Tenía que contarte todo, Abigail. Debías saber que la vida, o Dios, o algún espíritu protector (¿Vivaldi tal vez?) está poniendo las cosas en su lugar. Al menos hay cierta pujanza para que esto ocurra y no seré yo quien descrea. Cuando me enseñaste aquella frase de Cristina Peri Rossi: “los emigrantes tenemos una vida emocional muy inestable”, me resistí a tomarla como verdad. Después de todo, ¿qué son las palabras sino semillas de ceibo al viento? Yo me niego a desintegrarme en emociones por haberme sumado al ejército de parias que no tiene tierra propia. No quiero enloquecer en el cambio, te lo juro a ti y a todos los que me dicen que nada es como lo habíamos pensado. Me dirás que un talento en la flauta como Ivette se muere de tristeza en Austria trabajando de camarera. Y Marco Antonio da tumbos en Madrid sin poder levantar cabeza con el saxo ni en un club de mala muerte.
Como siempre tuve que ir a verte, porque encima que no tienes carro dejas de pagar el teléfono. Es esa tendencia nihilista que asumes con todo. Seguirás siendo un desastre si te empeñas en malvivir como mesero en un restaurant hoy y otro mañana. Dios quiera y conserves la guitarra para poder mostrarle a Emily la clase de concertista que eres. No solo eso; la voz que te gastas cuando interpretas a esas canciones feelinescas que hacen llorar a media humanidad. Esa voz a prueba de alcohol y trasnoches que le enseñarás llegado el momento. Porque la vida es una prueba constante de habilidades que no termina ni siquiera con la muerte. Hasta en el más allá indagarán si eras virtuoso o mediocre, si te preparaste para la trascendencia…
¿Sabes cuántas asociaciones me vienen cuando voy doblando con mis manos los electrocardiogramas de esos ancianos que tumbados frente a mí se dejan succionar los impulsos del corazón, sin ofrecer resistencia? Cuando voy colocando los stickers en sus pechos hundidos, muchas veces enfisémicos, encubridores de secretos horrendos, pero deseosos de que todavía no venga el fin, busco mirar sus rostros y siempre veo una invocación a la clemencia que creen merecer. No soy boba; sé que la mayor parte de los enfermos que vienen a este hospital tienen dinero, lo que los hace poco probable de ser inofensivos. En esos papeles quedan registrados los latidos de todos los deseosos porque la vida les de una moratoria. A veces alguno me pregunta qué creo de su electro. Yo pudiera decirles algo pero no debo romper la ética de que sea el médico el que diga. No debo comentarles cómo se ve de alterado el ritmo sistólico-diastólico de su músculo vital. De las atrofias en el funcionamiento se ocupará el especialista correcto. No es que no sepa ya leer bastante bien esos registros en oleadas. Si aprendí a leer la música, el deslizamiento del oboe en la orquesta, ¿por qué no iba a aprender cómo se articulan los latidos de ese puño que encubre el esternón?
Pero Emily tiene algo distinto. Se resiste a morir, y no por el agarre de su carne magra a la teta de la vida. Ella tiene un destino, Abigail, y no te rías pensando que he descubierto el agua tibia. Tienes que escuchar la historia de principio a fin para entender que no es una vieja cualquiera, sino lo más parecido a un ángel que puedas conocer. La encontré en el mismo Mount Sinaí, donde la operarán a corazón abierto. Con una sonrisita que le achica más sus ojos azules pretende minimizar el asunto. Yo hice mi mejor esfuerzo por entendernos en ese inglés de pesadilla, como si tuviera que ascender a la punta de un cerro donde un titán colocó para mí la última manzana de la tierra. Supongo que Emily es de los que premian el esfuerzo. Ella conoce bien La Habana porque acompañaba a su padre allá en viajes de placer y negocios. La verdadera Habana, me rectifica, y a su mente acuden espléndidos cócteles, autos de lujo, el Hotel Nacional con sus jardines de ensueño. Su padre representaba a la RCA Víctor en la Isla. No era un vulgar vendedor, la música lo apasionaba. Yo recuerdo como escuchábamos esos discos del perro y el fonógrafo en mi casa. ¡Qué curioso! Tal vez fueron esas mismas placas las que me iniciaron en la pasión por la música. Se lo digo con el convencimiento de quien nota algo por primera vez y eso la entusiasma. Entonces la anciana a la que le abrirán la corteza del pecho para ajustarle su dislocado mecanismo de relojería, me promete devolverme al paraíso.
