“It is easy to see the beginnings of things, and harder to see the ends.”
—Madre, ¿recuerdas a esta mujer?
Guillermina acerca el periódico a su cara y escrudiña bien ese rostro aniñado, el cerquillo casi bordeando los ojos pequeños, tan distintos de los suyos, ese par de ojazos color melaza.
Si algo todavía tenía clara era la memoria. Sucedió años atrás, cuando vino aquel hombre de la televisión con ella, y la presentó como una escritora que estaba indagando sobre los cubanos de Miami. Era flaca como un güin y vestía de rojo, lo que la llevó mentalmente al clásico chiste de los toros. Es que, por muchos años vividos en Miami, Guillermina seguía teniendo el espíritu de aquella muchachita que le encantaba montar en el yipi del americano dueño de la finca donde nació, cerca del río del Medio. Todavía a veces escuchaba ese río sonar. Su padre era el administrador de la finca y nunca les faltó de nada. Hasta la intervención. El fin de su infancia. La salida como una más de los Peter Pan.
—Claro… recuerdo su cara, la recuerdo, sí…, pero no su nombre. Tu padre estaba vivo en aquel momento y les abrió un coco para que se refrescaran la garganta. Y yo les enseñé lo que era un gallo de verdad. Lo traje del patio y lo puse encima del mostrador para que ella lo tocara. Tenía las manos huesudas y los brazos tan flacos que me dije a mí misma: esta mujer no pudiera exprimir una caña para hacer un guarapo. Pero tu padre me dijo que esa señora estaba escribiendo sobre nosotros los cubanos y que esa tarde habían estado en el cementerio para visitar la tumba de Prío.
—Sí, madre, estás clara. La señora se llamaba Joan, que es más o menos como llamarse Juana. Yo no he leído el libro, pero dice el periódico que ella escribió una frase muy célebre ahí, que puede traducirse como que las vanidades de La Habana se hacen polvo en Miami.
—Vaya, vaya…Bueno, yo no era habanera, sino de Pinar, ya sabes. ¿Polvo? ¿No estará hablando de…?
Guillermina hace un gesto como de quien aspira algo por la nariz.
—No, madre, habla de polvo, polvo.
—Y ese libro de Miami, hijo, ¿nos menciona? ¿Cuenta lo del gallo y de cómo yo le enseñé lo que era un mamey?
—No, madre, no creo. Pero por ahí anda el video que salió en las noticias donde estás tú, ella, el gallo y todo eso que me cuentas.
Guillermina se acomoda en el sillón tipo balance, en el patio donde tienen unas mesas para quienes tengan tiempo de sentarse a tomar su batido de frutas. Las gallinas corretean a sus pies, como si estuvieran en la finca perdida de sus días de infancia.
—Eso fue antes del incendio. ¿Te acuerdas cuando todo esto se quemó? Fue duro empezar de cero, pero al final lo hicimos, aunque era más lindo el antiguo local de madera, ¿verdad que sí? Todavía me acuerdo cómo convencimos al judío para que nos lo vendiera. Porque yo le decía a tu padre que mientras yo tuviera frutas y gallos alrededor, extrañaría menos Cuba. Llegó un momento en que supimos que no íbamos a volver, pero costó mucho asimilarlo. Mira tu padre, fue a Bahía de Cochinos y todo, y murió decepcionado de que no hubo regreso.
—Y no lo habrá, madre, no lo habrá. Pero lo que quería enseñarte es que va a haber una subasta de las cosas personales de esta señora escritora y pensé que tal vez podríamos comprar algo. Creo que pudiera gustarte tener algo de ella aquí.
—Mijo, ¿pero no te has dado cuenta la cantidad de cosas que ya tenemos?
—Es verdad, madre, esto es casi un pequeño museo de tarecos increíbles, todo revuelto. Molinos de café, anuncios de comercios que ya no existen, máquinas de coser, banderas, inútiles planchas de carbón, sombreros… Pero, Madre, la competencia en la calle 8 está cada vez más dura. Menos mal que tú no sales mucho, porque te daría un infarto si ves cómo está eso ahí afuera. Y se me ocurre que si compramos alguna reliquia de esta señora y la ponemos en una vitrina, a ojos de todos, pues vamos a atraer más gente.
—¿Una reliquia? ¿Americana?
—Sí, madre. Algo que conecte a Los Pinareños con los gringos. Algo que no sea “idiosincrático”, como dicen por ahí. Estamos llenos de Vírgenes de la Caridad, de maracas y güiros, de mazorcas de maíz guindando por todos lados. Podemos tener algo que los demás no tengan. Tal vez hasta venga la televisión otra vez, después de tantos años.
Guillermina saluda a alguien que busca asiento en la sombra, llevando en las manos un jugo tan frío que el vaso suda. Vuelve a mirar con detenimiento el periódico.
