Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Fragmento de la novela Botas rusas

AGUSTÍN LABRADA AGUILERA

La novela Botas rusas, de Agustín Labrada Aguilera, fue ganadora del IX Certamen de Novela Corta «Fundación Monteleón» 2022.

Desde la madrugada están esos muchachos junto a la carretera para darles la bienvenida al presidente búlgaro Tódor Zhívkov y al comandante Fidel Castro Ruz. Desde el aeropuerto hasta algún paraje de Holguín, hay dos líneas humanas (con distintos uniformes) que, entre himnos y banderines, despliegan una coreografía casi militar, este ocho de abril de 1979.
El sol es una nube rojiza. Hay sonidos de monte. Héctor tiene deseos de orinar, así que se hunde en la manigua. El suelo está húmedo y la hierba moja su pantalón escolar que tanto odia. Alcanza a ver a una lechuza y más allá una cerca que ataja a unos caballos. Orina al fin con éxtasis y, mientras lo hace, vislumbra un bulto entre los almácigos.
La neblina aún ciñe al paisaje y los contornos son confusos en la lejanía. Hay mucha humedad y todo tiene aroma de leña quemada, de frutas que revientan, de orquídeas… Caen gotas transparentes desde las ramas, se oye algún grito destinado a unos bueyes tal vez en un camino invisible, tierra adentro.
Los almácigos parecen fantasmas que respiran.
Héctor se acerca lentamente con un palo en la mano. La luz se vuelve más clara. Es un saco, un saco enorme cubierto con pencas de palmera. Lo abre, contiene café. Su olor acaricia. Seguro abandonó este bulto algún traficante con miedo a esos soldados que están en la maleza, deduce.
Cierra los ojos por un segundo y lo sorprende una voz que punza.
—¡Ni se te ocurra decírselo a la policía!
—¿Qué pasa, Rony?
—¿Te das cuenta del varo que haríamos si vendemos todo este café?
—¿Estás loco?
—¿Y vamos a dejarlo aquí de comemierdas?
—Nos pueden meter presos.
—No, si lo hacemos bien.
En medio del campo, indecisos, otean el horizonte, miran otra vez su descubrimiento y afinan los oídos para corroborar que están solos, aunque más allá crezca el rumor (diabólico) de sus compañeros y algunas risas floten en este amanecer, casi anaranjado, tan lejos de sus aulas. En medio del campo, una extraña alegría los convida a la transgresión.
—Pá la pinga.
—Así se habla.
—¿Sabrás cómo venderlo?
—Ya verás que sí.
Los adolescentes toman el saco húmedo por sus resbalosos extremos. Saben que, si lo arrastran, puede labrarse una especie de surco hasta el escondite que aún no encuentran. De milagro, no han visto por allí ni a un solo policía, ni a un solo soldado de los muchos que muy atentos hoy vigilan, con sus AKM cargadas, hasta el más leve graznido de las aves.
Pesa el saco, tiene el tono marrón de algunos catres que han visto en campamentos agrícolas y aguanta cada caída sin romperse, pero expandiendo ese olor que sepulta los otros olores, incluso al del estiércol que sopla desde corrales vecinos. Pesa el saco, lo cargan, caminan, se detienen… sin dejar huellas visibles que puedan delatar esta aventura.
El impulso de desafiar la ley los despierta, como si estuvieran en un ring de boxeo. Hay que estar en guardia porque no se sabe qué pasará. Se paran una, dos, tres… cuatro veces. Reponen fuerzas, miran a su alrededor y continúan 5 mientras sus camisas blancas se van llenando de guizazos hostiles, algo de lodo y rocío. También laten con rapidez sus corazones.
—¡Agáchate!
Bajo los grandes almácigos cruzan dos militares con sus cascos de color verde olivo y sus armas listas para disparar como en la guerra de Angola, donde miles de jóvenes cubanos se están jugando la vida. Silencio. Se oyen duras las pisadas y como trasfondo un concierto de pájaros. Frases en clave. Otra vez silencio. Se alejan, con pereza se borran.
Soldados, siempre hay soldados porque los yanquis van a invadir la isla y hay que repeler sus agresiones, has oído desde que gateabas y aún no podías decir espejo, sarampión o toronja, aunque el ejército estadounidense no invade, jamás invade, igual que esos ciclones cuya cercanía anuncian, pero nunca llegan y, mientras tanto, la existencia se colorea de verde olivo, se militariza, como si el país fuese un cuartel inmarcesible.
Los dos se mantienen alertas, sin mover ni un solo músculo, y escuchan un zumbido agobiante de avispas. Sudan más. Parece que han salido de un temporal. Ya no sienten las botas sobre la hojarasca. Fluyen unos minutos de paz que semejan siglos hasta que se incorporan algo temerosos, pero sin haber desterrado su osadía. Van otra vez al ruedo.
Cien metros hacia el sur, el tamaño estándar de una cuadra, descubren que hay un gran agujero, casi una cueva, y allí acomodan el saco. El aroma del café tostado se junta con los olores del amanecer. Cubren al saco con tierra y hojas ocres. Miran hacia los cuatro puntos cardinales y se aseguran de que nadie los espía entre los primeros rayos del sol.