Sé que te preguntarás qué paraíso es ese. Porque estando en Cuba el paraíso estaba en la vieja Europa o en la Yuma. Pero estando en la Yuma (a donde llegamos de disímiles modos: elegidos en sorteos milagrosos, casados con yumas, reclamados por familiares, cruzando la frontera con el alma y los pies secos, invitados a eventos de los que desertamos) el paraíso se llamaba Miami. Los cubanos aquí pastan en una mítica pradera donde ni tú ni yo todavía nos sentimos a gusto. Mi frágil anciana, a quien le he registrado minuciosamente su bombeo interior, me participa que el paraíso que me toca no estará acá sino en un lugar de recóndito nombre, en correspondencia con su ubicación geográfica. Me cuesta trabajo repetirlo, pero si empato el latín de hombre y las últimas sílabas de guasasa, me sale. Homosassa.
¿Recuerdas, Abi, cuando supimos lo de Tarkovsky y los americanos, su impresión de que ellos actúan todo el tiempo como si estuvieran en un set de televisión? Si lo vemos así un concierto de oboe, una operación a corazón abierto, todo es susceptible de trocarse en espectáculo. Hasta la muerte, cuyo ritual se encarga de antemano. Te asombrará saber lo que vino después, cuando quedamos en vernos en un lugar ajeno al hospital.
Por la insistencia de ella fuimos a un restaurant cubano. El clásico; ese cuartel del viejo exilio con su arsenal de pasteles y una inagotable reserva de café. Su esposo la hubiera llevado a un asteroide con tal de hacerla feliz. Ya él pasó por eso. Quiero decir que ya fue intervenido por lo mismo. Los muertos son más recios, más resistentes a todo, ya no sufren. Un cuerpo muerto ya no es desafiado. En cambio, nosotros… Tuve el tiempo justo para salir del hospital, irme a la casa, bañarme y ponerme el vestidito de las citas respetables. Emily apareció con un simple pulóver de colores pasteles impreso con un “I love Miami”. Yo espero un día llevar puesto uno que diga “I love Homosassa” si llego a desprenderme de ese olor a hospital y a esos aparatos a los que estoy ligada por necesidad. No me quedó otra. Mi hermana me lo aclaró bien cuando llegué al paraíso: “Olvídate del arte. ¿Qué prefieres estudiar, electrocardiograma o flebotomía?” Mi oído delicadísimo prefirió el primero. Pero abdicar de un oboe no es cosa fácil, menos si has pasado media vida conociéndolo, acariciándolo. Diciéndote día a día que es el sonido más reconfortante que puedas escuchar, que lo de su timbre de pato es un estereotipo sin fundamento.
Mi anfitriona lucía vital sentada frente a una tanda de croquetas y empanaditas. “Quiero probar de todo un poco», dijo en el idioma del titán que me puso la manzana en alto. “No tengo miedo a morir, mucho menos de una indigestión”, me confesó luego de limpiarse los labios pintados de un carmín subido. Sé que Dios me dejará acabar esta obra. Uno de los mejores arquitectos del mundo trabaja en el proyecto. Quiero que tenga varios pabellones dedicados a los países con los que mi padre o yo misma tenemos un enlace especial. Uno de ellos es Cuba y tú me ayudarás. Volverás a tocar; Dios nos va a ayudar a todos. ¿Sabes que yo guardo la versión original de María la O entre mis pertenencias más queridas? Mi padre se la compró a Lecuona y lo trajo a estrenarla acá. Mi padre merece que yo haga esta obra en su memoria. El teatro llevará su nombre. Por cierto, ¿qué crees de invitar a la inauguración al ballet de Ucrania?”
Sé que convencerte, Abi, será difícil. Es tu carácter, tu idea de que el mundo funciona de una manera nefasta, que no debe esperarse nada de una civilización que aún venera la Coca Cola y repleta un estadio deportivo para escuchar un sermón. Sin entrar en careo contigo, creo que nosotros podemos aportarle mucho. Mira a Rafael que es tan nihilista como tú pero expuso el mes pasado en una gallería de Wynwood. Es la actitud, la constancia. Rafael, que tampoco maneja, pero pinta la relación enajenada entre el hombre y el vehículo. Le oí hablar sobre la idea del “mirroring”, que significa reflejar, como lo haría por ejemplo un espejo retrovisor. Pero es también imitar; esa condición mimética y pasiva de toda una cultura. Yo le hablé de eso a Emily, pero no sé si me entendió. Procuraba impactarla entre sorbos de champola y pellizcos de croqueta porque quiero demostrarle que puedo ser una pieza clave, alguien de la que puede beneficiarse en grande por la cantidad de artistas que conozco. “Emily, me has caído del cielo”, le dije mientras probaba un tres leches muy especial; postre que nunca conocí en Cuba, pero para eso está Miami, para relacionarnos como piececitas en un mosaico bizantino.
