Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Nombrar a Abilio Estévez

ELIZABETH MIRABAL Y CARLOS VELAZCO

En Barcelona, muy cerca de las torres de la Sagrada Familia, a veces hay tanto calor como en La Habana. En momentos como esos, Abilio Estévez se ve obligado a leer con un ventilador a medio metro, mientras recuerda, no sin cierta hilaridad, aquella revelación de Freud de que no había podido escribir durante el verano a causa del calor vienés. Trabaja casi sin detenerse, y con tal intensidad que suele olvidar a qué órbita del reino animal pertenece. Aunque existe una Habana intangible que viaja con él, la que se alza en el plano de la realidad y aún no se evapora, persiste en su misterio, en hacerle distinguir entre las ruinas visibles e invisibles, alguna que otra sorpresa agradable. Escribe las cartas en plural porque rebautiza a los amigos. Continúa descubriendo la belleza en objetos que resulta imposible nombrar en estas páginas. A duras penas, ha logrado superar la languidez que muy pronto advirtió en él Abelardo Estorino. Finge en sucesivas imágenes, sobriedad, disgusto, alza la mano y saluda a alguien ficticio en lontananza, hasta que estalla en una carcajada como pocas. Camina descalzo por una playa a la que arriban los pelícanos y acaso recuerda el verso de Gastón Baquero: “Escribo en la arena la palabra horizonte/ Y unas mujeres altas vienen a reposar en ella./ Dialogan entre ellas y se esfuman tranquilas./Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene…” Asegura que todavía no encuentra su palacio distante, ese ansiado reino de la felicidad, y a ratos nos da cita en las cercanías del mausoleo Gur-i Mir de la antigua Samarcanda o en los salvajes y ancestrales páramos de Yorkshire, y sobrevienen encuentros auténticamente trascendentes en los que se cuentan historias como si, al igual que Scheherazade, nos fuese la vida en el intento.

 

¿Consigue alguna vez alejarse “del mismo discurso”, “el mismo referente histórico”, “el mismo argumento de ideologías vencidas, dificultades materiales y espirituales, muros levantados y venidos al suelo, ‘incilios’ y exilios, esperanzas y desesperanzas” al que asegura que usualmente estamos convocados los cubanos?

Supongo que es difícil alejarse de ese discurso. Al fin y al cabo, y aunque lo enmascare de mil formas, con disfraces de muchos colores, uno intenta “escribir” su propia vida. Y, si me perdonan la evidencia, la vulgaridad o incluso la tontería: la propia vida ha sido como ha sido y nada se puede hacer para evitarlo. Me habría encantado nacer en otro lugar y en otra época (siempre posterior, por supuesto, al descubrimiento de la penicilina), en un lugar acaso “aburrido” como Nueva Zelanda, donde nacieron, por cierto, Katherine Mansfield y Kiri Te Kanawa, pero gracias a una compleja conjunción de obviedades y misterios, nací en La Habana, en Marianao, al lado del cuartel de Columbia, un 7 de enero de 1954. ¿Qué se puede hacer? Siempre recuerdo aquella conferencia de Camus en Upsala cuando ganó el Premio Nobel, y en la que comienza citando a un sabio indio que pedía cada día en sus oraciones, a la divinidad, que “lo salvara de vivir una época interesante”. A nosotros, la divinidad no nos ha salvado. Hemos vivido, para bien y para mal, una época interesante. De modo que ahí estamos, batallando con el mismo discurso, dando vueltas al mismo argumento, intentando entender, con la mayor astucia y la mayor ingenuidad, qué nos ha sucedido con todo eso y si valía la pena o no.

¿Qué le ha reportado ese distanciamiento?