La pequeña caverna les aviva algunos recuerdos de sus juegos de infancia donde, cada uno en su barrio y en su calle y con otros amigos, reinventaban capítulos de las series de aventuras que en la televisión veían: Los comandos del silencio, Ulises, El capitán Dasmontes… Se sienten personajes en este set inusual, dueños ahora de un extraño tesoro.
Están mojados de sudor y savia de una flora tropicalmente disímil. Están nerviosos a causa de tanta gente armada en las cercanías. Están contentos con su rústica epopeya, bajo estas frondas encendidas, mientras ahuyentan insectos que irritan sus brazos, cuando el calor se cierne y alguien canta, por encima de todos, ignorando la suerte que vendrá.
—¡Mierda! —exclama Héctor.
—Ja, ja, ja. No quieres que Ana te vea con la camisa sucia. Aunque te vistas de John Travolta, no te miraría.
—Gracias por el aliento.
—Así son las verdades.
Héctor se siente ridículo con su ropa enlodada, imagina la bronca que orquestará su madre al verlo y, al mismo tiempo, desea mandar a la mierda a su madre cada vez que lo regaña, como si aún fuese un niño. Rony aprovecha la savia y sobre su camisa (que alguna vez fue blanca) dibuja con letras muy grandes y verdosas, casi lumínicas: “¡VIVA EL ROCK!”
Salen a la Carretera Central. Sobre un coche descapotado ven a los presidentes sonreír, satisfechos y distantes, como en un filme, seguidos por policías —con caras tenebrosas— en motos y otros automóviles. Es un instante fugaz. Les dicen adiós entre consignas que ascienden a las nubes.
Nadie los interroga sobre sus mugrientos uniformes. Nadie pregunta nada en el ruido sin fin de un espectáculo que se diluye en la fragmentación y el desorden, nadie ve los ojos de Héctor hundirse en la cabeza y la nuca de Ana, en ese cuerpo sexy (y de espaldas) que lo niega; y luego recorrer su ropa sucia, su cinto de vinil casi cuarteado, las uñas ennegrecidas…
Al voltearse, ella lo mirará sin mirarlo, como a un arbusto perdido en lontananza, pero él habrá de sentir esa mirada efímera, más honda que cualquier canción, hundirse en su pecho. Él quedará estático, casi efigie, en medio del bullicio —sin importarle el polvo, las órdenes de los maestros y el sudor—, viendo a la muchacha flotar, siempre inalcanzable.
—Deja la bobería, socio, que se va la guagua.
—¿Crees que me haya mirado?
—No te miró a ti, miró a la muchedumbre.
—Yo soy la muchedumbre.
—Né, para ella tú no existes.
—Vámonos pal carajo.
Ana posa bajo el sol con sus rubios cabellos. En pocos minutos, llega su padre —con impecable guayabera y ademanes de superdotado— en un Lada amarillo que al brillar enceguece. Ana sube, contempla al grupo de alumnos y espera devoción por la princesa que se va, pero ellos (libres de traumas monárquicos) abordan sin mirarla el autobús.
Héctor sube ligeramente cabizbajo, le avergüenza un poco verse tan sucio, cree que todos sus compañeros lo observan y juzgan. Sus percepciones a veces no convergen con la realidad. Sigue a Rony, su socio, su hermano, mientras la 8 brisa va filtrándose por las ventanas (casi sin vidrios) del autobús con olor a azahares, a flores silvestres, a estiércol…
¿Otra vez con prejuicios? Aunque miren a través de tu camisa manchada de tierra, nunca podrán ver tu alma. ¿Acaso te ves a ti mismo como a un hermano gemelo? No siempre hay que actuar para los demás, aunque la miseria interior de algunos sólo les conceda ver lo ajeno que puedan derruir. Camina hasta tu sitio, junto a ese cristal roto, y manda al diablo las miradas.
Pese a que madrugaron para acudir a esta ceremonia obligada, los muchachos se han divertido sin que les importe el ejército militar que, hasta con bazucas, protegió el show, como si entre sus resquicios pudiese estallar en un minuto alguna bomba. Hay alegría en exceso, chistes que ya conocen, los senos que se erigen… Es una fiesta el autobús.
De regreso a la escuela, profesores y alumnos cantan un guaguancó. Ni Héctor ni Rony entendieron nunca por qué, cada vez que estaban en colectivo, en cualquier actividad, todos cantaban esa historia de violencia, cursilería y amores rotos. No hay clases hoy y, aunque se queme el cielo como en Nagasaki, cantarán este guaguancó del bajo mundo.
“Era una noche de luna / de relámpagos y truenos…”, se esparce el canto, las claves con palmadas… En el fondo, ni a Héctor ni a Rony le gustan ni la rumba ni esas guarachas interminables del carnaval, sino el pop y el rock casi prohibidos, que muchas veces tienen que oír en la azotea de El Negro, usando una rara antena, en una emisora de Maracaibo.