Créeme que llegando a la casa ya te estaba llamando y ahí es cuando supongo que te cortaron el servicio. Propio de ti. Te advierto que con esta mujer tendrás que ser muy serio. No podemos darle la impresión de que improvisamos. Los americanos apuestan por el optimismo, lo contrario le levanta sospechas, resquemor. Se muestran vitales, confiados en el poder de sus actos, que casi siempre empalman con un plan divino. No quiero que lo arruines otra vez como lo hiciste en el ISA o en la gira por Italia. Si fuera mi especialidad te hiciera un electroencefalograma, pero hasta ahí no llego. Lo mío está dentro, en la cavidad toráxica. Allí donde también se supone que se localiza el amor, pero yo no sé. No registro esas ondas en las tiras de papel que salen de la máquina a diario. Se habla de arritmias, de insuficiencias cardíacas, pero nadie habla de que su órgano no late como debiera por el objeto amado, o usted no sabe amar, usted está próximo a la muerte afectiva. Sería brutal, pienso. ¿Lo sería? ¿O tal vez al pautar nuestros afectos, registrarlos con ayuda de tecnología segura, nos haría concientes de nuestras carencias emocionales?
Cuando me quité el vestido negro de las ceremonias estaba eructando algo parecido a los efluvios del tamal en cazuela. En ropa interior me acerqué a la computadora para preguntarle a Google, el gran oráculo, por Homossasa. Sus respuestas eran lacónicas, casi se me enfría la pasión por el gran proyecto de mi vida y de la vida de Emily Patterson. La ciudad no llega a los 3000 habitantes. Cifra nada halagüeña para quien piensa en un destino cultural. Bueno, probablemente la gente no aporte mucho pero tampoco interferirá en contra, me consuelo. El público podrá llevarse, en rediles apetentes, desde Orlando u otras ciudades más pobladas. Habrá que hacer una gran inversión en propaganda porque hasta donde veo Homosassa es una ciudad fantasmal. Lo más relevante es que tuvo una plantación de caña de azúcar y un artefacto para procesarla, aunque no sé si le decían trapiche como en Cuba. Allí se abastecieron de energía los confederados cuando la Guerra Civil. El propietario de esas tierras, un tal Yulee, fue asesinado cuando la contienda y los esclavos puestos en libertad. Eso me suena como un buen precedente para mí: quizá yo aquí recobre mi libertad creativa. Algo bueno descubrí: Homosassa cuenta con un parque natural y refugio para la vida salvaje. No te rías; ya sé que piensas que el paisaje de la Florida es insustancial, pero esconderá una vida propia y supongo que su gente mansa no obstaculizará un proyecto cultural. Tiene que ser. No solo en este mundo serán efectivas las guerras, las crisis y los desastres ambientales. La gente necesita del arte tanto como del pan, aunque no lo sepa. Tú y yo, Abi, venimos de un país que nos hizo artistas aún cuando nos negaba el pan.
Menos mal que no te has negado a que fuera a pagarte el teléfono y pudimos conversar más calmado sobre la novedad.
–¿Y si la vieja la palma en medio del quirófano? –anunciaste como un pájaro de mal agüero. ¿Has pensado en eso?
–He pensado en todo. Pero eso no ocurrirá. He tenido un sueño…
–Martin Luther King también y ya sabes cómo terminó en este gran país. ¿O por casualidad en tu sueño la duquesa te daba un bulto de billetes para que te ocupes del pabellón cubano, donde seguramente pondrá la partitura de Maria la O en una vitrina blindada…?
–¿A qué le has dado hoy? –me tomaba el trabajo inútil de averiguar. Si vas a seguir así mejor te saco de esto. Esta señora necesita gente con ideas y fuerza para el proyecto, no jodidos pesimistas, y con adicciones para colmo –le hablo lo más duro que puedo.
–Perdona; se me olvidó que hablo con un ser limpio y cristalino. No te enfurruñes. A ver, voy a intentarlo de nuevo. ¿Cómo dices que se llama la tierra prometida?
–Homosassa. Ahora es una tierra de nadie, pero deja que ese teatro se levante –trato de ser persuasiva.
–¿Vas a contarme por fin el sueño, mi ángel?
