En la mañana del sábado 2 de abril, con el batallón de Milicia formado en atención frente a la ceiba del parque, y sin una sola alusión a la fundación del pueblo, daría comienzo el acto propuesto por el capitán Arteaga para, cumpliendo la orden del coronel Rodolfo, elevar la combatividad revolucionaria de los habitantes de Hormiguero del Campo.
Toto, el jardinero del parque, estaba desde las seis, como todos los días desde que tuvo uso de razón, regando las buganvilias y desyerbando los canteros de mariposas. Acostumbrado como estaba a conversar con las plantas, regañar a las que comenzaban a dejar caer sus hojas marchitas y elogiar a los bejucos que reverdecían después de un injerto, apenas notó que la gente del pueblo comenzaba a llegar en grupos y se detenían junto a la glorieta donde colgaban las campanillas blancas, moradas y amarillas. Después de todo, él estaba allí para hacerse cargo de los canteros, no para saludar a la gente que llegaba. Así había sido siempre, desde que su padre era el encargado del parque, y los llevaba a él y a sus hermanos mayores para que lo ayudaran a podar las enredaderas. Porque Toto fue el más chico de la familia Prieto. Su madre, la difunta María de la Concepción del Sol, le hizo honor a su nombre: todos los años concebía un hijo, y ya iba por los once partos cuando quedó embarazada de Totico. Como andaba por los cuarenta y dos años, confundió los malestares de la preñez con los de la menopausia, de modo que cuando estuvo consciente de su estado, ya iba por el cuarto mes de gestación y no tuvo tiempo de interrumpir el embarazo como había estado haciendo por los últimos cinco años. El viejo Laureano Prieto se alegró, como siempre que su esposa le anunciaba la próxima llegada de un nuevo miembro de la familia, repitiendo el gastado refrán que rezaba: “cada niño viene al mundo con un pan debajo del brazo”. Mamá Remigia, que así le decían a la comadrona del pueblo en aquel entonces –faltaban muchos años todavía para que doña Pura asumiera esa función–, no más le echó una mirada a la panza inflada de María de la Concepción, le aseguró que esa vez sí vendría la tan esperada niña. De modo que, cuando llegó la hora del parto, una madrugada en que el viejo Laureano desyerbaba unos viveros en el patio, ayudado por dos de sus hijos, todos esperaban recibir a una hembra que llevaría el nombre de Remigia de la Concepción, en honor de su madre y de la partera. En el momento en que la parturienta pujaba con todas sus fuerzas para expulsar el fruto de sus entrañas, Laureano estaba enfrascado en una interminable discusión con Yayo, su hijo mayor, por la identidad de un retoño pequeñísimo, verde brillante con matices naranjas y violetas, que acababa de descubrir en un cantero.
“Es manto”, porfiaba Yayito.
A lo que el viejo replicaba por tercera vez:
“No parece, te digo que es croto”.
La porfía se había alargado por espacio de varios minutos cuando Totico se asomó por entre los muslos de su madre, haciendo exclamar a la comadrona:
“¡Otro macho, María! ¿Cómo le ponemos?”
En ese momento se escuchó la voz de Laureano que, cansado de que le llevaran la contraria, gritó a todo pulmón:
“¡Es croto, coño!”.
“Ya lo oíste, comadre”, dijo Remedios. “El niño se llamará Escroto”.
Inútiles fueron todos los esfuerzos del cura del pueblo para convencer a Laureano de que no podía bautizar al niño con tan extraño nombre.
“Además, Laureano, de que no está en el santoral, no puedes llamar a tu hijo del mismo modo que se llama a lo que tienes entre las piernas, hombre”, decía el buen hombre.