La primera vez que escucharon a Los Beatles ya no existía el grupo. La primera vez que oyeron a Bee Gees fue dos años atrás en un programa de la televisión santiaguera llamado Guion 5. Se sienten saturados de tanto son 9 montuno por las tardes, de canciones rancheras mexicanas por las mañanas, de baladas pegajosas y frívolas, y de los himnos.
¿Cuál es el primer recuerdo de tu vida, Montiel? La música, ¿verdad? Aquellos haitianos que tocaban tambores en un velorio. ¿Qué edad tenías? ¿Tres, cuatro años? Haitianos que trabajaban en los cañaverales y cantaron todo un viernes ante un difunto. Allí te llevó tu padre y allí empezaste a entender que la tradición puede volverse un tsunami que arrasa, con sus ritos y costumbres, cualquier seña de originalidad.
…se paseaba un caballero
de su coche a su cochero.
Iba vestido de blanco
y en el pecho una medalla…
Los profesores —una gorda pecosa y amargada, y dos jóvenes egresados del Instituto Superior Pedagógico— se muestran relajados y cantan sin mucho ritmo; y el chofer, quien ya conoce de memoria estos rituales, maneja con mucha lentitud; impasible, se seca con un pañuelo añil el cauce de sudor que le desfigura el rostro enrojecido y árido.
Rony sonríe, porque sabe que a esa maestra gorda le altera ver el letrero que puso en su camisa. La ve negar con la cabeza y esgrimir, desde unos ojos de sapo, amenazas que no logran convertirse en frases y se pierden, sin consuelo, en el caos de la rumba y las sacudidas de la guagua Girón en cada frenazo y en cada bache asesino de la Carretera Central.
…y al doblar las cuatro esquinas
le dieron tres puñalás…
Cantan y ríen, como si la adolescencia fuese eterna, como si nunca fueran a envejecer y a morirse. En el limbo de sus barrios periféricos y su escuela secundaria, no conocen drogas fuertes, aunque alguien les contó que frente a la estación de policía del reparto Palomo, en el parque José Martí, estuvo sembrado, hace algún tiempo, un arbusto de marihuana.
Según la leyenda urbana, una noche de carnavales por allí pasó una conga y, cuando la conga ya era un ruido lejano que enrumbaba hacia la Calle Real de Pueblo Nuevo, los policías descubrieron que el arbusto había desaparecido. Cultivar el café no es ilegal, como la marihuana, pero venderlo por cuenta propia sí y se sanciona con años de cárcel.
Así son los caprichos del poder que ahora reina, Héctor. Lo legal, lo ilegal. Cuando crezcas, si no sigues siendo tan burro, entenderás que todo es una gran estupidez, y que quienes mandan —en cualquier latitud y en cualquier tiempo— su represión imponen, como si la gente fuera un puñado de vacas. Si protestas, acabarán contigo. Si te callas, un mediocre serás.
Sólo tienes que leer un poco, no sólo a Julio Verne y a Emilio Salgari, para que entiendas, sufras y te rías de tanta ley injusta sobre el orbe. Verás cuántas prohibiciones imbéciles han herido al ser humano. Prohibido el aborto, prohibido fumar, prohibido ir a la escuela, prohibido el alcohol, prohibido el voto femenino… Impúgnalas o vuélvete una marioneta.
—No te apendejes, socio.
—No es eso, pero debemos tener discreción.
—En boca cerrada…
—No entran moscas…
Aparecen las primeras casas de la ciudad con muros que cubren los letreros, en su mayoría rojos como la bandera soviética, aunque su alrededor esté despintado y no exista belleza en esas fachadas tristes, eternamente proletarias, donde se augura un porvenir dichoso: símbolos políticos que poco significan para estos amigos, abrumados ya por la canción.
Abre la puerta, querida,
que vengo herido en el alma,
sólo me queda la calma
de dejarte embarazá…
“Así andas tú de bobo por Anita”, susurra Rony y Héctor sonríe con una mueca. La descubrió cuando inauguraron el estadio Calixto García. Dijeron en los periódicos y en los discursos que era el más moderno de América Latina. Estaba en otro grupo, nunca se había fijado en ella: una rubia espectacular con el cabello brillante, como Héctor se imagina el trigo.
Después supo que estudiaba en el grupo 9, que su padre era un alto funcionario del gobierno y su abuelo seguía siendo dueño de muchas hectáreas de tierras cultivables, no lejos de Guardalavaca, esa playa increíble, donde dan deseos de vivir toda una eternidad.
—Te gusta, ¿verdad?
—Es una plástica.
—El amor no distingue.
—Ojalá que no nos hayan distinguido hoy.
—Tal vez a los traficantes les asuste volver y si vienen creerán que el saco se lo llevó la policía.
—Eso pensé.
—¿Y no has pensado en esa?
Rony señala para Gabriela, quien desde séptimo grado suele comerse con los ojos a Héctor, sin que Héctor despierte de su indiferencia, y ahora canta sentada, en el fondo del ómnibus, con una banderita entre las manos. Ella se siente aludida por los gestos, sonríe sin dejar de abrir su boca, les guiña un ojo a los muchachos y sigue en el guaguancó.
…y si acaso sale hembra,
que se críe en Santa Clara
y si acaso sale macho
que sea chulo como yo…