–No te rías, cabrón. Yo estaba con todo el equipo médico presenciando la operación. Iban a ponerle una válvula o un marcapasos, no se distinguía bien. Pero Emily en vez de acostada, estaba colgada y abierta como una res. Podía ver como alguien le hurgaba dentro del costillar. Metía su guantazo entre las arterias y decía: “aquí hay algo raro. Un objeto no identificado. Los demás miraban con cara de no jodas más a esa infeliz. El hombrón insiste y saca algo envuelto en sangraza; trata de limpiarlo con el típico paño verde de cirugía. “Miren esto”, lo levanta y yo me quedo alelada. Entre sus manazas está mi oboe. Sí, como me oyes, mi oboe. “¿Qué hace esto aquí?”, pregunta el tipo, histérico. Emily, toda expuesta, inmóvil, abre los ojos como si escuchara. De pronto todos me miran con culpabilidad. Yo agarro el instrumento y salgo precipitadamente del salón. Siento que no sé adónde voy ni cuál es mi culpa en todo esto. Pero el instinto me obliga a no parar de correr, a escapar. Al final de un pasillo encuentro una escalera curva que da paso a un salón de amplios ventanales. La claridad es atorrante.
Recostada en un diván está Emily, ya totalmente cosida, como si la intervención no hubiese tenido lugar. Me sobresalto y busco esconder el dichoso oboe entre mi vestido, pero ella me calma. Me dice algo así como que no me avergüence. “Toca algo para mí. Algo que me asegure de que no es el fin”. Me acerco a la ventana y toco. Afuera ondula una calma verde, como en un paisaje inglés. “Ellos no saben”, me interrumpe. “No saben que tus soplos y mis soplos se conectan”, eso creo que me dijo. Yo me abstraigo en la melodía y miro el paisaje y luego otra vez el salón, pero Emily ya no está sola sino todo el equipo quirúrgico está ahí reunido. Han venido además otros enfermos que me escuchan y absolviéndome, se absuelven…
–Estás loca. Sin dudas estás loca. Porque para sonarse de esa manera sin meterse nada, hay que estar loca. No te ofendas. Tú sabes que estoy contigo en las malas y en las peores. Vamos a darle a ese proyecto en las mismas costillas.
Así que creí contar contigo como aliado. En el camino aparecerán otros que también sean capaces. Me gustaría que esto no fuera un triunfo mío sino generacional. Ya estoy hablando como esos jodidos líderes que dejamos atrás. Pero no hay que mirar atrás sino al futuro. A la promesa que se nos abre en esa tierra marcada por historias de esclavos sublevados y los restos de un molino azucarero. ¿Coincidencias? Dijiste que me estaba permeando de ese optimismo vital americano, yo que nunca canté loas a la patria chiquita. ¿Será que estoy oliendo el poder real del billete, sus conveniencias? Con un sinfín de consignas no se levanta un teatro.
Faltando pocos días para que la operen, suena el teléfono y eres tú, listo para provocar un diálogo con ese sabor a Salinger que nos persigue.
–¿Te acuerdas de Fitzcarraldo? –preguntaste sin saludar.
Tuve la tentación de decirte que nunca fui a la cinemateca. Pero era imposible no recordar aquel barco surreal llevando todo el peso de una obsesión fuera de control. “I want my opera house”, gritaba el demonio de Klaus Kinski. La iglesia cerrada hasta que la ciudad de Iquitos tenga una ópera. La cara de Mick Jagger en la escena.
–Pensé que me llamabas para decirme que Emily rebasará todo –te dije en tono de reproche. No quiero seguir registrando las sacudidas de esos corazones a punto del desahucio.
–Ok, será como tú digas. Solo quería recordarte esa película. Tiene gracia que no recuerdes. La vimos juntos.
–Lo siento, Abi, no recuerdo. ¿Quién dices que es el director?
–Herzog. Werner Herzog.
–¿Herzog? No, no recuerdo. Pero allí estaba la cara de perturbado de Klaus Kinski, colérico, con el poder de una tempestad. La asocié con Emily, toda delicadeza, y había algo maléfico en el resultado. La culpa es tuya, Abigail. Yo quiero lo mejor para ti, para todos, y tú te empeñas en serrucharme el piso como el mejor carpintero del infierno.
María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos “Procesión lejos de Bretaña” y “El maestro en el cuerpo”, además de otros dos libros para niños. Cuentos y textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, EEUU, México y España. Desde el año 2006 vive en Miami.
Gran narradora. Gran periodista. Y una de las escritoras más modestas y por ende, amantes de la verdadera literatura que yo conozco. Su libro «El maestro en el cuerpo», que tengo el placer de atesorar en mis anaqueles, constituyó para mí una grata revelación. Definitivamente, este ha sido un número lleno de sorpresas.
Como siempre la agudeza con que Cristina aborda los temas no deja de sorprenderme, sobre todo la sencillez en su persona, teniendo en cuenta que el arte no es más que una forma reveladora del ser, un acto de humildad, una sensación y para mi Cristina es un ejemplo de ello. Por lo que me dá una satisfacción no solo el hecho de leerla en estos lares, sino también el privilegio de tener su amistad.
Un abrazo!