Puede que todo distanciamiento ayude a “ver” mejor. ¿No era esa la teoría de Brecht? Aunque a mí esa teoría no me convence (el dramaturgo Brecht nunca me apasionó), porque estoy de acuerdo con Nabokov cuando dice que se debe estar al mismo tiempo distanciado y apasionadamente cercano. De cualquier modo, observen que digo “ver” y no “comprender”, porque comprender, lo que se dice comprender… Bueno, no creo que nosotros, al menos nosotros, podamos hacerlo nunca. Quizás sea posible, lejos y apasionadamente cerca, ver mejor esa mezcla de carnaval, comedia y tragedia en la que hemos sido protagonistas, antagonistas, coreutas y, sobre todo, víctimas. Como si de pronto uno tuviera un respiro y pudiera sentarse unos minutos en la butaca del espectador. Probablemente no sea más que una ilusión, ya lo sé. Toda ilusión puede ser hermosa y reconfortante. Un momento de alivio antes de subir otra vez al escenario y continuar y continuar, hasta “que caiga el telón” como decía Isabel I, en el momento de morir, en una biografía muy cursi que leí cuando era niño.

 

¿Cuáles son los estereotipos de la cubanidad que más le molestan y por qué?

Todos los estereotipos son incómodos, ¿no? Cuando me preguntan qué es la cubanidad, no sé responder. Solo lo sé cuando no me preguntan. Como San Agustín con el tiempo. Y por lo general sé un poco de la cubanidad por negación. Quiero decir, sé que no soy francés, catalán ni boliviano. Me gusta, por ejemplo, mirar descaradamente al otro, algo que en Barcelona puede ser de mal gusto. Y en Nueva York, algo peligroso. Por supuesto, me molesta que digan que somos un pueblo muy alegre y con un gran sentido del humor. No estoy muy de acuerdo con que el cubano, en general, tenga ningún sentido del humor. Le encanta el choteo y quizás sea bastante irresponsable, pero de ahí al sentido del humor hay un enorme trecho de verdad. Creo que tras la máscara de “lo gracioso que somos” existe una gran solemnidad. Observen qué en serio nos tomamos, cómo nos creemos el centro del mundo. El tono enfático y grave de nuestros políticos, desde Martí hasta hoy. Cuando estoy en una fiesta y digo que soy cubano, por poner otro ejemplo, todo el mundo me pide que baile. Y yo no sé bailar. Es el momento de la vida en que más envidio a Carlos Acosta. Una vez Abelardo Estorino respondió: “Soy cubano, no tengo nada que explicar”. Yo nací en La Habana, soy habanero, de manera que no es algo que experimente. Es algo que los demás experimentan por mí. Es algo de lo que se percatan los otros, que te hacen saber los otros. No sé muy bien qué es ser cubano. ¿Será que me gusta mucho Ñico Membiela? ¿O tal vez que odio el calor? ¿Y qué disfruto mucho los dulces muy dulces?

 

Más allá de la moda, esa tendencia que ha señalado, ¿de qué prisma se apropiaba siendo joven para distinguir “lo verdaderamente luminoso” en la cultura cubana?

Esto de lo “verdaderamente luminoso” tiende un poco al equívoco. El adverbio debe ser adaptado: lo verdadero “para mí”. No sé si uno pueda dar por “verdad” lo que aprecia en una cultura tan joven. Me encanta Miguel de Carrión, pero cuando pienso que aproximadamente por esa misma época se estaba publicando En busca del tiempo perdido… De cualquier modo, aquí es preciso que hable de algo que fue determinante en mi vida: conocer a Virgilio Piñera en 1975, cuando yo tenía solo veintiún años. He dicho en muchos lugares que era un verdadero mayeuta, un maestro, un magister ludi. Enseñaba jugando. Vivía en la literatura y a su alrededor todo era materia literaria. Con él se vivía en una permanente Epifanía. Gracias a él pude apropiarme de algunas armas para ir tentando y descubriendo lo “verdaderamente luminoso” de lo que era luz falsa. Y no solo en la cultura cubana. Leer y apreciar, ¿no es un aprendizaje?

 

En su novela Los palacios distantes Victorio y Salma encuentran en el pequeño Liceo de La Habana un espacio para la realización, un oasis en la ciudad que se derrumba. ¿En qué medida la cultura representa una posibilidad de salvamento para usted?

