Revista Conexos

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La adúltera y otros relatos

JESÚS ALBERTO DÍAZ HERNÁNDEZ

Jesús Alberto Díaz HernándezFoto: Ernesto G.

Jesús Alberto Díaz Hernández
Foto: Ernesto G.

La adúltera

                                    «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra «

                                                                                              Juan 8:1-7

Teniendo en cuenta que los sacerdotes son los corderos de esa energía que llamamos Dios, no voy a negar que no hay nada extraordinario en encontrar a un fraile repasando las escrituras a altas horas de la noche, como es el caso de Fray Florencio que hojeaba la biblia en la quietud inmemorial de su parroquia, procurando –tal vez– un tema para el próximo sermón. Eran las once en punto cuando sus dedos se detuvieron en el Evangelio de Juan, en el pasaje donde Jesús defiende a una mujer acusada de adulterio por los fariseos y los escribas. Me atrevo a decir que el fraile tenía una fijación por ese capítulo, porque todas las noches concluía sus lecturas con el mismo, al parecer la esencia de palabras como «adúltera«, «prostituta» lo incitaba a masturbarse; lo cual era inaceptable tratándose de un respetable funcionario de la iglesia. Pero según las enseñanzas: aquel que esté libre de pecados que lance la primera piedra, murmuraba constantemente. Ya comenzaba a acariciarse el pene, cuando se escucharon unos toques que venían de la puerta principal.

Cauteloso procede hacía la misma arreglándose la sotana y al mirar por la rendija aparece una muchacha humilde, de mirada gatuna que le pide que la deje pasar la noche. La muchacha era algo rara, por su aspecto se puede conjeturar que no era de los alrededores, su vestimenta no iba acorde con la época, más bien parecía como si viniera de un tiempo extinto. Ahora concentrémonos en Fray Florencio, que escrutaba a la muchacha con cierto júbilo, aunque se podía notar en él una leve tendencia al morbo. No está de más decir que los frailes son sectarios de la imaginación. En fin, vislumbrado por el misticismo de la joven, y sin pensarlo mucho –por así decirlo– la  invita a pasar, ofreciéndole rápidamente algo de beber, ella acepta una copa de vino, agregando que el vino no viene mal para calentar el cuerpo, cosa que a él le parece extraño, sin embargo esa presencia ante sus ojos lo estimula, había algo en ella que aunque ignoto, le era misteriosamente familiar, además el morbo es más fuerte que el pudor.

Cuando él  regresa con el vino, la encuentra completamente desnuda, leyendo el mismo capítulo que él había estado repasando. De modo que empieza a sentir una sensación aún más fuerte que la que había sentido hasta ese entonces, como una bestia de orden simbólico dentro de un ser material, produciéndole una erección descomunal, dejando caer el vino, la sotana y las sagradas escrituras, abalanzándose vorazmente sobre la muchacha, sus cuerpos se entrelazaron como dos sierpes enardecidas sobre las páginas impregnadas de vino.

Al rato el fraile se levanta con la intención de buscar más vino, sin embargo hay que tener en cuenta que detrás del placer viene la caída, el falo que cae como un Dios ante la creación. ¿Sería esto acaso una de las formas seductoras del diablo? Se preguntaba el fraile, entonces vuelve la vista atrás y ve que la muchacha había desaparecido, en su lugar quedó la biblia abierta en el pasaje de la adúltera, las páginas ya no estaban impregnadas de vino, alrededor, seis piedras ensangrentadas formando la imagen de la estrella de David sobre el acto consumado.

Solo puedo agregar que Florencio fue lapidado ante el altar de su parroquia la siguiente mañana, farfullando el Evangelio de Juan mientras las piedras, abrían zanjas en su piel.

Fue ella quien lanzó la primera piedra.

