunca más debo pensar, dudando, en estas cosas.
Rodolfo Martinez Sotomayor
(Foto de Eva M. Vergara)
RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR (La Habana, 1966). Ha publicado los libros Contrastes (La Torre de Papel, Miami, 1996), Claustrofobia y otros encierros (Ediciones Universal, Miami, 2005I), la compilación de textos Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido (Editorial Silueta, Miami, 2006) y Tres dramaturgos, tres generaciones (Editorial Silueta, Miami, 2012). Cuentos suyos han sido incluidos en recopilaciones y antologías como Nuevos narradores cubanos (Siruela, Madrid, 2001), traducido al francés por Edition Metalie, al alemán por Verlag, y al finés por la editorial Like, Cuentos desde Miami (Editorial Poliedro, Barcelona, 2004), La isla errante (Editorial Orizons, París, 2011), Cuentistas del PEN (Alejandría, Miami, 2011), Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Su cuento Encuentro fue traducido al húngaro por la revista Magyar. Algunos de sus poemas aparecen en las recopilaciones Poetas del PEN, (Ediciones Universal, Miami, 2007), La tertulia (Iduna, Miami, 2008), y La ciudad de la unidad posible (Editorial Ultramar, Miami, 2009), traducida al inglés por la misma editorial. Ha publicado críticas de cine, de literatura, de teatro, artículos de opinión en revistas y periódicos como: Carteles, Diario Las Américas, Encuentro, El Nuevo Herald, El Universal. Fundador y Presidente de la Editorial Silueta; codirector de la Revista Conexos.
Jajajaja me acuerdo de la malanguita, que feo se veían los chicos, mejor eran barbudos y con pelo largo, muy «hipis». Gracias Rodol me transportaste.
ya ves ,Rodolfo no hay escape