Puede que la palabra “salvación” suene demasiado grande, solemne, religiosa, pero está bien; para entendernos está bien: la salvación, la consolación por la cultura, o, más precisamente, por la literatura. Tengo la impresión de que esa necesidad de encontrar un refugio en la cultura, viene de una insatisfacción con la vida. Flaubert le escribía a Louise Colet que el único modo de soportar la existencia era sumergirse en la literatura como en una orgía perpetua. Pues eso. Si no existiera ese espejo que atravesar, creo que seríamos más desdichados. La literatura tiene algo que la vida no tiene, quiero decir que la vida propia no tiene (o que uno no tiene la posibilidad de “ver”), y es la forma, la estructura, el orden. El principio, el desarrollo, el desenlace. Y cuando la vida no va o va mal, o incluso cuando va bien, siempre tenemos La montaña mágica, Los hermanos Karamázov, Dombey e hijo y todo adquiere una dimensión maravillosa.

 

¿Cuáles son las experiencias más emotivas y literarias que recuerda de su estancia en la casa de Abelardo Estorino y Raúl Martínez?

Había helechos, platiserios, mientras Raúl Martínez pintaba en su estudio, se escuchaba buena música. Recuerdo especialmente, no sé por qué, a Henry Purcell y a John Coltrane. Se detenía, se servía un trago de whisky, fumaba un cigarro, conversaba un poco y volvía a trabajar. Era como decía Lezama en el primer número de Espuela de Plata: “El perusino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor solución: ‘Prepara la sopa mientras pinto un ángel más’”. Estorino se sentaba con las piernas por encima del brazo de la butaca, igual que si tuviera quince años, y hablaba de cómo le había ido el ensayo. Comentábamos algún libro que leíamos. A veces veíamos una gran película: Sunset Boulevard, El sacrificio, Johnny Guitar, El inocente. De la cocina llegaba el olor de la comida que hacía la señora G. con cara de desprecio y de pocos amigos. Sonaba la campanita que avisaba que la mesa estaba puesta. No deben olvidar, además, que en esa casa hicimos el trabajo de dramaturgia para que Abelardo Estorino concibiera la puesta de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea. Una obra, como todo el mundo sabe, inspirada por su Milanés. Yo tenía treinta y dos años, había escrito mi primera obra, había ganado con ella un premio nacional y Estorino la dirigía en el Hubert de Blanck. Pedir más era una herejía. Viví todo aquel proceso como una resurrección. Recuerden que Piñera había muerto en 1979 y había sentido que se cerraba una puerta demasiado grande. De pronto, fue como respirar de nuevo. Maravilloso. El trabajo de mesa con Pepe, luego el trabajo con los actores, los ensayos, y la puesta… A veces se reunía el grupo de amigos en la sala. Estorino leía su última versión de Ni un sí ni un no, de Vagos rumores. La biblioteca no era muy extensa, pero había en ella libros que yo había leído antes de conocer a Martínez y a Estorino. Virgilio los pedía para mí. La primera lectura que hice de El mundo alucinante, con la dedicatoria de Reinaldo Arenas, así como la primera de En busca del tiempo perdido, en la edición de Aguilar, libros ambos de la casa de la calle 25.

¿Cuál es esa Habana indispensable que necesita y lo acompaña a donde vaya?

La Habana de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud. O al menos eso supongo. No sé si hablo de La Habana o hablo más bien de mi niñez y de mi adolescencia. Un período cuyo recuerdo me reconcilia con muchas cosas. El orden militar (entonces no sabía el horror que se escondía en la palabra “militar”) de Columbia; aquella escuela casi dentro del cuartel donde vivían mi tía y mi abuela; mi casa de la calle 102; los viajes a Bauta, de donde era mi familia; los otros viajes al centro de la ciudad, que traían siempre el premio de una merienda en el Ten Cents; el Coney Island; la playa cercana; la plaza de Marianao, adonde acompañaba todos los domingos a mi padre; el olor de las cocinas; las tardes como detenidas de mi barrio, que se llamaba Hornos, a la hora de la siesta; el olor de los galanes y los jazmines en las noches; la victrola de la esquina donde se escuchaba a Ñico Membiela, a Orlando Vallejo, a Panchito Risset; los programas de tangos con que mi padre siempre se deleitaba. En fin, para qué abrumarlos. Un mundo que no ha desaparecido para siempre porque está aquí, conmigo.

