1-Yo no tengo teléfono celular.
Estoy consciente de todas sus ventajas y su utilidad, pero ya son demasiadas las desventajas y la manipulación a que nos tienen sujetos con el dichoso aparatico. Todo se vuelve descargar una aplicación o escanear un símbolo. Incluso en libros y revistas vienen símbolos a escanear para ampliar el texto leído. En los aeropuertos, viabiliza el embarque, pero lo obliga a uno a llevarlo, cuando prefería desconectarse por unos días. En muchos restaurantes hay que escanear el menú, y hasta en algunos teatros, el programa debe ser escaneado. Va quedando atrás la nostálgica costumbre de guardar los programas teatrales.
También el celular ha invadido el cine, y nos ponen esas tiras de mensajes de texto entre los personajes. Pero el mayor daño al arte es con las películas, novelas y series policiacas. El celular tiene la información necesaria para saber cuándo y por donde el sospechoso o la víctima se paseaban. Si sumamos eso a las cámaras en las calles, carreteras, propiedades privadas y centros comerciales, la labor detectivesca ya casi se hace toda a nivel tecnológico y sentados en el buró. Requiem por Sherlock Holmes, Hercule Poirot, Phillip Marlowe, Maigret y los demás grandes detectives literarios.
Pero hay más. Se dice incluso que no se debe tener el celular en la cama, ni siquiera en el dormitorio, pues aún no se sabe con exactitud cuánto daño pueden hacer sus ondas magnéticas. Hay quien las asocia con el cáncer del cerebro (¡).
Tantas cosas hace y guarda el celular, que el perderlo o el que se lo roben es una verdadera tragedia. Se pierden fotos únicas y los números telefónicos de todos los amigos, del médico, de la peluquera, del jardinero y hasta los números de cuenta del banco y otros lugares.
Por último, el celular ha creado una epidemia en la que muchos adictos viven pendientes de su teléfono chequeando sus perfiles en las redes sociales. En el transporte público o las paradas de guaguas, todo el mundo está sumido en su teléfono, nadie lee ni el periódico, olvídense de intentar hablar con nadie. Es el solipsismo en una pantalla. Sé que algún día tendré que comprarme uno, al menos para poder parquear en Coral Gables o enterarme de la obra teatral que voy a ver, o simplemente para pagar en el supermercado, como ya muchos hacen. No es un teléfono, es una cadena atada al pie, por eso algunos de los primeros eran llamados blackberry, como les decían a las bolas de hierro que arrastraban los esclavos en este país.
Un último consejo, si la policía toca a su puerta, tire la tarjetica de la memoria del celular por el inodoro antes de abrir, aunque en ella vayan fotos inapreciables y pierda todos sus contactos.
2- Primavera silenciosa y estéril.
Cuando me mudé a la casa en la que vivo, los pájaros no me dejaban dormir la mañana del sábado ni la del domingo. Al entrar en mi calle, tenía que hacerlo muy despacio, pues las palomas se paseaban en el asfalto como si fuera la Plaza de San Marcos, en Venecia. Al caer la tarde, las bandadas de aves disímiles que, en misteriosa tolerancia, colmaban el tendido eléctrico de todo el barrio, recordaban siniestramente las temibles escenas de la película Los pájaros, de Hitchcock.
Desde mis columnas El jardinero y El jardín de Daniel, me hice eco del llamado que hiciera Rachel Carson (1902-1964) en su libro Silent Spring, en 1962. Pero ella y yo fuimos voces clamando en el desierto. No hay pájaros en mi barrio.
Recuerdo que al salir al patiecito de mi casa debía llevar una escoba en alto, porque los pendencieros bluejay, defendían salvajemente sus nidos en los mangos. A mis gatos los atacaban estilo kamikaze, dejándole picotazos sangrientos en la frente. Ahora ni siquiera se ven los gavilanes que bajaban del norte en busca de palomas, fueron exterminados a escopetazos por los ardientes colombófilos de esta ubre.
Posiblemente fueron las fumigaciones con motivo del Sika; pero lo cierto es que los únicos pájaros que veo de vez en cuando son los colibríes que vienen a chupar las flores de los mangos, polinizándolos. Menos mal, porque varios de mis frutales se llenan de flores, pero ni una queda fecundada, pues tampoco hay abejas, ni mariposas, ni caballitos del diablo, ni siquiera moscas, apenas mosquitos. Las arañas de mi patio se han muerto de hambre.
3- ¿Suelos fértiles o polvo del desierto?
No crean que exagero. La cosa es seria. Hace unos días vi el documental Kiss the Ground, en Netflix, y allí se mostraba cómo la deforestación y el abuso de fertilizantes han ido desertificando las tierras fértiles en África y también en Estados Unidos. El uso indiscriminado de químicos produce cosechas provechosas durante unos años, pero los químicos van matando los microrganismos que hacen de la tierra suelo, algo vivo que nutre las plantas. Al cabo de un tiempo hay que ir aumentando los fertilizantes, haciendo costosa la cosecha e inútil la tierra.
