Departamento luminoso se arrienda
Cada cinco minutos, a veces menos, suena la alarma de la entrada al estacionamiento de enfrente, programada desde el 75 para dejar los subir los autos lentos por la rampa. En el banco de la esquina de la peatonal hay viejos que se juntan sin ponerse de acuerdo a ver pasar la gente, voces ansiosas en créole, parejas escondidas en su propia pantalla. El portero del 1301 conversa con el del 1315, en camiseta todo el día. Alguien que no se ve sale a media mañana a colgar prendas casi sin forma en la ventana. Vuelve a sonar la alarma.
Esperando una sopa
Ya hace tiempo que me instalo desde temprano en la puerta de esta farmacia grande hasta con restorán donde abro y cierro la puerta la abro y la cierro cada vez que viene alguien. Algunos ni me miran otros me dejan cosas aunque tampoco miran mayormente dulces galletas un café una sopa de esas con tallarines que salen calentitas de la máquina. Y junto algunos pesos no muchos pero de sobra para venir en el metro y devolverme al lugar ese que le llaman albergue le llaman hospedería pero es una casa donde paso la noche y no más. Ahí estoy tranquilo una suerte cuando hay tantos lugares donde te roban los zapatos los calcetines todo lo que te saques mientras duermes. También me dan un guiso que no quiero pensar todo lo que le ponen pero puedo escribir seguir con el cuaderno que un día le mostré a un tipo con una cara típica de programa de la tele.
El tipo se lo llevó al tiro casi me lo quitó para llevárselo porque dijo que le gustaban los dibujos que hago por todos lados o sea las palabras y todos los dibujos.
Ahora está haciendo frío y ya van más de dos horas sin que me den un té un café nada una sopa que me caliente el cuerpo pero sigo escribiendo. Sigo escribiendo y acordándome lo que tenía escrito en el cuaderno lo que pasó después lo que llevo esperando a que vuelva el tipo ese para llevarme a su programa. La lluvia de esta mañana me mojó toda la ropa y el chaleco lo tengo colgado en uno de los postes que tienen a la entrada porque el resto no me lo puedo sacar y me aguanto no más aunque a ratos tirito.
También me acuerdo del profe que nos enseñaba a escribir y que siempre nos dijo que después de un rato hay que poner un punto o sea que aquí estoy aunque ya son las 11 y yo sin pestañear por si acaso mientras sigo escribiendo y abro y cierro la puerta la abro y la cierro cuando aparece alguien esperando una sopa antes de irme. Y entonces pongo un punto.
Conducta en los aviones
Los que nunca dejarían el cepillo de dientes tirado en el borde de la ducha dejan papeles mojados al lado del lavamanos, a un milímetro del lugar donde deben botarse los papeles, mientras otros los tiran directamente al suelo, al lado de la puerta que se atasca.
En la alfombra del centro quedan desparramados diarios, bolsas, vasos, mantas. En el 11B hay un peluche inclinado como siguiendo un sueño.
Los pasajeros ya desaparecieron en la manga y de este lado solo queda la señora que espera una silla de ruedas. Elba camina al fondo, desde donde retira en unos pocos gestos los cubiertos de plástico no usados, los calcetines rojos que ofrecen de regalo para las horas de descanso y que se convierten en basura como todos los restos. Mete el peluche en el bolsillo y calcula que la niña ya debe estar corriendo alrededor de las maletas. Elba tiene prohibido salir del avión hasta que todos los del aseo hayan terminado su trabajo, muestren el contenido de las bolsas y repitan el código que cambia todas las madrugadas.
Piensa en sus siete nietos, sobre todo en Herminia que con sus cuatro añitos solo dice “mamá” y “leche” y “no me gusta” y que juega feliz con las muñecas que regala la empresa a fin de año. Piensa que podría llevárselo para adornar su cama. Cuando el encargado del grupo los apura desde la puerta delantera, Elba vuelve al 11B, donde deja el peluche apoyado en el respaldo. No podría esconderlo, mucho menos meterlo en esas bolsas repletas de papeles y de plásticos. No podría entregarlo como objeto perdido, junto con las bufandas y los aros de siempre que, como todos saben, terminan apilados en un rincón de una bodega.
Quizá alguien después. Quizá las azafatas del vuelo de la tarde. Quizá hasta don Álvaro, el piloto que recorre todo el avión antes de hacer entrar a los pasajeros. Quizá alguien pueda guardarlo y darle nueva vida.
Teresa Gottlieb
(foto; cortesía de la autora)
Teresa Gottlieb, nacida en 1950 en Santiago de Chile, dirige Editorial Maitri, una editorial independiente dedicada a la publicación de libros de orientación espiritual. Es traductora profesional y, además de trabajar por más de veinte años en las Naciones Unidas, ha traducido libros de ficción y ensayos sobre psicología para editoriales españoles. Como escritora, ha publicado una colección de minirrelatos, Wabi sabi, y Amina, un cuento para grandes escrito como un cuento para niños.