—Está buena —apunta Rony—, pero tú quieres una princesa anaranjada. Gabriela los mira sin pestañar. Sobre el asiento de plástico duro y gris, se ven más pronunciadas sus caderas, más robustos esos muslos. Su talle y sus brazos son delgados, y los senos laten hermosos tras la blusa impecablemente blanca. Trae el pelo suelto, negrísimo, azabache, y le llovizna lacio sobre los hombros. No deja de mirar, sedienta y cantando.
—Toda una criollita y tú de comemierda.
—Hay cosas que nunca vas a entender.
—No me vengas ahora con esa pinga. Una jeva es una jeva. Se te va el chance, bróder y, si no le caes, pensará mal de ti o vendrá otro gavilán a comérsela.
¿Por qué debes actuar según lo que otros piensan? Hay códigos que seguir, prejuicios que defender, reglas inmutables para no morirse dentro del rebaño. Te programan con miedo. Eres un miserable robot, eres una oveja, y cuando quieres ser algo más auténtico, te marginan, te joden, te sepultan vivo. ¿Quién es el tonto que inventó la palabra libertad?
Si imitas a la manada puedes sobrevivir, Héctor Montiel, aunque la manada cambia su pensamiento a cada instante con mucha frivolidad. Explora un poco en la Historia para que veas que el “pueblo” es una noción hueca, tergiversable y sin rumbo. Sé tú, cágate en lo que digan, sé indolente ante los bazucazos y muere en paz con tus deseos cumplidos.
Sabes que ahora mismo no tienes otro mapa adonde ir, que esta es tu circunstancia. Entonces, búscale un resquicio genuino más allá de esa fantasía por una chica a quien le importas menos que una habichuela. Actúa como en tu niñez: si se quebraban tus juguetes de plástico, te inventabas otros: un arco con una rama de pino y un pedazo de nylon de pescar, un escudo con la tapa de un tanque de manteca y un par de flejes…
Finalmente, los dos se suman con palmadas a la cantaleta, marcando las claves fuera de tiempo, en una reacción gregaria para no aislarse, mientras pasan transeúntes y bajos edificios, vientos en remolino y árboles deshojados, almacenes sin nombre que huelen a aceite reseco, bicicletas rusas y carretones viejos, el acariciante humo de este día.
…se paseaba un caballero
de su coche a su cochero,
iba vestido de blanco
y en el pecho una medalla…

