Los cementerios
No ha cesado la lluvia; desde la oscura veranda del santuario los jardines
parecen disolverse; y hacia la tarde, poco queda ya por descubrir de su
cuidada indiferencia.
La discreta torcedura de las ramas, las sogas invisibles que comban los
arbustos, los pasos desgranados en guijarros, se distinguen con la
misma claridad de su ficción.
Lejos de los portones, las luces tempranas de las casas del fondo demoran
la silueta de las tumbas, de las tablillas escritas que dan a sus ventanas.
No es demasiado el peso de la lluvia; sobre las tejas pavonadas o cenizas
corren hilos de agua que tardan en caer sobre otras tejas rotas,
amontonadas en el suelo.
Un tiempo acaso, que diríase inmóvil, aísla cada hoja, cada poro de tierra,
cada gota deslizada en las rendijas y los hace brillar por un instante,
como si nada más hubiera.
Un mismo tiempo en el que todo parece recortado de algún paisaje
enorme, de alguna cordillera filtrada por la niebla, sin envés y sin sombra
un paisaje distante donde apenas se vislumbra construcción o aliento, o un
sólo trazo desvaído y breve iluminando el techo de una casa en las faldas.
Detrás de la veranda alguien habrá de estar, o nadie; de las puertas
cerradas, del opaco esmeril de los cristales, sólo se advierte el reflejo
de la lluvia.
En las urnas, al pie de los sepulcros, se compacta la arena ennegrecida por
los restos de incienso, y algo de pétalos y barro da en flotar en la boca
de los tiestos vacíos.
No hay estatuas, ni bustos, ni mármoles crispados, sólo volúmenes
geométricos pulidos en piedra, casi mudos, casi repetidos, inútiles para
la pasión o el sufrimiento.
Dispersas, se humedecen también imágenes de dioses, en roca y musgo o
bronce bien gastado, y en los rincones, llaves de agua, baldes,
mangueras, cazos para limpiar las tumbas.
Sobre el bochorno de la tarde hay un cielo turbio, un cielo amarillento y sin
lluvia sobre los edificios que ocultan la colina, sobre los callejones
torcidos que llevan a los templos, sobre las flores dispuestas al borde
de la acera.
Sólo lo que parece detenido parece existir: el lento deslizarse de los autos
bruñidos, el desmontar de los ciclistas ante el fulgor de los comercios,
el cúmulo de transeúntes al pie de los semáforos serían lo más cercano
a una única sombra.
No es el cielo tersamente nublado del otoño, ni el ralo resplandor con que
se anuncia la tormenta, ni la discreta bruma de esas ciudades tórridas
que se abren al mar, o a la brisa, o a ese viento cortante como las rocas
de las escolleras.
Pienso en la luz, pero bajo el cetrino cansancio de la tarde, sólo deseo un
poco más de oscuridad: una casa de madera raída, con cristales opacos,
y una mujer menuda, de caderas estrechas, sentada frente a mí,
hablando y comiendo de platos compartidos.
Sólo esa casa en la ciudad profunda, y así otras, agrietadas y grises, ni muy
cerca ni muy lejos de los trenes, entre pasajes angostos donde se
disimulan tiendas embotadas de plantas, de anuncios desvaídos de
después de la guerra.
Nada es ni ajeno ni demasiado propio, y sin embargo, todo viene a mí
como si siempre lo hubiera tenido; no es mi rostro el que se asoma por
sobre esos puentes que simulan puentes de cuando hubo canales, no
es mi lengua la que los describe.
Lejos de la imaginación o la costumbre, ignoro todo aquello que no está a
mi lado, y vislumbro paisajes destruidos, paisajes minuciosos que ahora
llamo recuerdos, y no hay en mi memoria otra ciudad sino esta ciudad
que nunca me diría suyo.
No es la noche; apenas, un poco más de oscuridad: quizás por el bochorno
de la tarde, o por su cielo ambiguo, o quizás porque siempre la quise,
como si alguna vez me hubieran obligado a amar la luz o a vivir la
eternidad de algún verano.
Entre el parpadeo de las señales y de las multitudes, nada puedo ver sino
esa casa en la ciudad profunda y esas calles estrechas y sin nombre
movidas por los árboles; las oiría desnudo, tendido en una estera,
tal vez dormido, tal vez ligeramente ebrio.
Nada, o más bien, muy poco, es lo que ha acontecido.
Imperceptiblemente, todo se ha comenzado a repetir y en el puerto
las velas tardan mucho más en cuadrarse ante los vientos o la calma.
