Adónde van
Esas aves, adónde van esas aves quizá parientes de los cuervos. Vuelan a ras de las azoteas de Carlos III. Un manchón negro, satinado casi, deja atrás el centro de la ciudad. Aletean sobre una avenida gris (el cinturón de asfalto serpentea una ciudad igual de gris, igual de sucia). Es la intercepción de Carlos III e Infanta. La bandada cae en picada y se funde en el follaje de unos pocos árboles media hora antes de que la luz pútrida de la tarde se descomponga del todo.
Esas aves, adónde van esas aves que vuelan a ras de las azoteas. Las he visto colarse entre las ramas como el agua en las alcantarillas. Un estruendo es el piar. Las ramas se sacuden. Hay más de un centenar de estos pájaros negros. Es el momento de correrse a un lado y evitar el follaje. Sólo sé que son totíes, vuelan en bandadas, su plumaje más que negro es azul, muy oscuro, metálico casi. Ah, ponen huevos, devoran semillas e insectos y sabe Dios qué más. Y su mierda es bien líquida.
Esas aves, adónde van esas aves quizá parientes de los cuervos. ¿Qué harán entre las ramas además de cagar, piar, dormir? No soy biólogo, pero la luz pútrida de la tarde (en una ciudad tan gris y sucia como el asfalto) no las debe animar a la cópula. En los árboles de Infanta y Carlos III nunca vi un nido. Quizá la bandada escoge un mejor lugar para crecer y multiplicarse. Porque en las aceras, además de mugre y charcos, una bandada de gente agotada y gris desespera por un ómnibus, el baño, la cena, una cama.
Esas aves, adónde van esas aves que vuelan a ras de las azoteas. Tampoco mueren entre los árboles. Yo, que he esperado el ómnibus en esa intercepción, nunca vi el cadáver, satinado casi, de esas aves. Acaso porque allí tampoco se permiten desfallecer por lo que deben morir esos parientes de los cuervos. Hay demasiada gente agotada y gris en las aceras. Y si ni mueren ni copulan ni anidan allí, ¿dónde anidarán?, ¿dónde el macho penetrará a la hembra?, ¿dónde hallar el cadáver de uno de esos pájaros negros?
Cadáver exquisito
Oíamos entretanto la música, acompañada del
piafar de los caballos. Un modo de eludir las
enojosas preguntas.
‘¿Se dijo?’, Virgilio Piñera
Anoche soñé una mañana de diciembre. Una fresca mañana en la antigua Plaza Cívica. En mi sueño, el paso marcial de soldados y el lento avance de la vieja maquinaria de combate. Tras el estruendo de los cazas, se dividió el tumulto alineado frente a la Biblioteca Nacional. Y lo que mantenía en ascuas a todos irrumpió en la avenida. Mi padre (atónito) se rascó la testa y dijo ¿Qué carajo es eso?
Anoche soñé un ataúd, abandonaba la Biblioteca Nacional. La madera no brillaba a pesar de ese sol que casi todo calcina. Era un viejo sarcófago; acompañado del sonido del roce de las tablas contra el asfalto, siguió deslizándose hacia las carrileras interiores de la avenida. En aquella mañana de diciembre, por la senda interior y dejando un fino rastro, el ataúd pasaría frente a la antigua Plaza Cívica.
Anoche soñé a mi padre, atónito observaba un ataúd. El sarcófago seguía el mismo recorrido de los mambises a caballo, el yate rodeado de pioneros, pelotones de cadetes y soldados, tanques, lanzacohetes, obuses, anfibios. Pero en mi sueño la caravana se alejaba rumbo al litoral. ¿Mi padre?: su pellejo como piel de gallina al escuchar los crujidos de las maderas del sarcófago.
Anoche soñé una avenida bajo el duro sol del Trópico. Sobre el asfalto, el rastro que dejaba el sarcófago se hacía mayor. A pesar del lento avance, las tablas cedían y terminaban esparcidas en el pavimento. La tapa rodó. Y cayó. Y fueron las piernas las primeras partes del cuerpo en quedar a la vista de todos. Eran largas, flacas. Era blanquísimo el pellejo del muerto.
Anoche soñé un cadáver tendido frente a mí, frente a mi padre. Las pocas tablas que mantenían el cadáver a medio cubrir se desprendieron. Era un hombre delgado, sepultado sin ropas pero sí con espejuelos. Sobre su sexo una hoja. De parra. Marchita. No demoró en ser barrida por el viento. Amortajado, con sus bracitos en cruz sobre el pecho, quedó completamente desnudo. El muerto se deslizaba sonriente.
