Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Tres cuentos de Juan Carlos Valls

JUAN CARLOS VALLS


LOS DONES DEL CAFÉ

 

En la mañana todo se ve diferente. Aunque hace tiempo que no consigo descansar del todo, mi cuerpo me transmite la sensación de que es posible empezar de nuevo y corregir lo que, más que errores, es la inevitable consecuencia de los miedos que he ido acumulando.

El café marca el inicio. Me tambaleo entre la poca luz y la gata que va enredando sus pasos con los míos, mientras su miau suena más a reclamo que a fidelidad. Lavo la cafetera que como siempre quedó sucia. Echo a andar el poderoso olor que a esa hora sustituye el incienso o las velas con que sobrepongo mi mundo al real. Con el café se despierta la manía de contar, cuento las cucharadas de azúcar, las de crema, las pastillas de la presión; entiendo que es el orden lo que me obsesiona y cierro los ojos para evitar ver que mi vida ha sido lo contrario.

Tífany vuelve a enredarse, yo cuento las veces que voy a su estatura y la aprieto para que sepa que me abrazo yo mismo, que cuando le hablo es porque sé que su sigilo responde a mis preguntas. Pongo el café en el vaso, pensando que me acompañará todo el día. Miro a través de la ventana el arbusto, que de tan perfecto, es como asomarse a un cuadro que retrata el afuera, el no soy, el ritmo de los otros con los que me comparo y en cuyas vidas pongo mi meta.

Es el café, lo sé por los días en que olvido comprarlo o lo derramo torpemente sobre los trastos limpios y termino diciéndome que soy estúpido; que de ese modo es que derramo sobre lo simple la soledad bárbara, la histeria que disfrazo de incomprensión y los pequeños enemigos que se acumulan frente a la misma puerta estrecha por la que salgo en aventura diaria.

Es ahí donde el café aquieta y enfrento la lluvia, el tráfico, la oficina. Hago planes para almorzar que luego rompo y cacareo números y fechas como si en ello se preparara mi propio casamiento; esa vida ordinaria que evadí creyendo que lo difícil era ser diferente y que ahora añoro como alguna vez hice con los juguetes imposibles. ¡Y qué coño tiene que ver esto con el café!, pregunto. Vuelvo a llamarme estúpido aunque ahora de dientes hacia adentro, mi cara es el poema ridículo que siempre ruego no escribir. Sonrío y digo buenos días, buenas tardes y agradezco al café la dualidad de ser quien soy y convivir con el esperpento que sueña.

Las jornadas son unas veces cortas y otras largas. Todo depende de lo fútil, de la pedantería de unos y de las sutilezas de otros. El tiempo no es un reloj ni un viaje, ni la palabrería con que contraigo compromisos; más bien transcurre a la par de lo que deseo, de lo que soy secretamente, de lo que parece distante, pero se aposenta y filtra cada poro hasta inundarme.

Así, en el enredo de las múltiples conversaciones, yo con el otro; el otro con el poema ridículo que mi cara es. Ambos al final dominados por la humana decadencia y por el sol en picada me sorprende lo que, sin artificios poéticos, podríamos llamar la antesala de la noche. Conduzco a casa sin importarme la lluvia, el tráfico o la oficina. Abro la estrecha puerta, me espera Tífany que se enreda en mis pasos con un miau que suena más a fidelidad que a reclamo. Entre la poca luz enciendo el televisor, como si todo el día hubiera esperado este momento. Busco en lo fácil, preparo algo de comer y con gesto de anciano pienso en que tal vez será mejor, y ya sin fuerzas para lavar la cafetera reclino la cabeza en lo que traerá el café y espero a que amanezca.


