Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Point of No Left Turn

JOAQUÍN BADAJOZ

Estaba comenzando Abril. Una lluvia de hojas secas caía desde los árboles del cementerio sobre la avenida y apenas tocaba el suelo otra ráfaga de viento las lanzaba sobre el parque de trailers que estaba al otro lado de la calle. Había una humedad rara. Una humedad que le hacía sentirse vulnerable. De niño, pensó, me habrán dejado durante largo tiempo sobre las sábanas orinadas. Sintió un ligero estremecimiento. Lo único que entendía de aquella canción de Bob Dylan que ahora escuchaba en la radio de su auto era The-son-of-the-bitch… Qué pena. Una hoja de la nata que había cubierto su auto en el segundo en que se detuvo en la intersección se coló por la ventanilla. Sin darle importancia aceleró con el cambio de luces e hizo un giro a la izquierda. Se había propuesto estudiar de antemano cualquier dirección para solo tener que doblar hacia la derecha. La izquierda le asqueaba; pero iba apurado y no le quedaba más alternativa; el resto hubiese sido una perdida de tiempo y además, aunque la molestara, se sentía más cómodo girando hacia la izquierda. Si fuera zurdo seguro que tendría más habilidad haciéndolo hacia la derecha. Antes de darse cuenta escuchó sus propias palabras escapadas, rumiadas, con la terquedad de una vaca. Qué se le va a hacer a eso. Deben ser problemas de los hemisferios cerebrales. Cuando niño a lo mejor me caí alguna vez de la cama y me dejaron sobre el suelo frío, dentro de un charco que no se sabía si era orine o sangre. Siempre había orinado con aquel color naranja púrpura porque aguantaba hasta que no le quedaba más remedio.

—Nunca han existido alternativas, volvió a decir en voz alta. Ahora iba sobre la calle dieciséis buscando la avenida diecisiete. Mierda de aire este, y mierda de humedad. Me hace sentirme como si me hubiese cagado en los calzoncillos.

El profesor era un hombre joven. Apenas superaba los cuarenta pero ya desde los treinta se sentía on-the-top-of-the-hill. Sentía que había nacido viejo; con una vejez que avanzaba precoz bajo la piel como un cáncer.

—Qué manera de envejecer por dentro— dijo mientras se miraba en el retrovisor. Entonces fue que notó que desde hacía unas cuadras un auto de policía le hacía señas para que se hiciera a un lado. Tampoco le quedó más remedio que hacerse hacia la izquierda hasta que este pasó como un bólido.

A mí tampoco me gustan los revolús en mi casa— dijo una voz desde el asiento contiguo. Prefiero estar solo que atolondrado.

El profesor no se dignó a contestar. O a lo mejor pensó que aquella rotunda afirmación no merecía comentarios.

—A mí tampoco— dijo al rato. A mí tampoco me gusta doblar hacia la izquierda.

—Pero a veces no hay alternativas— agregó.

Hablaban de forma inconexa. Cada uno como encerrado en sus propios problemas.

—Revolús debe venir de revolución— preguntó afirmando la otra persona.

Siempre pregunta afirmando, notó el profesor. ¿Será inseguridad o complejo de infalibilidad? Se había acostumbrado a responderle solo cuando insistía porque ni siquiera podía determinarlo por la entonación.

—Revolús debe de venir de revolución— repitió. Como porfa…de por favor, o … – entonces se calló sin encontrar otro ejemplo adecuado.

Una revolución vulgar, doméstica, metida hasta el cuarto, iba reflexionando el profesor. Una revolución metida hasta por el culo.

—A mí tampoco me gustan los revolús en mi propia casa— contestó  como regresando quince minutos en la conversación. Y tampoco me gustan los instant messages.

—Vas a hacer algo— dijo la segunda persona mientras se bajaba del auto.

—Sí. Respondió el profesor mientras el ruido de la portezuela y el del acelerador se confundían.

—Nada— dijo al detenerse brevemente en una intersección de cuatro vías, antes de doblar hacia la izquierda.

—A veces es la única forma concreta de hacer algo.

Aquella noche estaban invitados a cenar. Ya sabía de antemano de que se hablaría. Todos representarían su papel de exiliados. Al principio todos sonreirían con la cara redonda y tranquila de los que han triunfado a pesar de los pesares, tratarían de demostrarse entre ellos mismos que se puede perder una patria y ganar una fortuna; después dentro del sopor de los tragos irían apareciendo las tragedias, las eventualidades, las crisis. Vidas fabricadas sobre un temporal, había dicho la última vez uno de ellos, luego de confesar que estaba desde hacía dos meses sin trabajo, y algún otro estimulado por tanta honestidad aventuraría que su negocio iba mal y que se declararía en bancarrota para evitar lo peor; puro eufemismo si tenemos en cuenta que lo peor ya estaba pasando.