¿A qué urgencia interior respondió su deseo de rehacer el mundo a través de la literatura?

Como les dije antes, esa urgencia interior debe provenir de una insatisfacción. Me gusta el orden, la estructura de los libros, orden y estructura que no encuentro en la vida. Quizás para ver el “orden y la estructura” del mundo hay que ser Dios. Lo cierto es que necesito escribir, y más aún necesito leer. Habitar “otro mundo” donde lo cotidiano se convierta en algo literalmente fabuloso. Lo mejor, sin embargo, es no explicar nada. “La rosa, sin por qué, florece porque florece”. Eso decía Ángelus Silesius.

 

¿Ha sentido alguna vez la necesidad de contar una historia para ofrecer una versión distinta a la oficial?

Sin lugar a duda, si uno es sincero, si trabaja con honestidad, siempre intenta contar una historia diferente de la oficial. Entiendo que la frase “historia oficial” designa a una serie de hechos contados por el poder triunfante. Pues el escritor, que está, o debe estar en las antípodas de todo poder, debe contar la historia no oficial. “Elemental”, diría Holmes.

¿Es dueño y señor de las realidades que construye en los libros?, ¿disfruta ser Dios en sus reinos?

Me da mucho gusto “construir” una historia. Quiero decir que me divierte sobremanera elaborar una estructura, unos personajes a los que les construyo una biografía, un lugar o unos lugares que intento ver muy nítidamente para luego describirlos. No sé si eso me hace “dueño o señor” de esa realidad, pero sí es cierto que uno siente en ese momento que camina por un terreno muy seguro.

¿Cómo cree encontrar lo trascendente en su obra?

Lo “trascendente” me parece una palabra demasiado trascendente. Intento ser honesto y trato también de buscar una verdad propia, “mi verdad”, como decía el poema de Heberto Padilla. Y luego, por supuesto, como en el poema de Padilla, dejar que cualquier “cosa ocurra”. No sé si lo que escribo es trascendente o no. Tampoco me inquieta mucho. Al fin y al cabo, en la literatura, ¿qué es lo trascendente? ¿No es un término equívoco y variable, que cambia con el tiempo?

 

Se ha referido a la importancia que le concede a dominar sus personajes. ¿Cómo es su diálogo con ellos?

Hasta donde sé, ellos siguen el camino que les he pensado. No confío mucho en ese tópico que suelen repetir los escritores de que los personajes cobran vida propia. Me parece una banalidad un poco pretenciosa. Ellos cobran vida propia cuando alguien abre el libro y comienza a leer. Pero mientras los escribo y describo, responden a lo que quiero y espero de ellos. No me ocurre como a ese personaje de Calvert Casey del cuento extraordinario “Adiós y gracias por todo”. Si un personaje tuerce su camino no es por propia voluntad, sino porque el escritor decide que tuerza su camino.

 

¿Coincide con los que estiman que la azotea es un símbolo en su obra del alcance momentáneo de la libertad?

Totalmente. Es la “ascensión”. Es un estadio más alto, donde el techo es el cielo. Dicho así suena cursilón, pero qué se le va a hacer. La azotea es el lugar de andar por encima, de huir, de alcanzar cierta impalpabilidad. Abajo queda la calle con sus rutinas y sus baches. En la azotea uno se dispone a volar. Últimamente me he percatado, con cierta sorpresa, de la cantidad de techos y azoteas que hay en mis libros.

¿Y de qué opresión huyen sus personajes cuando ascienden a una azotea?

Huyen de la mirada del otro, la mirada del Big Brother. Huyen del miedo, sobre todo del miedo. Huyen del encierro, de las condiciones que impone la historia o la política. Huyen del fatum. O en todo caso es lo que pienso yo. ¿Y qué piensan los lectores?

