Equívocos
Carla llegó ante la puerta. El corazón le latía fuertemente, tenía miedo, pero ya estaba allí y no podía marcharse. Ella no iba a perder aquella apuesta, su padre siempre decía “cuando se apuesta es para ganar”. Además, necesitaba el dinero. La puerta se abrió y una mujer, algo desaliñada, apareció ante ella. Tú eres Carla, ¿verdad?, le dijo, y ella no contestó, estaba sorprendida, siempre pensó que sería un hombre. Pasa, no tengas miedo, continuó diciendo la mujer y la tomó del brazo obligándola a entrar. Carla tuvo ganas de gritar, de salir de allí corriendo, pero eso sería perder la apuesta y no era lo que había aprendido con su padre. Él era un apostador, si no estaba jugando dominó con los vecinos del barrio, donde los perdedores pagaban la botella de ron, se iba para Guanabacoa donde apostaba hasta el último peso en las peleas de perros. ¡Y cuántas veces le había visto sacar del escaparate de la abuela alguna ropa que la hija, su tía, le mandaba de Italia, para venderla y volver a apostar y recuperar el dinero perdido! Ahora era ella quien necesitaba dinero para hacerse un tatuaje. Todas las chicas tienen un tatuaje, eso es lo que se usa, le había dicho Mónica. Lo de la apuesta vino después, surgió sin pensarlo. El día anterior Mónica la había mirado y sonriendo burlona como siempre, le dijo: Por no oír tus quejidos daría cualquier cosa. Y ahí se le ocurrió la idea. ¿Qué apostarías?, preguntó y Mónica rió a carcajadas y ripostó, ¿tú?, tú no vas a ningún lado. Carla no lo pensó dos veces, y como su padre lanzó la apuesta: Quince “fulas” a que voy.
Y ahora estaba allí, parada ante aquella mujer. Sabía que Mónica estaba afuera, en algún lugar, esperando verla salir corriendo para reírse y burlarse como lo hacía siempre. Para Mónica la vida había sido fácil, no ahora que estaban terminado el noveno grado, desde pequeñas, aunque eran del mismo barrio de la Habana Vieja, sus padres tenían una buena casa, y hasta un carro. En cambio, ella vivía en un edificio medio destruido por el paso de los años. No tengas miedo, le dijo la mujer forzando una sonrisa, Mónica me dijo que vienes por primera vez, ¿es cierto eso? Carla se sintió avergonzada y a la vez furiosa con su amiga, ¿amiga? Sí a pesar de todo, Mónica era amiga, eso ella lo sabía bien. Recuéstate ahí y trata de relajarte, le ordenó la mujer. Ella obedeció. Miró todo a su alrededor, las luces, un pequeño armario, una mesita con un búcaro con flores marchitas. ¿Vale la pena este sacrificio?, se preguntó y casi inmediatamente pensó que sí, con aquellos quince dólares podría hacerse el dichoso tatuaje y hasta ponerse un “pirsin” en el ombligo. Vamos, abre un poquito. La voz de la mujer le sorprendió, estaba a su lado, muy pegada, y se untaba el dedo índice con una crema blancuzca. Qué es eso, preguntó con voz temblorosa y la mujer sonrió nuevamente. Es una cremita para evitar que te duela. Ahora te la untaré y ya verás que no sientes nada.
Carla cerró los ojos y la dejó hacer, sintió el frote suave y diestro. Unos días atrás ella se había estado tocando y le dolía, pero ahora parecía algo del pasado. Después de todo no era tan malo, se dijo. Y abrió los ojos. Con horror vio a la mujer acercarse con algo en las manos. ¿Qué va a hacerme con esa cosa? Casi gritó e intentó incorporarse, pero la mujer se lo impidió y con tono suave le dijo: No te muevas y estate tranquilita. Ya estamos terminando. Cierra los ojitos otra vez y abre bien… Ya verás que no duele nada. Carla sintió tanto miedo que no pudo moverse, y esta vez sí le dolió. Pasados unos segundos sus manos temblorosas fueron a posarse en la zona adolorida y con horror vio que había sangre en sus dedos. Estoy sangrando, balbuceó antes de perder el sentido.
Carla no supo cuánto tiempo pasó, cuando entreabrió los ojos, Mónica estaba a su lado mirándola asustada y pasándole un algodón con alcohol por la cara. La mujer las miró con indiferencia y poniéndole un envoltorio de papel en la mano le dijo: Ahí tienes tu muelita, mi niña. Y para la próxima, búscate otro dentista, sabes.
Xenofobia
No sabía cuándo empezó aquel sentimiento de rechazo a los extranjeros. Tal vez fue con las películas que vio en el DVD de su amigo Felo. Eran películas crueles, donde los invasores se creían dueños del país y con el poder de esclavizar y matar a los que se les oponían. Además, desde que nació le habían dicho que todos los hombres eran iguales, que tenían los mismos derechos, que no existían las clases sociales ni los privilegios. Sin embargo, ahora los extranjeros y los que tenían su moneda, vivían como reyes, comían como reyes… Por eso no lo pensó dos veces y sin que nadie lo supiera viajó a la capital. Llegó pasada la medianoche y caminó por distintos lugares, La Rampa con su emblemática Coppelia, después el Malecón y de ahí subió por la calle Línea hasta Paseo. Ya casi amanecía cuando vio el taxi de turismo detenerse frente al edificio, bajar tres extranjeros y entrar sin problema alguno. Ahora él exigiría sus derechos. Entró en el hotel y pidió una habitación para descansar. El empleado que estaba en la puerta lo miró con burla. “Ve a pasar la borrachera en el parque”, le dijo y tomándolo del brazo trató de sacarlo del lugar. “¿Por qué? ¿Por qué me discrimina? ¡Yo soy igual que ellos y tengo los mismos derechos para hospedarme en este hotel!”, dijo aguantando las ganas de llorar. La risa de algunos de los presentes le molestó tanto que se puso en guardia para entablar un buen combate, pero el empleado no se inmutó y ahora con cara de solidaridad y pena le dijo: “Guajiro, yo pienso igual que tú. Pero te equivocaste de esquina, chico. Esta es la funeraria de Calzada y K”.

Médium y otras historias
(Editorial Silueta, 2010)
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Rafaela Vergara Ayala
(foto: Rodolfo Martínez Sotomayor)
Rafaela Vergara Ayala (La Habana, Cuba, 1942-2022). Licenciada en Educación, guionista de radio y narradora. Publicó Médium y otras historias (Editorial Silueta, 2010). Dejó inéditos varios cuadernos de cuentos.