Parecemos niños huérfanos, pensaría el profesor y se recordaría veinte años atrás dando su última conferencia en la universidad. Se veía seguro, tan obnubilado por su propio éxito que el mundo a su alrededor le importaba muy poco. Invulnerable, era la palabra; hasta que lo expulsaron de la universidad y tuvo que marchar al exilio. Después de eso la humedad del verano le producía náuseas, una sensación de perro mojado, que comenzaba cuando tenía que levantarse a las seis de la mañana para ir al trabajo en una oficina del gobierno y recordaba que el asiento de su auto estaría empapado de la lluvia de esa madrugada y que a lo mejor de tanta humedad no encendería el motor.

Ser libre no le daban ninguna tranquilidad —iba pensando mientras conducía. Debe ser algún trauma de la adolescencia que no he logrado descubrir, conjeturaba. Podía haberme tragado el mundo si no fuese porque siempre otros han llegado primero. Toda la culpa debe de tenerla esta maldita manía de llegar tarde. Recordaba que en la escuela lo habían sancionado por no llegar a tiempo a los actos revolucionarios. La puntualidad es compañero una virtud del hombre comunista, le había dicho con su histrionismo patético el subdirector. Se había quedado con las ganas de contestarle que compañeros eran los cojones que estaban juntos en la misma bolsa; pero solo atinó a preguntarle que en que escuela se habían graduado juntos. El hombre que no entendió solo hizo un gesto de desconcierto.

Miró el reloj y por primera vez se dio cuenta que estaba tarde casi una hora y media. Confirmó en la pantalla del teléfono celular. Casi dos horas de atraso…Ya solo le faltaban diez minutos para llegar. Había escogido ese reloj él mismo. Le parecía que estaba hecho con la pretensión de una joya. Una aguja que giraba inscrita dentro de tres pequeñas barras, sobre un fondo sólido; sin números, sólo un doce romano en el borde superior. Era un reloj ambiguo; salvo en los cuartos de hora tenía que hacer un esfuerzo para acertar con exactitud. Era como si la aguja tuviese la peregrina capacidad de flotar por un breve espacio antes de caer ante la dictadura del tiempo. Si existía un reloj sin rigidez, uno que desafiaba la exactitud y los dogmas, era aquel salido de las manos de un diseñador elegante y loco que se llamaba Kenneth Cole. Este se me parece, ¿no crees?— le había dicho a su mujer y ella asintió.

—Life Warranty— agregó el vendedor incorporándose a la conversación con una sutil habilidad para descubrir el momento de cerrar un negocio. Motivación, había pensado el profesor, y hasta lo dijo en voz alta disfrutando la sonrisa de perplejidad del joven. Recordaba el término, le había dedicado cuatro horas de conferencias en el programa de Mercadeo y Técnicas de Dirección. Le parecía un concepto manipulador, pero a lo largo de los años había descubierto que era al menos una versión honesta, sin retóricas. Motivación: Lograr que los demás hagan lo que deseas y al final se sientan satisfechos.

—Nada… no me haga caso, manías de viejo que pensamos en voz alta— agregó y el joven volvió a sonreír tímidamente, como si cualquier exceso de confianza pudiera desmoronar su única venta de la noche.

—¿Se lo envuelvo?

—No hace falta. Me lo llevo puesto.

 Se puso el estuche en un bolsillo y el reloj en su mano derecha. No sabía porque siempre se ponía los relojes en la mano derecha. Podía ser porque no tenía costumbre de usarlo, de hecho en Cuba era casi un lujo, o porque en la izquierda siempre los golpeaba contra algo; en este caso, contrario a lo que le sucedía conduciendo, tenía más control sobre la derecha. Fue entonces que descubrió, después de casi veinte años conduciendo, que la mano derecha juega un importante papel cuando se gira hacia la izquierda. Mierda de enredillo este, pensó el profesor, es cierto que los extremos se tocan. Los musulmanes en la ley también lo usan en la derecha le había comentado alguna vez su colega López-Reina, el profesor de religiones. La izquierda para ellos es inmunda. Es la mano de limpiarse el culo.

—Maldita manía está de llegar tarde a todas partes— dijo dándose cuenta que mientras pensaba había dejado pasar la salida de la autopista. Ahora me retrazaré veinte minutos por lo menos.