Pero Laureano veía por los ojos de su mujer, y si a ella le había gustado ese nombre, mejor ni hablar. Así se llamaría. Sólo que lo bautizaron como Remigio de Jesús, para que tuviera un nombre cristiano. Pero eso sí, en la inscripción de nacimiento quedó plasmado el nombre que le marcaría de por vida: Escroto Prieto del Sol. Toto se le quedaría finalmente, gracias a su hermana. Porque María de la Concepción volvió a quedar embarazada cuarenta días después del nacimiento de su hijo menor, y esa vez sí vino la ansiada hembra, Remigia de la Concepción, quien al decir sus primeras palabras, imposibilitada de repetir el enrevesado nombre de su hermano, le impuso el diminutivo de Toto, salvándolo para siempre de la vergüenza de presentarse ante sus amigos con el absurdo nombre que le designó el azar.
“¿Mucho trabajo, Prieto?”.
El jardinero levantó la vista y vio al doctor Porfirio Mendoza parado frente a él mientras absorbía el humo de un habano acabado de encender. El doctor era una de las pocas personas del pueblo que conocían su verdadero nombre, pero fuera por pudor o por discreción, el caso es que se había acostumbrado a llamarlo por su apellido.
“Más o menos como siempre, doctor. Y usted, ¿cómo anda?”.
“Aquí, esperando la fiesta”, contestó Mendoza mientras tomaba asiento en uno de sus bancos favoritos, justo debajo de la ceiba.
“¿Qué fiesta?”, preguntó Toto con cara de asombro, como si acabara de percatarse de lo concurrido que estaba el parque a hora tan inusual.
“¡Caramba, chico! La verdad es que tú vives en Babia… Todo este alboroto es por un acto que van a hacer los milicianos”.
El jardinero miró a su alrededor y vio que, efectivamente, la mayoría de las personas que estaban en el parque vestían el uniforme de la Milicia: pantalón verde olivo, camisa de mezclilla azul y boina negra. En la glorieta dos hombres, también uniformados, habían colocado una improvisada tarima y probaban el funcionamiento de un micrófono, conectado a dos enormes bocinas a ambos lados del podio. Al fondo de la tarima que serviría de tribuna colgaba un cartel, atado a las columnas laterales de la glorieta, con una frase del Gran Comandante: “Esta revolución es del pueblo”. Desde la esquina aledaña a la iglesia se aproximaba una larga fila de escolares, portando ramos de flores y ondeando banderitas de papel rojinegras y tricolores. Ya se podían escuchar, desde donde conversaban el jardinero y el médico, las consignas que venían coreando: “¡Paredón pa’ los gusanos, paredón! ¡Cuba sí, yanquis no!”.
“Lo único que me faltaba. Usted verá cómo me van a dejar el parque los vejigos… lleno de papeles. Cuando se cansen de aguantar las banderitas las van a tirar en el césped, para que después tenga que venir yo a limpiarlo”.
El doctor Mendoza se encogió de hombros, como dándole a entender al jardinero que nada se podía hacer para evitar el desastre que se avecinaba.
Mientras tanto, el batallón de Milicia se formaba en atención frente a la glorieta, obedeciendo la orden de Juan Pedro Solano. El capitán Arteaga se acercó al podio, seguido del teniente Urquiza y el comisionado Rentería, justo antes de que comenzaran a sonar las notas del Himno Nacional. El murmullo de la gente dio paso a un respetuoso silencio. La mayoría de los hombres del pueblo, que llevaban sombreros de yarey, se descubrieron la cabeza, y Porfirio Mendoza se puso de pie, al igual que las otras personas que hasta entonces habían estado sentadas en los bancos. Una vez terminado el himno, volvieron a escucharse las consignas coreadas por los niños, pero cantadas con una tonada alegre y pegajosa:
Si las cosas de Fidel
Son cosas de comunista
Que me pongan en la lista
Que estoy de acuerdo con él.
Cuba sí, Cuba sí
Cuba sí, yanquis no…
“Batallón, ¡atención! En su lugar, ¡descansen!”.