—Hijo, ya no puedo leer esas letras tan chiquitas. Tengo que volver a cambiarme los espejuelos. ¿Tú me puedes decir que piensan vender?
—Bueno, madre, habrá una subasta, que es una venta que lleva un cierto protocolo, pero igual, al final puedes llevarte algo si tienes suerte y el dinero necesario. No tiene que ser nada muy caro. Yo creo que tu instinto femenino lo haría mejor que yo.
—Pero, cuéntame, ¿qué tienen?
—De las cosas pequeñas, veo unos espejuelos de carey, pero son carísimos. Hay pinturas y fotos de artistas famosos. Hay algunos cuadros no muy grandes…
—Deja ver… No, qué va. Tú sabes también que los únicos cuadros que me gustan son los paisajes -le recuerda.
Como si no hubiese escuchado el argumento definitivo de la madre, el hombre llega a su propia conclusión:
—Por otro lado probablemente tendríamos que poner un seguro, y luego con el hollín de la calle, en poco tiempo se echarían a perder.
—¿Era católica? ¿No tendría una virgen, una cruz de madera tallada, como las que hay en las iglesias de verdad?
—Mira, van a subastar la mesa de su comedor, y dice aquí que fue encima de esa mesa donde cayó muerto su marido, un día mientras comían…El hombre fue también escritor.
—No, no, solavaya. Yo no quiero cerca una mesa así por muy de madera preciosa que sea. Como si es de oro. Capaz que me muera ahí encima, quitándole las semillas a una papaya o cortando quimbombó.
—Bueno, madre, también está el escritorio que usaba para escribir, y donde seguramente escribió ese libro sobre nosotros, los cubanos revencudos de Miami.
Guillermina miró bien la foto. Pasó revista al enorme sillón de ratán, la colección de conchas de mar, los libreros; se detuvo un rato más largo frente al grupo de cazuelas esmaltadas en rojo, traídas de algún lugar de Europa. No se inmutó frente a las porcelanas; las encontró demasiado sofisticadas para la simplicidad de sus comidas, hechas mayormente de tasajo, harina de maíz y potajes. Y las eternas carnes con papas que extasiaron también a Joan Didion en su viaje de sabueso a Miami.
—Esto, mira a ver cuánto cuesta esto –Guillermina coloca un dedo junto a la imagen de una de esas llamadas “hurricane lamps”.
—Pero, madre, esto es lo más parecido a uno de esos quinqués que tenemos acá. ¿Cómo me dijiste que les decían en el campo en Cuba?
—Chismosas, le decíamos chismosas. O simplemente quinqué. Las llenaban de querosene para alumbrarnos en las noches. De día no hacían falta, teníamos un sol espléndido entre aquellas montañas. Pero este es un quinqué americano, ¿verdad?
—A ver, déjame leer: bueno, lo que dice es que la escritora tenía una pequeña colección de estos candiles, algunos de ellos pertenecieron a su familia cuando se asentó en California. Parece que Didion nació en lo que sería la quinta generación de pioneros llegados al Oeste, a conquistar un mundo desconocido, durante lo que dieron en llamar la fiebre del oro. Y esas lámparas les daban luz en aquellas noches.
—¿Lo ves? Eso tenemos en común. Venimos de lugares parecidos esa gringa y yo. Sé bien lo que es un quinqué. ¿Es muy caro?
—No más que los espejuelos o las cazuelas. Y además podemos escoger el que más te guste, si ese es tu deseo.
—Con una condición: lo encenderé de vez en cuando en su memoria. Y cuando yo no esté, lo encenderás por ella y por mí.
Sin darle más tiempo al hombre que a asentir con la cabeza, la madre continúa su disertación pausada.
—Tú sabes una cosa, a mí nunca me ha gustado esa llama eterna, aquí en el boulevard de los patriotas. Recuerdo que a tu padre lo emocionaba mucho, porque él fue de la brigada del asalto, tú sabes. Pero a mí me daba una extraña impresión, con sus seis balas gigantes alrededor y el mármol negro que tiene abajo. Es como si me recordara lo cerca que estamos siempre de alguna guerra. Es extraño de explicar. La llama eterna, el fuego de los héroes, me da tanto miedo como cuando se quemó esta construcción que es toda nuestra vida. A mí déjame con el quinqué, que lo apago y lo enciendo según me parezca. Además, hijo, eterno, lo que es eterno, no hay nada. Solo voy a pedirte algo y no es por contrariarte.
El hombre se sienta en el sillón de al lado porque entiende que su madre quiere decirle algo mucho más privado.
—No le diremos a nadie a quién perteneció, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, madre. La mía fue una idea peregrina. ¿Le gusta este que parece un bulbo de cebolla, con el cristal ligeramente ahumado?

María Cristina Fernández (foto: Ramón Williams)
María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña y El maestro en el cuerpo, además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España. Desde el año 2006 vive en Miami.