 

Atentado en la estación de trenes (Madrid, 2004)

Eran las 7:36 A.M, cuando el terror salió corriendo por los andenes, llevaba 191 cráneos en la bolsa, el estallido se escuchó en toda España, los hospitales se abarrotaron de huesos, en tanto el pánico deambulaba por los pasillos con un detonador en la mano, a esa hora, el ajetreo de los periodistas, las sirenas de los patrulleros irrumpían en el lugar de los hechos. Petardos prontos a estallar fueron desactivados, pero el pánico aún corría salpicando sangre por las calles. Del otro lado del mundo, en el bar de un hotel cinco estrellas y con la paciencia de quien llena un crucigrama, alguien ordena otra copa de Chardonnay, mientras pasan la noticia en CNN.

 

Lidia

Después de todo no era mal parecida la viejecilla, sentada en el sillón donde mi abuela había mecido los verdosos días de mi infancia, pero Lidia, la viejecilla, cuya trenza oreaba el polvo de sus nalgas, estaba allí sentada arreglándose el cabello, mientras una sombra la cubría con su manto. El espectro de Hermes hacía gala de su costumbre desplazándose entre los muebles. Ella le sonríe, le da un beso en la mejilla, de tal modo que su cabello se enreda con el pétaso, él la mira con azoro transformándose en un recuerdo maloliente, mas no era Hermes el griego, sino Toño el carpintero y ella, la viejecilla resultó ser un cráneo de Mar-Pacífico que con el tiempo fue marchitándose en la memoria, entre el vaho del sillón y esa sonrisa hueca reflejada en aquel cuadro que me eriza hasta los huesos.

 

Josefina la cantora y los ratones del barrio

Confieso que escucharla no era nada placentero. Era más bien fastidioso. Aquella sinfonía de chillidos resonaba en todo el barrio. Sin embargo, nunca nadie se atrevió a tirarle un huevo, al contrario se los vendíamos. Durante veinte años toleramos su complejo de Esther Borja. A pesar de todo admirábamos su fuerza de voluntad. También nos mató el hambre todos esos años, además los ratones abandonaron nuestros tugurios para instalarse en su barbacoa, donde melodiosamente hacia los merengues, que luego nos vendía a cinco centavos.

 

La iglesia

 «Supongo que lo que os contaré a continuación,
ha de garantizarme un puesto cerca del Cancerbero»

En las afueras del pueblo, la iglesia de oro.

Al frente la glorieta que contempla los ilustres mármoles, los carros de lujos alrededor de la iglesia de oro.

Entretanto un pordiosero mastica la palabra en la glorieta, su biblia desvencijada en el banquillo hospitalario.

Una monja se acerca y le pregunta:

–¿Si creéis tanto en Dios, entonces por qué no entráis?

A lo que responde el pordiosero con una nobleza desgastada por el deterioro:

–Porque la intemperie ejerce en mi una paz intrínseca.

–Porque si entro a la iglesia dejo de creer en Dios.

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5 comentarios el “La adúltera y otros relatos

  1. Manuel Ballagas
    02/12/2012

    Siempre habrá quien la tire, esté o no libre de pecado. La gente es muy hipócrita.

    • tinitodiaz
      03/12/2012

      Así mismo es amigo. Gracias por leerme.

      Saludos!

      Tinito

  2. Cristina
    03/12/2012

    Tinito, me ha gustado en especial el de Josefina. En tanta brevedad,del retrato, tanta fuerza. Y luego esa parábola de la iglesia de oro me recuerda algo que escribí hace años sobre un mendigo llamado Manuel que se sentaba a las puertas de la iglesia de Reina. Un abrazo desde acá.

    • tinitodiaz
      03/12/2012

      Gracias Cristi, por tus palabras, por leerme. Por otro lado me gustaría leer tu texto sobre Manuel, sería interesante, estoy seguro.

      Un abrazo!

  3. Gilda N. Perez
    03/01/2013

    Buenisimos pero los que mas me gustaron fueron, La Adultera y La Iglesia.
    Saludos

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 01/12/2012 por en Narrativa.
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