¿El ambiente de marginación puede en alguna medida ser saludable para un escritor?

No solo es saludable, sino imprescindible. La literatura es algo que se hace en los márgenes, instalados en el No, en la duda y en la sospecha. El escritor es un hombre que observa y señala. Y para observar mejor y señalar con mayor eficacia, se debe estar en los márgenes. Ese es al menos mi punto de vista. Tan vulnerable como yo mismo.

¿Qué le ha dado más placer, la reacción inmediata del público al ver una puesta de una obra suya, o los ecos de esa relación secreta entre el lector y la novela?

Las dos cosas dan mucho placer. Pero el aplauso del público ante una obra de teatro tiene algo tan intenso como fugaz. Cuando se acaba la función y el público se dispersa, experimento una especie de melancolía. La relación con el lector de novela, por más desconocida, misteriosa, provoca un gozo más duradero. A veces recibo cartas, cartas que trae el cartero, ese señor –en mi caso, una señora– que llama dos veces, no mensajes de e-mail, de lectores que me agradecen. Y eso reconcilia, da un gusto, una sensación de “deber cumplido”, por decirlo así, con una frase casi militar.

¿Cuáles son las novelas que al leerlas, le hacen sentir un placer igual o superior a cuando escribe una?

No, insisto, siempre me da más placer leer que escribir. Novelas que me provoquen una inmensa satisfacción, unas cuantas. Ahí pondría tres novelas de Dostoievski; y pondría La guerra y la paz, Las ilusiones perdidas, Almas muertas, Dombey e hijo, Naná, Los miserables, En busca del tiempo perdido. Y si me pidieran que me acercara un poco más al presente, incluiría El obsceno pájaro de la noche, La casa verde, Pedro Páramo, La vida breve, El negrero, El reino de este mundo, Paradiso, El mundo alucinante, y, por supuesto, todo Faulkner, y muchos, muchos escritores norteamericanos que no cito porque sería una lista bastante grande.

¿Por qué no se refiere a los autores que lo influyen sino a los que le gustaría que lo influyeran?

Esa respuesta la doy cuando me piden la lista de escritores que creo que me han influido. Suelo entonces decir que esa es una lista engañosa, porque a veces uno no dice lo que de verdad lo ha influido, sino lo que uno quisiera que lo hubiera influido, que no es igual. Uno miente mucho sobre sí mismo. Y supongo que no es fácil dar con las claves de la formación propia. Que yo admire un libro hasta el punto de leerlo y releerlo hasta tres y cuatro veces, como me ha sucedido, por ejemplo, con Los hermanos Karamázov, no quiere decir que pueda reconocer esa influencia en mí. Que admire a Juan Carlos Onetti o a Felisberto Hernández, ¿significa que me han influido? Puede ser. Puede no ser. No lo sé. No puedo saberlo. Lezama lo dice muy bien: “Casi siempre lo que apenas conocemos es lo que logra influenciarnos. (…) Las influencias no son de causas que engendran efectos, sino iluminan causas”. A veces, en el caso de los verdaderamente grandes, es un escritor el que crea sus maestros.

¿Cómo se las arregla para convertir historias triviales en ideas genésicas?

No sé responderla. O tal vez no me atrevo.

¿Apuesta conscientemente por que se diluyan las fronteras entre los géneros literarios?

No, no me doy cuenta de eso. Escribo y sospecho que las fronteras siempre son difusas.

¿A qué atribuye la relación temprana e intensa que tuvo con varios escritores relevantes?

Si Dios existe, al destino, y si no existe, al azar. Yo quería ser escritor y tuve la suerte de encontrar a Virgilio Piñera y a todos aquellos amigos maravillosos de La Ciudad Celeste. ¿A qué se debió? Pues Dios lo sabrá. En todo caso, si Dios existe, le agradezco mucho. Y si no existe, le agradezco igual.

¿Por qué asocia el hecho de vivir en una isla con la tendencia a asimilar las cosas de manera sensorial?