Era Solano, que tuvo que esperar varios minutos hasta que los niños fueron bajando la voz, los gritos se convirtieron en un murmullo y poco a poco se hizo silencio.
“Tiene la palabra el compañero capitán Lorenzo Arteaga, jefe de operaciones del Ministerio del Interior en el sector de Hormiguero del Campo”.
“Compañero comisionado”, comenzó diciendo el capitán Arteaga.
“Compañeros representantes del pueblo uniformado, compañeros del Ministerio del Interior. Nos hemos reunido para destacar la patriótica actitud de un compañero miliciano que supo dar el paso al frente y participar en forma destacada en todas las tareas de la defensa contra nuestros enemigos contrarrevolucionarios y agentes pagados por el imperialismo yanqui”…
“Esto va para largo”, pensaba Porfirio mientras encendía otro habano.
“Nuestras Milicias, codo a codo con los combatientes del Ministerio del Interior y del glorioso Ejército Rebelde, han formado un escudo impenetrable contra el cual se estrellan todos los intentos imperialistas y contrarrevolucionarios por destruir las conquistas del pueblo trabajador”…
El doctor Mendoza se removió en su asiento bajo la ceiba, con deseos de irse para no tener que seguir escuchando el discurso. Pero tenía mucha curiosidad por saber en qué iba a parar el acto, así es que decidió quedarse un rato más.
“…bajo la dirección de nuestro Comandante en Jefe”…
Aquí el capitán Arteaga tuvo que hacer una pausa, para esperar que cesaran los gritos de “Fidel, Fidel” que coreaba la multitud.
“…seguiremos de pie trabajando, produciendo y con el fusil al alcance de la mano. Porque de rodillas sólo nos pondremos una vez, y será ante la tierra cubana que guarda veinte mil muertos para decirles: hermanos, vuestra sangre no se derramó en vano, la revolución está hecha”.
“Eso ya yo lo había oído antes en otra parte”, se dijo Porfirio.
“Estas frases del inolvidable Camilo nos sirven de guía para alcanzar la victoria definitiva, cuando el hombre deje de ser el lobo del hombre y podamos construir una sociedad más justa en que todos sus hombres, mujeres y niños sean patriotas ejemplares como éste al que hoy, en reconocimiento, hacemos entrega de esta pistola que sabemos portará dignamente, y con la que disparará todos sus tiros, hasta el último, contra nuestros enemigos. Hasta el último no, porque el último, lo sabemos, lo disparará contra él mismo antes que entregarse o rendirse a esos vendepatrias y agentes imperialistas. Batallón, ¡atención! Compañero Gabriel Arcángel Buenaventura, ¡frente y centro, march!”.
Al oír el nombre del hijo de Purita, el doctor se levantó de golpe, justo al tiempo que las bocinas comenzaban a dejar escuchar las notas de un himno.
“Coño, ¡ésa es La Internacional!”, dijo el doctor en alta voz, sin poder disimular su sorpresa.
La gente aplaudía entusiasmada, dándole vivas al nuevo héroe y gritando consignas revolucionarias, mientras el jardinero se empinaba en puntas de pies para tratar de identificar al homenajeado.
“Yo no veo nada, doctor”, decía.
“Qué vas a ver, Prieto. Es Gabriel Arcángel, el enano. Hay tanta gente que no se puede ver”.
El hijo de doña Pura, después de colocarse la pistola en una canana que se ajustó a la cintura, se acercó al micrófono para decir unas palabras. Solano, al darse cuenta de que el micrófono le quedaba demasiado alto, se apresuró a bajarlo a la altura de su rostro.
“Compañero capitán”, dijo Gabriel Arcángel. “Puede tener la seguridad de que esta pistola será bien utilizada, para disparar contra los enemigos de la patria”.
Pero entonces ocurrió algo que hizo que la gente dejara de prestarle atención a la ceremonia. La brisa había comenzado a dispersar cientos de papeles, que en cuestión de segundos cubrieron los canteros de mariposas y el trillo de césped alrededor de la glorieta.