El autobús abandona la carretera ardiente y sube por una calle y luego por otra hacia la secundaria. Sólo al final del viaje, cesa el canto. La escuela —que años atrás decomisaron a los hermanos maristas— está en la cima de una colina y desde allí se ve toda la ciudad, más verde que cuando se atraviesa a pie bajo el sol implacable, algo apacible desde la distancia.
—¡Hablamos el lunes! —dice Rony, y con golpes en los hombros sellan la despedida.

Botas-rusas_Portada

Botas rusas (Eolas Ediciones, 2022)

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AgustinLabradaAguilera

Agustín Labrada Aguilera
(foto: cortesía del autor)

Agustín Labrada nació en Holguín, Cuba, en 1964, y vive en Cancún, México. Es autor de doce libros de poemas, ensayos y periodismo cultural, entre los que figuran La vasta leja- nía, Saxofoneando, El tesoro en la mirada, Un paseo por el Paraíso, Teje sus voces la memoria, Ellas están de paso, Viajero del asombro, Más se perdió en la guerra… Su obra figura en revistas y en más de se- senta antologías en diversas partes y lenguas del mundo. En 2013, fue nombrado «Escri- tor latino» en la Feria del Libro Hispano de Houston, Estados Unidos. En 2010, obtuvo el Premio de Creación Dante (Mérida, México), en el género de ensayo, y en 2015 el Premio Internacional de Poesía de La Arena, Perú. Su novela Botas rusas fue ganadora del IX Edición de Novela Corta «Fundación Monteleón» 2022.

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Esta entrada fue publicada el 17/09/2023 por en Narrativa.