Ahora no estoy seguro de que sea una característica de isleño. A lo sumo puedo decir que es algo que me ocurre a mí, y tal vez no tenga que ver con la isla-Cuba, sino con la isla-Yo. He vivido siempre muy sensorialmente. Y creo haber disfrutado de los sentidos con suficiente intensidad. Como ha dicho alguien por ahí, no tengo mucha capacidad especulativa. No solo acepto que sea así, sino que me importa muy poco. Un narrador, gracias a Dios, no es un filósofo. Un narrador debe saber mirar, tocar, oler, saborear, escuchar, debe tener imaginación, conocer lo más posible el idioma que maneja –debe tener un buen diccionario, el María Moliner, por ejemplo–, conocer algunas estrategias para contar, y haber leído, ni siquiera mucho, sino bien. Sheherazade no piensa: ella cuenta. En una ocasión le escuché decir a Alicia Alonso una frase sabia –en eso ella sabía lo que decía–, que vale para todo lo que uno crea: “Es necesario dominar la técnica, y luego extender sobre ella la ilusión de la facilidad”. El subrayado es mío.

 

¿Cuál es el lector que le interesa lo quiera más?

Me gustaría un lector exigente, moroso, que se detenga en los detalles, que no lea para saber qué va a suceder, sino qué está sucediendo, que disfrute las palabras, que se deje llevar por la atmósfera, que se embarque en un libro como quien va de viaje, con alegría, sobresalto, un poco de miedo y de resignación, que aprenda a respirar con la misma respiración del escritor, que entre en el libro sin ideas preconcebidas. En fin, el lector ideal, como pueden ver.

¿Cómo des-escribe?

Leo muchas veces lo escrito. Una y otra vez. Elimino y elimino. Nunca es suficiente. A veces, cuando el libro acaba de publicarse, me percato de que podía haber eliminado más aún. Creo en lo que decía Borges, que “la música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos, ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizás el hecho estético”. Por eso es necesario que en la narración haya silencios, muchos silencios, cosas que no se dicen del todo. La inminencia de una revelación que no se produce.

Ha dicho que a diferencia de Virgilio Piñera, que escribía porque pretendía ilustrar una tesis, a usted solo le interesa contar una historia. ¿Qué les diría a quienes encuentran falsamente ingenua esta declaración suya, a quienes perciben la presencia de tesis en su obra?

Les diría que no hay ninguna ingenuidad en querer contar una historia. No entiendo por qué deba ser mejor o peor contar una historia para ilustrar una idea, a simplemente contarla por el mero placer de hacerlo. En cualquier caso, ya les dije que no me muevo muy bien entre las ideas. La mayoría de los narradores-ensayistas me aburren. Me gusta un libro porque me abre la puerta de un mundo desconocido. Un mundo con todo el paisaje necesario para que constituya un mundo. No quiero saber cuando leo, sino disfrutar. Y eso es lo que quisiera lograr cuando escribo. Por último, Virgilio Piñera tiene páginas que están entre las más deslumbrantes de la literatura cubana y no solo cubana. No sé si hay una “tesis” detrás, por ejemplo, de “El caramelo”, de “El balcón”, de “El conflicto”. Da lo mismo. Lo que provocan en quien los lee es una experiencia que está muy por encima de que exista una tesis o no que defender. Con esto quiero decir que no tengo que defenderme de no querer mostrar tesis, ya que Virgilio Piñera se encuentra tan por encima de mí, que, como cualquiera comprenderá, no es un juicio de valor el que intento establecer con esa disyuntiva.

¿Qué de útil y enriquecedor encuentra en el diálogo provocador con sus autores iconos?

Siempre es muy útil establecer un diálogo provocador con esos autores-maestros. Negarlos tres veces y luego levantar un templo. De esos conflictos se sale muy enriquecido, porque es en esos conflictos en los que uno comienza a conocerse.

¿Continúa muriéndose de la risa con los críticos cubanos o ya le han dado alguna señal para que los tome en serio?