“Se lo dije, doctor, que esto iba a quedar hecho una porquería”, se quejaba el jardinero mientras se agachaba a recoger todos los papeles que podía abarcar con las manos.
Al momento los papeles comenzaron a circular de mano en mano. Porfirio, picado por la curiosidad, recogió uno del piso e imitó a las personas que lo rodeaban, leyendo su contenido:
Oh, musas, que del Parnaso
Divina inspiración me envían
A los que aquí otrora vivían
Dejadme homenajear en el ocaso.
No importa que de mí todos se rían
–Mi Ananké lo dispone, acaso–
En la villa donde mi vida paso
Y por poeta, de mí desconfían.
Hormiguero, como un titán dormido
Cual Hércules que vence al Minotauro
En cruel indiferencia te has sumido.
Es hora que despiertes, cual Centauro.
Yo honro la ocasión en que has cumplido
Un siglo, considera mi verso un lauro.
“Coñooo, ahora sí que Fermín se tostó. Porque al único que se le puede haber ocurrido esta bobería es a él, aquí no hay más poetas, que yo sepa”, se dijo Porfirio al terminar de leer.
Al mirar la glorieta, el doctor se dio cuenta de que los volantes no le habían causado ninguna gracia a las autoridades. El capitán Arteaga, después de abrazar a Gabriel Arcángel, cuchicheó algo al oído del oficial que estaba a su lado, y su subalterno le dio una orden a dos guardias que salieron a cumplirla a toda prisa.
Cerca del doctor, el jardinero seguía recogiendo papeles, preocupado por la limpieza del parque, de modo que tenía una buena cantidad en las manos cuando los guardias se le acercaron. Inmediatamente le arrebataron los papeles y ya se disponían a llevárselo cuando Porfirio se adelantó, gritándoles:
“¡No se lo lleven, a él no! ¡Escroto!”.
Con el nerviosismo, por primera vez había llamado al jardinero por su nombre.
“Hombre, doctor”, le dijo uno de los guardias. “No tiene que ser tan fino. Si quiere decir cojones, dígalo, pero éste se va con nosotros”.
De la novela Doce Mensajes a Hercules (Editorial Silueta, 2012).
Doce mensajes a Hercules (Editorial Silueta, 2012)
Para adquirir un ejemplar de la novela Doce Mensajes a Hercules (Editorial Silueta, 2012) de Elvira de las Casas pinchar en el enlace: http://www.amazon.com/Doce-mensajes-H%C3%A9rcules-Elvira-Casas/dp/098333868X/ref=aag_m_pw_dp?ie=UTF8&m=AAUKR7RDTGA89
Elvira de las Casas nació en Cienfuegos, Cuba, en 1955. En 1981 se graduó de Licenciatura en Lengua y Literatura Alemanas en la Universidad de La Habana, y trabajó como traductora y periodista radial hasta 1991, cuando llegó a los Estados Unidos. Desde entonces ha trabajado como editora en varias revistas de entretenimiento. Ha publicado en novela, Doce mensajes a Hercules (Editorial Silueta, 2012) y La cruz de bronce, bajo el mismo sello, de próxima apararición.
Tuve el placer de leer este libro cuando estaba aun calentico, acabado de salir de imprenta. Fue una lectura muy divertida, entretenida, y como todas las cosas que tienen que ver con Cuba, cargando en el trasfondo una historia de dolor y perdida. El libro esta lleno de detalles minuciosos que se van desboblando poco a poco y mantienen al lector en jaque, mientras trata de ser, a la vez, espectador y detective. Lo recomiendo!!!! Gracias Elvira y Rodolfo por regalarme el privilegio de ser una de las primeras en leerlo. 🙂
Gracias a tim Zahylis, por tus amables comentarios de entonces y de ahora. Un fuerte abrazo.