 NUNCA HE PROBADO EL QUIMBOMBÓ


Nunca he probado el quimbombó pero sé que no me gusta. Eso le dije a un amigo, hablando de por qué creo que las personas son diferentes unas de otras. Mi amigo espera que reúna poemas de varios autores para el próximo número de su revista, pero la encrucijada está en seleccionar, buscar nombres que luego se conviertan en el tema de conversación de la siguiente tertulia. Por un nombre empieza todo. Se recuerda una cara. Se lee un libro. Se reescribe una historia.

El quimbombó es para mí un tema recurrente. Cada vez que alguien insinúa que debo probar antes de decir que no quiero, viene el recuerdo de abuela Nena parada frente a su cocina de carbón, anunciando la hechura de un quimbombó, en cuyo olor se refugiaban todas las narices familiares, incluyendo la mía y la de los vecinos que se acercaban, con el pretexto de comprar un aguacate, o de usar el único teléfono en varias cuadras a la redonda. La madre de mi padre sabía hacer de la poca comida una fiesta. Extasiaba ver como rebanaba las verduras que luego, al sopor del aceite, y mescladas con pequeños trocitos de carne, acababan siendo aquel olor que nunca he podido relacionar con la imagen viscosa y ordinaria de un quimbombó que se respete.

Como dije antes, por un nombre empieza todo. La cara de mi abuela sigue anclada en la memoria y los libros, después del quimbombó, son la medida exacta de cuánto creo conocer a una persona. Cuando leo, aunque no sé con quién, converso. Trato de establecer un puente, entre las palabras y la incesante comezón que inaugura una travesía por lo desconocido. Busco en los gestos, en lo que pudiera parecer una mentira, en una mueca de abstinencia. Las palabras terminan siendo cuerpos en cuya piel aparecen tatuados los caprichos que dieron lugar a su existencia.

El amigo ha puesto en mí su confianza. Cree que tengo buen ojo para la poesía, pero en el fondo influye más el modo descarado de apachurrar lo que creo inconcluso. Debo escoger. Las posibilidades de acuerdo a mi sentido del orden, no son muchas, pero hay nombres. Construyo el inventario, y aunque parece un episodio del absurdo, abuela Nena reaparece, cazuela en mano, revolviendo una mezcla que esta vez no trae la fuerza de sus yerbajos inconmensurables, sino un caldo de palabras que me invita a probar y del que yo reniego como en los viejos tiempos de la resistencia.

 Debo escoger. Hay nombres que ni siquiera pronunciaría. Otros, se cierran ellos mismos la posibilidad. Creo que en este punto es que se cruzan las diferencias. Los que hablan de sí y los que hablan de lo que no serán. Los que hablan de sí, creyendo que no podrán ser otra cosa y los que hablan de lo que no serán por no haber probado aquello, cuya viscosidad fue más fuerte, que su deseo de haber sido tomados en cuenta. Pero el amigo ha puesto en mí su confianza .Rastreo. Unas llamadas por teléfono ayudan a aclarar lo que parecía difícil. Puedo entender que se trata de reescribir la historia, de alimentarla con los detalles que fuimos olvidando y que se reacomodan trayendo nombres, lugares y reconciliaciones con los olores del pasado. Los poemas están reunidos. Acaso sea yo el que quede sobrando, en esta mezcla de autores que al fin y al cabo pondré a convivir en las páginas de la revista de mi amigo. Tal vez deba escribir algo diferente que no mutile el deseo de no envejecer, pero que tenga un sentido menos figurado, más cercano a lo que circunda. Nunca he probado el quimbombó. Eso le dije buscando una metáfora para justificar nuestra cercanía y he conseguido un carretón de olores, que en la memoria ha despertado un vicio nuevo. Contar. Por un nombre empieza todo. Se recuerda una cara. Se lee un libro. Se reescribe una historia. Y por qué no, también se consigue una certeza. Sería bueno entonces comenzar una historia diciendo: nunca he probado el quimbombó, pero sé que no me gusta.