¿Dije alguna vez que me moría de risa con los críticos? Bueno, pues les di un papel demasiado hermoso. Hace tiempo que no leo a ningún crítico cubano, así que ahora mismo no me dan ni risa ni tristeza. Y a propósito, ¿hay críticos cubanos?

Ha insistido en que no cree en la existencia de otra vida a no ser esta. ¿No se ha sentido nunca seducido por la idea contraria?, ¿por qué esa certeza exclusiva en el aquí y el ahora?

Cuando era adolescente iba mucho a la iglesia, pero creo que esa incipiente fe era en realidad estética. Me gustaban, y me gustan, los templos con sus imaginerías y su recogimiento. Y si suena un órgano con un gran coro, como me sucedió la primera vez que entré en la basílica de San Pedro en Roma, entonces ya es una experiencia mística. La verdad: me gustaría creer en otra vida. Me gustaría creer en Dios, pero no me ha sido concedida esa gracia. Tengo lo peor del judeocristianismo, que es el sentimiento de culpa, con el que poco a poco trabajo para que se aleje por completo de mí. Y no tengo lo mejor, que es la fe en un ser superior. Leo cuanto puedo sobre religiones, me interesa desde el budismo, Madame Blavatsky y Gurdjieff, hasta los evangelios, pero es que me seducen los misterios. El instalarse en el “aquí” y el “ahora” tiene sus ventajas. Aunque insisto en que no se me da bien la filosofía, puedo citar una frase de Heidegger: “No es necesario que la meditación nos eleve a las regiones superiores. Es suficiente con que nos detengamos en lo que nos es próximo, aquello que concierne a cada uno de nosotros: aquí y ahora”. Una vez más hablamos de “la inminencia de una revelación, que no se produce”. Sin embargo, debo decir que he conocido mucha gente maravillosa. Como decía Marguerite Yourcenar citando a Saint Martin: “Hay seres a través de los cuales Dios me ama”. Me parece que me excedo en citas. Y eso refleja no solo pedantería, sino falta de seguridad.

¿Cuáles son esos fracasos personales de los que da testimonio en sus obras?

Según como se la mire, toda vida es un triunfo o un fracaso. Depende de uno, y de nadie más, que sea una cosa o la otra. Es uno quien se pone la medalla o quien se la quita. Lamento, por ejemplo, que mi amistad con Virgilio Piñera durara solo cuatro años. Lamento haber pasado tantas veces por la calle Trocadero, mirar al interior de la casa de Lezama, incluso verlo, y nunca tener el valor de acercarme. Antes sentía que me hubiera gustado haber podido viajar muy joven. La primera vez que salí de Cuba yo tenía treinta y cuatro años; la primera vez que fui a Venecia, tenía treinta y cinco; la primera vez que estuve en Nueva York, tenía cuarenta; la primera vez que estuve en París tenía cuarenta y seis. Ahora me parece tonto, pero durante años mis deseos de conocer mundo eran desesperantes, y no conocer esas ciudades extraordinarias con la edad y el ímpetu requeridos, me creaba mucha insatisfacción. Pero cuando lo analizo bien, fue un privilegio conocer a Virgilio durante cuatro años. Fue un privilegio haber siquiera visto a Lezama. Recuerdo que en una ocasión estuve en la apertura de una exposición de Chinolope, con fotografías sobre Alicia Alonso, en la Biblioteca Nacional, y las palabras fueron leídas por Lezama. Cuando lo pienso bien, tengo más triunfos que fracasos. Y los fracasos tienen también su lado de triunfo. Estuve una vez varios días en un calabozo. Mientras estaba allí, en la Quinta Estación de Marianao, sentía que el cielo se me unía con la tierra. Pues bien, ahora podría enumerarles una enorme cantidad de beneficios que me trajo esa detención. Solo les diré uno: todos se enteraron de que yo era gay, y todos los que me importaron, lo entendieron.

¿De qué manera las “fuerzas demasiado telúricas” con que trabaja un autor pueden llegar a destruirlo?