«Estoy leyendo un libro sobre la noción del tiempo en las tribus africanas», le había escrito desde Cuba en un e-mail su suegro unos meses atrás.»Es verdaderamente enajenante pero tiene muchos puntos de contacto con lo que estamos viviendo. No hay sentido de futuro, no hay historia como progreso. Solo la vida chata y simple de mirar el hoy bajo el sol de las sabanas. Es como si todos nos hubiésemos vuelto viejos en un segundo. Una vejez de esas inactivas en la que sólo queda esperar. Algunos se ríen cuando les comento que con 58 años acabo de recibir mi maestría en ingeniería civil y tengo planes de continuar con mi doctorado. Pero si te quedan apenas unos años para jubilarte, me dicen. Como si después de eso fuese el diluvio. Nosotros estamos viviendo dentro del diluvio y el tiempo también trascurre. Si lo he de saber yo.»

De cualquier forma le daba tiempo para estar un rato en la fiesta. Seguro había sobrado algo de la cena, imaginaba. Se tomaría tres cervezas, se fumarían doce cigarros, Winston, regular, caja dura —que era todo cuanto le quedaba y no tenía tiempo de ir a comprar extras— y luego se fumarían dos o tres capri, mentolados, largos, de los de su esposa. Cada cual resumiría, como había sucedido inalterable desde la primera vez, una vida donde todo lo posible se había quedado a la distancia de lo eventual. Podíamos habernos tragado el mundo, comentaría alguno al final de la noche y luego se haría un silencio pesado como de velada concluida. Cada cual se iría despidiendo a su manera.

  De repente sintió que perdía el control de su auto cuando hacía un giro y se salió de la carretera chocando contra un muro de cemento.

—No era cosa de confiarse— dijo maldiciendo. La izquierda siempre termina tragándose todos nuestros sueños.

El Teniente Floyd Brasher es, si se estudia bien el caso, un precursor de la lucha contra los movimientos izquierdistas. Su «invento», un cono de acero remachado en la base, con el rótulo No Left Turn, situado en la intercepción de Coral Way y Ponce de León  Boulevard, en los años veinte, no dejaba duda de que en el tráfico como en la política un giro a la izquierda puede ser la causa de accidentes fatales.

Llegó cuando ya se apagaban las luces de su casa. Estuvo un rato fumándose un cigarro sentado en el contén de la acera. Después de esto entró sigiloso, se sirvió algo de comer y estuvo así, no se sabe si pensando o dormitando, mientras repetía en voz baja la única verdad que había descubierto durante sus años de exiliado: El único remedio para las cosas que no tiene remedio es dejar que pase un día tras otro.

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4 comentarios el “Point of No Left Turn

  1. Manuel Vazquez Portal
    14/09/2012

    Jochi, me gusta el cuento. Unas veces se me hace pliniesco, otras camusiano. Pero hay en él un grado tal de desgarramiento que lo hace irse mucho más alla de lo edónico o de lo existencialista. Para qué reflexionar sobre lo que ya sabe. Me gustó. Eso es mucho, sobre todo, cuando ya llegado a ese punto sin retorno, me doy cuenta que cada día es más difícil que algo cumpla ese elemental requisito que es el simple gusto, sin muchas explicaciones. Un abrazo.

    • Joaquín Badajoz
      18/09/2012

      Gracias Manolo. El simple gusto de un lector/autor exigente es un extraordinario elogio, por lo menos para mi. Me ha dado mucho gusto descubrir tu comentario y saber que pasaste por la puerta latina. Un gran abrazo,

  2. sindo Pacheco
    16/09/2012

    Muy bueno, Joaquín, gracias: Aquí transcribo un momento glorioso del relato:

    Había escogido ese reloj él mismo. Le parecía que estaba hecho con la pretensión de una joya. Una aguja que giraba inscrita dentro de tres pequeñas barras, sobre un fondo sólido; sin números, sólo un doce romano en el borde superior. Era un reloj ambiguo; salvo en los cuartos de hora tenía que hacer un esfuerzo para acertar con exactitud. Era como si la aguja tuviese la peregrina capacidad de flotar por un breve espacio antes de caer ante la dictadura del tiempo.

    Sindo

    • Joaquín Badajoz
      18/09/2012

      Una feliz sorpresa, Sindo, tu mensaje. Sorpresa y acicate. Respeto mucho tu garra de narrador, ese arte para secuestrar al lector y ponerlo a remar en la galera. Así que me voy a dormir feliz, cerrando con un comentario como el tuyo. Me alegra mucho que te haya gustado. Un gran abrazo,

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 09/09/2012 por en Narrativa.
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