Tengo ante mí el ejemplar del libro Écoute Fidel en el cual Martha Frayde dejara una dedicatoria a uno de sus grandes amigos, el escritor cubano Juan Arcocha.
En esas memorias, publicadas en París en 1987, Martha cuenta su vida en Cuba, su oposición clandestina a Batista, su amistad con Fidel Castro y también su detención por orden personal del abogado devenido dictador a quien ella se opusiera fundando el Comité Cubano por los Derechos Humanos. Martha cumplió casi tres de los 29 años a los que fue condenada, y logra salir de la cárcel el 12 de noviembre de 1979 debido a la presión internacional que ejercen intelectuales como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Michel Foucault, Philippe Soller, y Juan Goytisolo, entre otros, que ella conociera en la época en la cual había sido representante de Cuba en la Unesco.
Uno de los domingos en que nos veíamos en su casa en París para comentar las novedades de la semana, Juan Arcocha me anunció que Martha quería conocerme.
-Martha se leyó tu libro de poemas y le interesaría verte cuando vayas a Madrid.
Todas las mañanas de todos los domingos, a las once en punto, Juan hablaba por teléfono con Marta, y un poco más tarde, a las cinco, cuando yo llegaba a su casa, él me comentaba los detalles de la conversación con la Doctora, como Juan le decía.
Al llegar de Cuba a Francia yo no sabía quién era Martha Frayde. Es conocido que el mapa oficial de la historia nacional aprendida en Cuba se traza borrando fechas y nombres, y resaltando epopeyas y supuestos héroes que manipulan la verdadera historia.
Pero Juan se había encargado de contarme la historia de su amistad de varias décadas con Martha, y me pasaba con frecuencia ejemplares del Boletín del Comité Cubano de Derechos Humanos que ella editaba en Madrid. Por eso me asombró que a alguien como Martha le interesara lo escrito por un desconocido: ésta era la mejor prueba, me digo ahora, unas horas después de haber leído la noticia de su muerte, de que yo no conocía realmente a Martha Frayde.
La agradable sensación de un espíritu recobrado era lo que se sentía al entrar al apartamento de Martha en el Paseo de la Florida de Madrid. Aparecía ante los sentidos del visitante una Cuba que la historia y el exilio han obligado a hacer imaginaria. Llamaban la atención enseguida los cuadros originales de pintores clásicos cubanos (Wifredo Lam, Amelia Peláez, Fidelio Ponce, Gina Pellón, entre otros) alrededor de las paredes de la sala, y los sillones de balance donde, una vez sentados, se comenzaba a practicar con devoción un ejercicio preferido de la cubanía: la conversación.
Recuerdo que al inicio de mis visitas, con una taza de café humeante en las manos, hablábamos de tres temas permanentes: París, la educación de mis dos hijos, y la salud de mi madre en Cuba. Sin darme cuenta Marta repetía conmigo ese gesto olvidado de la cortesía: dar prioridad al interlocutor antes de pasar a hablar del tema preferido, en nuestro caso: Cuba.
Cuando llegaba este momento Martha dejaba de balancearse en su sillón y se inclinaba hacia adelante para escuchar mejor mi opinión sobre un hecho, un libro, o alguna que otra persona de la vida cultural o política. Al principio de conocerla, quizás por mi aprehensión o por haber sobrestimado su edad avanzada, yo explicaba en detalles lo comentado, algo inútil: Martha daba enseguida pruebas de una agudeza en sus ideas (y de una información sobre los temas) que cada vez me sorprendía. Su picardía dejaba escapar un salto de júbilo cuando coincidíamos sobre algún juicio.
Era entonces cuando yo jugaba mi rol: le relataba a Martha cómo había sido mi vida en la isla durante sus años de exilio, la prisión de mis padres cuando yo tenía sólo dos años, los detalles de la supervivencia en el Período Especial, mi experiencia de balsero, o algún que otro malicioso capítulo desconocido de ciertas figuras públicas.
Con el tiempo me acostumbré a comprarle en París los mismos regalos para cada viaje: un paquete de zanahorias rapadas y una botella de vino blanco Montbazillac. Ella, a cambio, me daba ejemplares de su boletín para distribuir en París, me aconsejaba la lectura de un libro, o me pedía mi opinión sobre la comida o el postre, por supuesto cubanos, que me acababa de ofrecer.
A medida que nuestra conversación avanzaba, y una vez pasado el infundado nerviosismo ante su presencia, le pedía permiso para ver de cerca, por ejemplo, los cuadros de Fidelio Ponce. Ella se reía al tiempo que me lanzaba un “claro muchacho” antes de irse a trastear a la cocina, antes de contarme alguna anécdota de Fidelio. Para mí era asombroso cada detalle de lo narrado. Martha llamaba a cada pintor, escritor, o políticos cubanos por sus nombres, y a la vez lo comentado contenía casi siempre alguna anécdota jocosa.
Es obvio que era eso lo que me mantenía en vilo al visitarla: los relatos de una Cuba republicana que yo nunca conocí, la forma de una percepción, la manera de ocupar el espacio con una presencia a la vez elegante y humorística que en el fondo era su manera de transmitir un magisterio. Esa fue otra de las fascinaciones que ejercía Martha en quien la encontraba, su buen humor permanente, su sonrisa como gesto espontáneo de un optimismo que a mis ojos sólo podía basarse en la fe en un futuro mejor para Cuba.
(Guardo para mis silencios, por supuesto, las palabras que Marta me dijera al teléfono al día siguiente de haber defendido mi doctorado sobre Lezama Lima en la Sorbona y, también, la más dolorosa de nuestras conversaciones: la de aquel sábado de mayo de 2010, cuando le avisé de la muerte en París de nuestro amigo Juan Arcocha).
En una de mis visitas Martha y yo descubrimos que tanto mi madre como ella habían estado presas en la cárcel de mujeres llamada Nuevo Amanecer. Mi madre por comprar carne de res para sus hijos, ella, como se sabe, por oponerse a la dictadura. “Las presas comunes sufrían más que nosotras, porque no tenían a nadie en el extranjero que protestara por ellas”, me comentó Martha. De alguna manera el hallazgo de esa remota coincidencia hizo que siempre habláramos de mi madre durante mis visitas.
En el verano de 2012, cuando los médicos determinaron que mi madre no podía viajar a Francia por estar inválida, me dejaron entrar a Cuba. Allá en Santa Clara le hablé de Martha:
-¿Ella era presa política? Esas sí eran cojonudas – me comentó desde su sillón de ruedas-, había que tener valor en esa época para estar contra este gobierno. Como yo era cocinera siempre trataba de ayudarlas como podía, pasándoles a escondidas algo que comer…
Como cada año tengo previsto ir a España la próxima primavera. Ahora he visto la noticia del fallecimiento de Martha, he leído los obituarios y repasado la dedicatoria de su libro a Juan Arcocha, y me doy cuenta que, en lo adelante, la ciudad de Madrid se ha quedado un poco más sola para mí.
Armando Valdés Zamora. Escritor y profesor universitario cubano exilado en París. Se doctoró en la universidad de la Sorbona en 2003 con una tesis sobre José Lezama Lima, es profesor Adjunto de la Universidad de Paris XII y de la Escuela Superior de Gestión (ESG). Ha publicado un libro de poemas y una novela, Les vacances de Hegel (2003).