ALLA CARBONARA

 

Fettuccine alla Carbonara. Busco en la carta. Pronunciarlo  hace pensar en un país y en una lengua que me gustaría aprender. El camarero  inspira confianza. Es hermoso aunque lo italiano le va, como a mí las matemáticas. Podría comer esto todos los días. Comer sólo en un sitio pequeño tiene el encanto de convertir la velada en algo triste, simulado claro, pero triste, como en las películas donde un café vacío puede ser el centro de la historia.  Alrededor todo está limpio. El mantel de papel hace que  recuerde la libreta que siempre me acompaña, no tengo lápiz pero quiero escribir, estoy a punto de pedírselo al mozo, pero la cesta de pan recién horneado que deposita en la mesa abre ante mí un  dilema, devorar  el pan o guardar mi apetito para la pasta suculenta, cuyo sabor predije una hora antes bajo la ducha, invadido por el deseo de este plato que siempre aparece cuando estoy solo.

Aunque elijo la pasta,  busco en la cesta el trozo menos grande y encuentro en el aceite ese retazo de memoria, en donde  los primos éramos reunidos en  el comedor luego de un baño que intentaba borrar todo un día de tierra y arañazos. Pan con aceite en mano y el refresco que hubiera, traían una paz que siempre terminaba frente al televisor donde abuelo Francisco reestablecía el orden desde su mal de Párkinson.

El camarero quiere saber si estoy listo para ordenar. No sabe que tengo la determinación del que acepta su destino, un Fettuccine alla Car bona ra digo, dividiendo la frase como quien ha elegido por azar. No quiero que imagine que es la rutina de un sabor antes descubierto, lo que  empuja a no arriesgarme en la lista de nombres que completan la carta. Y tendría razón. Cuando elijo casi siempre hay un antes.

En  la mesa una botella de vino permanece cerrada. Es un modo también de empujarnos a lo que el vino provoca, no un recuerdo específico, sino un tiempo en el que los sabores enfermaban el estómago. Vinos de arroz, de caña, de uva, de hojas de naranja. Raras fermentaciones en el imaginario de estafadores en apuro, se convertían en licor principal  contra desastres y penurias. O aquel chiste irritante, de tener por respuesta cuando uno preguntaba ¿qué vino hay?, la frase irreverente ¨vino muerto de Angola¨.

El camarero aparece en el umbral de la cocina. Trae mi plato humeante como una locomotora. Piensa que tengo  hambre. Noto su mirada de pena y le pido una copa vacía. Descorcho la botella  aunque sé que no podré beberla. Sirvo la copa a la mitad  y empiezo a imaginar este mismo convite en los comederos de mi pueblo.

Una mosca insiste en sobrevolar la poca abundancia. No hay queso ni jamón ni salsa de tomate. Los macarrones han venido a media libra por persona, pero mi madre  ha cedido los suyos. En mi cabeza hay una fiesta. Saber que no saldré a reinventar recetas de cocina ni a comprar calabazas  da alivio. El futuro es incierto. La ventana del cuarto, en medio de tanta cerrazón  hace que escriba un libro. La Ventana Doméstica, pienso, un buen nombre para contar. Escribo. En la primera casa o en la última de un pueblo que empuja el atardecer hacia lo invisible, escribo el no sentido, el no poema  que alarga mis treinta y cinco años como una liga. En la primera casa o en la última empieza y termina todo. Estoy durmiendo o mudando muebles de un espacio a otro. Estoy hablando con los gatos o poniendo flores de tela en jarras de agua para simular la realidad. Todo lo que arma y desarma. Dibuja o desdibuja. Creo que de cierta manera el que sale y entra al pueblo piensa en mí. Y eso me cansa. La mosca entendió que no hay sitio para ella. Los macarrones servidos en su propia agua  ayudan a escribir. Los perros pasan.