Lo mismo ha pasado con las zonas selváticas que han sido destrozadas para crear campos de cultivo. Al romper el ciclo natural de un suelo compuesto por el detritus de los árboles, al cabo de un tiempo, esa tierra es totalmente inútil. Hay que aprender de los naturales de las selvas, las poblaciones indígenas que saben cultivar armoniosamente.
4- El automóvil acorta la vida.
En una serie de Netflix: How to Live to 100, se exploran las llamadas Blue Zones, donde la población tiene los índices más altos de longevidad en el planeta. Uno de los factores que acorta la vida es el auto. Y contrario a lo que suponía, no es porque el manejar altere los nervios; provoque infartos o destroce el hígado; tampoco porque aumente el estrés, ni porque se pierdan un promedio de 2 horas al día dentro de ese vehículo (lo que evidentemente nos disminuye el tiempo vital todos los días). No, lo que acorta la vida en el automóvil es que nos impone un aumento considerable de las horas que pasamos sentados.
Podemos ver en esa serie que en Singapur han resuelto el problema haciendo los autos sumamente caros, y con el fruto de esos altos impuestos se ha mejorado el transporte público, estimulando su uso, y se han organizado las ciudades de manera que las personas caminen más. Tan sencillo como eso.
5- ¿Cambio climático o idiotez colectiva?
Recientemente me llevaron a juicio (denunciado por alguno de mis vecinos o como maniobra de los developers que compran barato para hacer town homes en mi barrio) porque mis plantas tienden a salirse unas pulgadas hacia la acera. Afortunadamente, me toco un juez consciente del peligro que todos corremos con la actitud general hacia los árboles y las plantas.
Cuando llegué a mi barrio, muchas casas se parecían a la mía, rodeada de árboles y plantas, ahora prolifera “el jardín cubano”, o sea el que sustituye el césped o grama por grandes extensiones de cemento para parquear los carros.
Los árboles no solo purifican el aire y las aguas, sino que son los encargados de absorber todo ese gas carbónico que al quedar atrapado en la atmósfera crea el ”efecto invernadero” que hace los veranos verdaderamente infernales. El ser humano lleva ya décadas de faltar al respeto de la naturaleza, que, sin tener que entrar en Spinoza, es sin duda una manifestación de Dios. Somos los jardineros del planeta, no los madereros.
Hace muy poco, el aire de Beijing era casi irrespirable. Todo el mundo usaba máscaras, había un smog que competía con todas las grandes ciudades. Pero todo se resolvió rápida y sabiamente, lo pude comprobar cuando visité esa bella ciudad en 2018: el cielo era tan azul como el de Miami, y su aire igualmente respirable; en los últimos años se habían sembrado en la ciudad y sus alrededores 3 millones de árboles.
6- ¿El tiempo debe detenerse?
En lo absoluto, todo adelanto científico y tecnológico que alcanza la humanidad tiene su lado positivo, pero no podemos perder de vista el balance. Es preciso aprender a valorar el conocimiento de los antiguos, y sobre todo, volver a reconectarnos con eso que suele llamarse Dios o Gran Espíritu, o la Natura Naturans, para darle una sonrisa a Spinoza. No estamos aquí para administrar como caciques megalómanos, sino para evolucionar sabiamente sin romper el precario equilibrio que ya tanto hemos alterado.
Cada luz lleva su sombra, y ¿qué mejor imagen poética que la electricidad, que ha traído consigo la epidemia de insomnio? El televisor trajo el sedentarismo; el teléfono celular, el desplazamiento de la lectura; el plástico, los mares congestionados de basura; las urbanizaciones, la extinción de especies animales y vegetales, y así un largo etcétera.
No se trata de volver a cocinar con leña, como cuenta la leyenda que hacia una excéntrica profesora de la Universidad de La Habana, sino de respetar las leyes no escritas de nuestra naturaleza. Somos parte del planeta, no sus dueños. Aunque no tengo celular, aclaro que esto lo escribí directamente en una computadora; me aprovecho todos los días del aire acondicionado, y tengo un auto para moverme en esta ciudad, donde es imprescindible; pero todos los días sigo el consejo del sabio Voltaire, que al final del Cándido, advertía: “Es preciso cultivar nuestro jardincito”.

Daniel Fernández
(foto: cortesía del autor)
Daniel Fernández estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y reportero de El Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha publicado Sakuntala la Mala contra La Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009), Novelas Sencillas (Editorial Silueta, 2010) y El libro rojo de Sakuntala la Mala (Editorial Silueta, 2018). Autor de varias obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios.