Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Medir la lluvia

MARÍA CRISTINA FERNÁNDEZ

MEDIR LA LLUVIA

 

Nunca me habló de su tierra. Me ha tomado años saber que venía de Eixon, un pueblo rústico con casas de una época de piedra y ladrillo. Solo cuando un viento de cuaresma sopla de corrido parece que se va en cenizas la estampa del abuelo. A él debo mi primer apellido y tal vez el color de mis ojos que pastaron con él en la yerba de Galicia, cuando era un niño pobre y amigo de un rebaño. Es cierto que tuve otro abuelo que también fue un hombre único, pero a ese lo veo siempre en su casa cercana a la Alameda, bajo la loma de la Iglesia de los Desamparados, en cuya falda su mujer –mi abuela- se aprestaba a amparar con sopa o con palabras a cuanto errante pasara ante su puerta. Pero un mito necesita fundamentos, misterios, transferencias, y si es posible, un viaje. Y ese abuelo paterno lo había hecho: mal acondicionado en un barco escapó de una aldea a una isla encantada poniendo mar por medio.

Ya antes lo habían mudado de familia, cuando los ocho hermanos comenzaron a darse cabezazos en una casa tan pequeña. Lo acogió un padrino, el mismo que después lo despachara a Cuba con carta de enlace para alguien del terruño que ya había puesto bodega. Comenzó el muchacho ayudando en los quehaceres del negocio; tal vez cargando sacos, tal vez durmiendo sobre ellos en la trastienda, tal vez soñando que un día el iba a ser igual de próspero.

Lejos quedaron poco a poco y para siempre la aldea de Eixon resguardada por nichos, con su fachada dispuesta a las fiestas patronales y un terreno posterior donde enterraban a los muertos. La fiesta y el duelo, dos maneras de celebrar la continuidad de la vida, a solo unos pasos de la vivienda donde la cocina y el único cuarto se abarrotaban.

Hay varios objetos por los que lo recuerdo hoy desde esa perspectiva que da el tiempo, como en un aguafuerte donde se iluminan las zonas no mordidas por el ácido en la matriz. Así aparecen un pluviómetro, un reloj de cajón, un molino de café, un escritorio de caoba con tiradores de bronce y una pira humeando. El pluviómetro medía la lluvia caída y la transformaba en cifras anotadas en una libreta. Para mi niñez aquello resultaba tan misterioso como la naturaleza misma del aguacero. ¿Cómo podía aquella alta bacinilla de latón revelarle por medio de cálculos y comparaciones los secretos del agua y para qué? Mi abuela hastiada de lo que creía más rutina que rito, extendía su enojo. Al caer las primeras gotas yo salía rápida arrastrando el medidor del milagro, cuando el exégeta estaba fuera de la casa.

Puedo inferir ahora las razones que nadie entonces me dijo: mi abuelo que saltó de bodega a finca casándose con una primogénita, heredera de tierras a la muerte del padre por un balazo ruin, arrastró ese rito por años y años de vivir en las lomas paridoras de café y fortuna. Vivieron en una casa con portales de cedro a todo lo largo, rodeada del verde intenso de las hojas del cafeto y el vago rumor del río poniéndole música a las siestas. Allí consagró el escritorio donde se sentaría las tardes de su vida para anotar, leer y recogerse.

Esta es la etapa que llamo de las fincas, que al final fueron más de una. Abuela me contaba de esa casa en Loma Azul donde llegaba la gente a caballo, de paso hacia otros rumbos. La hospitalidad era un asunto sagrado. Se palpaba en el tinajón de agua que los acompañó mucho después de tener refrigerador. Uno al lado del otro los recuerdo: el Frigidaire y la vasija de arcilla a la que nunca desahuciaron; en su vientre redondo aún sonaban las jarras ofrecidas a toda clase de sed. El abuelo en las noches sacaba una llave nada común y abría la puerta del cajón del reloj para prolongar las campanadas que moderaban desde el baño hasta las coladas de café molido religiosamente en las noches. El domingo, magnánimo, auspiciaba otro rito: la quema de la basura de la semana, casi toda hecha de hojarasca pues la poca comida sobrante iba a los puercos. Aquel sahumerio olía a guayaba, a mango. Mi abuelo que nunca fue a iglesias a quemar mirra ni incienso; una estampa de San Jorge venciendo al dragón fue todo su credo. Detrás de la cortina de humo se levantaban las lomas de la Sierra, de donde tuvo que bajar cuando triunfó la revolución y le fueron confiscadas las propiedades y su casa convertida en cuartel del ejército nuevo.

Me cuentan que año tras año rehacía su jolongo para volver al lomerío, a continuar la zafra de lo que creía suyo. Se guardaba en su escritorio a notar misteriosos datos, tal vez a descifrar su destino. Debajo del cristal conservaba un dibujo mío de un caballo que mi madre le mandó. Un caballo sin jinete.

Tengo la intuición que de él me viene cierta vena de fortaleza que se hace inaprensible en palabras. Cierto gusto por las palabras que gustan de aprehender un sentido a la fortaleza, y por qué no, a la debilidad. Tuvo tiempo de ordenar sus papeles, sus ideas, de repetir hasta la saciedad sus ritos personales. Para muchos fue un hombre extraño, en todo caso no fue un hombre común.

Con estas simples verdades he tratado de levantar un mito. Pero hay algo que ensombrece el intento, y pienso tiene que ver con los haitianos. Inmigrantes como él los negros “patiporsuelo” buscaban trabajo en las cosechas. Del trabajo duro solo recibían un pago con bonos para comprar en las mismas bodegas de las fincas. Mis abuelos despreciaban su música que no sonaba a gaita, sus fetiches, la costumbre de comer jutías apaleadas en los secaderos. No se mezclaron nunca.

Una prima de mi padre que vive en la Argentina me ha mandado unas fotos de Eixon, la aldea natal. Persiste aún la casa de piedra cercana a la iglesia. La familia que vivió allí se dispersó por el mundo, procreando, muriendo, renovándose. En el pueblo casi no queda nadie, solo alguna gente vieja esperando su fin, pasmosamente tranquilos. Dudo que alguien recuerde a aquel niño alerta, pobremente vestido, que buscaba refugio en el establo. Aquel niño que tenía una amplia soledad donde instalarse y un gran desconocimiento de lo que sería el porvenir.

Entonces la lluvia le cabía entre las manos.

María Cristina Fernández

María Cristina Fernández

María Cristina Fernández. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos “Procesión lejos de Bretaña” y “El maestro en el cuerpo”, además de otros dos libros para niños. Cuentos y textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, EE.UU., México y España. Desde el año 2006 vive en Miami.

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4 comentarios el “Medir la lluvia

  1. laperezaediciones
    15/06/2013

    Siempre es un placer leer a María Cristina Fernández, quien tiene el poder indefinible de atrapar al lector. He leído este relato «de cabo a rabo», porque en lo personal, disfruto mucho la temática del desarraigo y la nostalgia…, parafraseando a la Loynaz, «ese estar sin estar que somos nosotros mismos».

  2. tinitodiaz
    16/06/2013

    Con Qué Sagrado Placer Leo Los Escritos De Cristina, Esa Gracia Con Que Enfoca sus Visiones.

    Gracias Cristi Por La Lectura!

    Tinito

  3. Odette
    16/06/2013

    ¡Delicado regalo! Gracias María Cristina,

  4. Carmen K. Aldrey
    16/06/2013

    Nostálgico, entrañable, acendrado… una joya.

Los comentarios están cerrados.

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Esta entrada fue publicada el 15/06/2013 por en Narrativa.
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