Lezama decía más exactamente que le gustaba un escritor que manejara fuerzas que pareciera que fueran a destruirlo. No es que lo destruyan o no. Es que se lance. Estamos hablando de la ambición literaria. Es que el escritor emprenda las “tentativas imposibles”. Ambición, obstinación, arrojo. Aspirar a lo mucho para alcanzar al menos lo poco. Lanzarse a todo para encontrar aunque sea algo, por pequeño que sea. Uno debe levantar bien los ojos, abrirlos mucho, prepararse, con todas sus fuerzas, para la batalla con la realidad. Hay una frase de Cicerón que tengo delante de mi ordenador y que me sirve para comenzar el trabajo cada día: “El tirador debe hacer todo lo posible por dar en el blanco, pero en ese acto de hacer todo lo posible por dar en el blanco consiste el verdadero blanco”.

¿Se ve a sí mismo como un escritor pesimista?

Como ven, no soy nada pesimista. No soy un Leibniz, pero tampoco un Schopenhauer. Incluso soy muy optimista, porque siempre estoy esperando algo mejor. Lo que sí puede ser que sea un hombre triste. La doctora Pogolotti siempre me lo dice: “llevas una gran tristeza”. Sí, ella tiene razón. Triste, nostálgico, pero no pesimista.

La Habana-Barcelona, marzo de 2009

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Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco (Foto: Joel Martínez)

Elizabeth Mirabal (1986) y Carlos Velazco (1985) son autores de Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965 (Premio Enrique José Varona UNEAC 2009 y Premio de la Crítica Literaria Cubana 2011) y de la selección de entrevistas Tiempo de escuchar (Editorial Oriente, 2011). Juntos han merecido en el género de prensa escrita los premios nacionales de periodismo cultural Monchy Font 2006 de la UNEAC y Rubén Martínez Villena 2006 y 2008 de la Asociación Hermanos Saíz. Mirabal es coautora de Los pintores escriben (Ediciones Boloña-Fundación Alejo Carpentier, 2012) y Velazco compiló el volumen José Martí: el ojo del canario (Ediciones ICAIC, 2011).

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7 comentarios el “Nombrar a Abilio Estévez

  1. Daína Chaviano
    10/03/2013

    Excelente entrevista, tanto en sus preguntas como en las respuestas. Gracias a Conexos por este texto tan interesante y por servir de puente entre la joven intelectualidad de la Isla y una voz tan valiosa del exilio cubano. Ojalá abundaran más este tipo de colaboraciones. ¿Quiénes mejor que los propios artistas e intelectuales para comenzar a cruzar ese falso muro con que han intentado separarnos otros hombres que sólo saben de poder y ego, y casi nada de arte y humanidad?

  2. Héctor Garrido
    11/03/2013

    Leer esta entrevista ha sido un hermoso regalo para empezar el día. Por un lado por Abilio, sin duda, y en primer lugar -para mi todo un descubrimiento- y por otro, por Elizabeth y Carlos, que la han sabido timonear en el nivel y en la dirección que merecía.

  3. JUAN CARLOS VALLS
    11/03/2013

    Tengo la sensación de que converso con Abilio Estevez…….exelente regalo,agradecido.

  4. Mariana
    12/03/2013

    Al leer los libros de Abilio uno imagina el ser tras las letras. Esta entrevista es la voz. Gracias.

  5. Edel Morales
    22/03/2013

    seductor, profundo, sincero, gracias Abilio, Elisabeth y Carlos

  6. Maria Carod
    22/03/2013

    Excelente,entrevista.He visto a un maestro de la literatura narrando experiencias vividas,imaginaciones en palabras mistica.Un perfecto Artista,estoy muy feliz de haber caminado en el tiempo con mi amigo de la escuela,de caminar con el por donde yo misma caminaba.Felicidades a ustedes y a Abilio porque estoy totalmente segura de Dios es el que lo lleva de su mano.

  7. Maria Carod
    22/03/2013

    Gracias Abilio por darme la oportunidad de conocer tu talento expectacular.que Dios te siga bendiciendo.

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 10/03/2013 por en Entrevistas.
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