Nadie parece partir ni retornar porque tal vez es más sencillo desearlo;
los batientes anuncios de tormenta son escuchados apenas, y
quienes miran al mar siguen masticando con la misma lentitud.
De algún modo, no se ha perdido la belleza, pero llegará el tiempo en
que no habrá belleza o vanidad que pueda soportar tanto deseo, y
dará igual el hilo de saliva que corre en la camisa
o los restos de aceite y de comida que han reducido el mar. Entonces,
nadie podría partir ni retornar aunque quisiese; los cuerpos se
descubrirían demasiado sordos, demasiado fláccidos
y sólo servirían para ahogarse en silencio o increpar a la familia por
tanta soledad. Si alguien tendiera una mano, tendría que ser lo
suficientemente fuerte para desterrarlos de su propia miseria;
ellos lo saben, pero aun así (¡y cuántos barcos no han varado sólo por
esperarlos!) temen que sus residuos filiales, esos que alimentaron
por su propio miedo, no se hundan del todo,
y que si quieren regresar a tierra, los vientos los desvíen, y que la
calma los detenga ante unos puertos no muy diferentes de
donde partieron.
Cuando murió, besaba un libro de John Donne, y hubo que
despegar sus labios de esas páginas consteladas de versos que
él nunca imaginó escribir, pero que fueron todo lo que tuvo al
final de sus días.
Desterrado en su propia inocencia, la felicidad que alguna vez
hiciera levitar con sus palabras fue demasiado suya como para
que, al hacerlo, no dudara de ello, y no destruyera cada frase
con la misma obsesión de un aprendiz.
Yo lo vi en la casa de los muertos, cianótico, como si me observara
yo mismo en un espejo, y lo envidié por sus labios y su lengua
ya vacíos y por sus versos, que él creía sufrir sólo para
acercarse un poco más a la tierra.
Sé que lo que calló, John Donne lo hubiera dicho, porque nada en
su vida fue distinto de un alma redimida. Murió y no le
importaba; vivir nunca llegó a ser gran cosa para él, salvo por
ciertas circunstancias más o menos carnales a las que, a veces,
les llamaba amor.
En el camino que sube a los andenes, donde las residencias se
cierran como claustros y apenas se vislumbran sus jardines, vi
una rosa erguida sobre una barda de bambú, una única rosa
iluminada por el polen de la primavera.
Debí haber visto otras flores asomando y creciendo en las
acequias, y en los tiestos al pie de las ventanas, o aun
brotando de entre los cerezos, pero nada recuerdo sino esa
única rosa, o esa flor que lo aprendido me ha hecho
imaginar como una rosa.
La vi, y sin detenerme, mis ojos se nublaron, se volvieron hacia
adentro, hacia la rosa, y si hubo alguien más en el camino
tampoco ahora puedo recordarlo; tal vez nadie más estaba
y fue esa extraña soledad, o acaso, la primavera misma.
Iba a ver la ciudad, iba a ver mi cansancio de ciudades de polvo
diluirse en el temblor de sus paredes encimadas y líquidas, de
sus cascadas de signos de neón, de sus comercios angostos y
brillantes, pródigos como un fondo marino.
Iba a ver la ciudad y estuve hasta la noche, hasta la hora de los
últimos trenes, palpando, estimando los objetos ingeniosos y
compactos que alguna vez hubieran sido géneros recamados
en oro, lacas, marfiles, sedas como labradas en agua.
Y regresé diciendo: es bello, es bello; y al bajar de la estación,
apenas detenido entre la multitud, vi unas flores sembradas
en una jardinera, unas flores blanquecinas y sobrias que lo
aprendido me ha hecho imaginar como flores sin nombre.
Y mis ojos se nublaron, y lloré; tal vez fue la tristeza de mi
soledad, o acaso, la primavera misma; o tal vez la inocencia
de estar al fin donde siempre lo quise, sin nadie a quien
demostrar creencia alguna, lejos de una patria no menos
aprendida que la rosa.
Emilio García Montiel
Emilio García Montiel. La Habana, 1962. Estos poemas forman parte de la compilación de la poesía de Emilio García Montiel publicada bajo el título de Presentación del olvido (Linkgua, USA, 2010).
http://www.amazon.com/Presentacion-Ediciones-Malecon-Spanish-Edition/dp/8499534961/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1355872535&sr=8-1&keywords=Presentaci%C3%B3n+del+olvido
Emilio es sin duda unos de los poetas más significativos de nuestra generación, es bueno chocar con estos textos…gratos para mí en extremo. Gracias Emilio/