El camarero pregunta si estoy bien. La botella de vino me hace lucir, como en una película, un hombre que está solo. Quise escribir pero no soy el centro. Todos los  días alguien, debajo de la ducha, siente que este lugar  u otros sitios vacíos en el mundo, construyen una historia. Esto ya lo he vivido antes. Fettuccine alla Carbonara, digo.  Como quien ha elegido por azar.

 

 

Juan Carlos Valls (Foto: Ernesto G.)

Juan Carlos Valls (Foto: Ernesto G.)

Juan Carlos Valls (Güines, 1965). Ha merecido importantes premios, entre ellos David, 1991, Loynaz, 1994, Orippo, 1995 (España), Calendario, 1996 y Erótica, de Los Palos 1998. Fue seleccionado entre los ganadores de la primera edición del concurso Pinos Nuevos, en 1993. Ha publicado los libros de poesía De como en la estación de un pueblo el pretexto del viaje son las bestias (La Habana, 1991), Los animales del corazón (La Habana, 1994), Los días de la pérdida (Pinar del Río, 1995), Yerbas en el búcaro rojo (Isla de la Juventud, 1996) y Conversaciones con la Gloria (La Habana, 1998). Además, sus poemas aparecen recogidos en las antologías Anuario de Poesía Unión de Escritores (La Habana, 1994), Poesía Cubana Hoy (España, 1995), El mapa del país (Chile, 1996), Surtidor (La Habana, 1997) y Alba Cubana (España, 1998), Antología de la poesía cubana del exilio (Aduana Vieja, 2011)

8 comentarios el “Tres cuentos de Juan Carlos Valls

  1. Maurice Sparks
    15/06/2013

    Me han gustado los tres. Son historias muy personales, narradas en tu voz, tu estilo (me parece oírte diciendo algunas de estas cosas). Me alegra mucho que te hayas decidido a explorar estos caminos. Tienes mucho que contar y espero que lo sigas haciendo.

  2. Maria Cristina Fernández
    16/06/2013

    Disfruté estas historias. Se conectan unas con otras, me asomo a ellas por esa «ventana doméstica» al interior de un sujeto maduro para confesiones.

  3. Carmen K. Aldrey
    16/06/2013

    Para mi ha sido una revelación esta nueva etapa literaria de Valls, estoy ante unos textos de grandes lecturas interiores, de exploración visceral. Los tres muy buenos.

  4. Carlos Pintado
    17/06/2013

    Celebro este otro reino que el poeta Juan Carlos Valls alcanza. Historias narradas sobre una cuerda floja, haciendo una análisis muy íntimo de la memoria y del tiempo, de las cosas cotidianas y cercanas a él, cosas eternas. Brindo por él y ya le pido más, muchas más. La mesa pide más historias. Mi hambre le pide más historias.

  5. Michel Hernández
    17/06/2013

    Juan Ca, sentí el olor a café, vi colores…me dio hambre y rechace el quimbombó. Viví cada una de las historias;me gustaron mucho¡¡¡
    Feliz de ser tu amigo.

  6. Gilda N. Perez
    18/06/2013

    Jajaja. Que coincidencia, me encanta el cafe y los fettuccine pero jamas he probado el quimbombo y creo que no me animo a probarlo. Me identifico con los tres cuentos.

  7. Elvira De Las Casas
    19/06/2013

    Al igual que Pintado, me quedé deseando leer más, como si las tres narraciones fueran el preámbulo de una historia más larga que Juan Carlos nos regalará en cualquier momento. Buen comienzo, felicitaciones.

  8. Roberto Zurbano
    19/06/2013

    me han encantado, JC, ya eso se anunciaba en tus prosas poeticas, la verdad que la poesia es aqui la espina dorsal, no te interesa tanto contar, como conmover, ponerte fuera de ti mismo y mirarte como espera te vean los demas, es un ejercicio arriesgado que se mueve entre la memoria, la poesia y los deseos de decirselo TODOa ALGUIEN.

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Esta entrada fue publicada el 15/06/2013 por en Narrativa.