Anoche soñé una pregunta. Una larga pregunta. Tan pronto el hombre quedó a la intemperie toda la piel comenzó a oscurecerse a un ritmo mayor que la deriva. Sus piernas se tornaron rígidas (no la rigidez de la muerte, porque el muerto parecía tomar el sol). A la piel la fue ganando una rugosidad carmelita. Pétrea. Y emergió un hilo de agua entre las piernas, oídos, boca, las axilas. Una vez que el agua terminó de cercarlo batió en furioso oleaje contra el muerto. Del pecho brotó un nuevo hilo de agua (encontró cauce sobre el vientre y se arremolinó entre los vellos del sexo, en una cascada se mezclaría con ese pequeño mar que rompía en los límites del cuerpo). Con la humedad nacieron árboles y hierba a lo largo de los brazos. Entonces escuché un suspiro. Era mi padre. Un largo suspiro.
Anoche soñé la sonrisa irónica de mi padre. Se mesaba las pelusas de su testa y decía: Después de los árboles y la hierba vendrán las flores, ¿no te parece una pésima metáfora? Desde la avenida llegaba el rugido del pequeño mar (batía contra el arrecife formado alrededor del muerto), y el sonido del follaje (lo sacudían las rachas de viento). El cadáver estaba tendido bajo el cielo como suelen estar tendidas, al sol, las islas.
Anoche soñé una isla. Una pequeña isla en un largo sueño. Se deslizaba frente a la antigua Plaza Cívica. A lo largo de la avenida se veía el rastro de la isla que antes había sido un hombre amortajado. Decidí seguirla. Y convidé a mi padre. Sobre el asfalto las plumas (largas, rosadas, plumas de flamencos), espinas de pescados, ramas de albahaca, semillas de aguacate. Sentí ruidos de animales (el graznido de una bandada de cotorras, el canto del gallo, el grito de una puerca). Y aromas (el suave olor de la lluvia, frutas podridas, la tierra húmeda, mariscos, el nauseabundo vaho de los excrementos). Y sentí el perfume de la piña. Vi una bandada de pájaros. No sabía si el perfume de la piña podía detener el vuelo de un pájaro (la bandada de aves comenzó a volar en círculos).
Anoche soñé el arrecife. Nos acomodamos, mi padre y yo, sobre el dienteperro. El cadáver era verdaderamente una isla (un pedazo de tierra, vegetación y mucha agua, agua por todas partes, tal como suelen estar rodeadas las islas). Flotaba en una aparente deriva; una cenefa de mangles comenzaba a crecer a su alrededor. Con un poco de paciencia veríamos la caída del sol en ambas islas.
Ahmel Echevarría La Habana, 1974 Narrador. Obtuvo el Premio David 2004 en el género cuento con el libro «Inventario» (UNION, 2007); el Premio Pinos Nuevos 2005 con la noveleta «Esquirlas» (Letras Cubanas, 2006) y el Premio Franz Kafka de Novelas de Gaveta 2010 por la obra «Días de entrenamiento» (FRA, República Checa, 2012). En el 2012 obtuvo el Premio José Soler Puig de Novela con el libro «Búfalos camino al matadero» y el Premio de Novela Ítalo Calvino con la obra «La noria». Sus cuentos aparecen publicados en las antologías «Historias soñadas y otros minicuentos» (Luminaria, 2003), «Los que cuentan» —Una antología— (Cajachina, 2007), «La ínsula fabulante» —El cuento cubano en la Revolución— (1959-2008) (Letras Cubanas, 2008), «La fiamma in bocca» —Giovanni narratori cubani— (Voland, 2009), «Todo un cortejo caprichoso» -Cien narradores cubanos- (La Luz, 2011) y «El martillo y la hoz» (Isliada, 2011).
Muy buenos textos donde poeta y narrador son inseparables. Una voz muy propia.
De acuerdo con Cristina. La prosa es poesía y la poesía es prosa en estas dos historias. La imágenes que crean, vuelan con los pájaros y se nos vuelven sueño, intimo y personificado.
Abro Conexos y me encuentro con la grata de sorpresa de leer a un creador que es además uno de mis grandes amigos, de esos que que uno sabe desde el inicio que son para siempre. Lo que no me hace para nada ser parcial porque no hay necesidad. Ahmel Echevarría es de lo mejor de la literatura cubana contemporánea y yo celebro mucho esta iniciativa de Conexos de contactar a la otra orilla.