Los efectos secundarios
El hombre se siente agobiado en su trabajo. El agobio lo conduce rápidamente a la depresión. Su mujer le aconseja que vaya a ver a un siquiatra. La siquiatra le receta unas píldoras que le ayudan con la depresión pero le producen insomnio, de modo que el hombre no descansa en las noches y llega agotado al trabajo.
Regresa a ver a la doctora, que le cambia el medicamento. El hombre puede finalmente dormir, lo que le permite a su vez trabajar con más ánimo. Se siente feliz. Sólo hay un problema. Las pastillas disminuyen su apetito sexual. Su esposa se busca un amante, se enamora de él y decide divorciarse. Como es lógico, el hombre se deprime. Regresa a la siquiatra y le pide que le cambie el medicamento. La doctora le recomienda una píldora que acaban de sacar al mercado. El hombre toma el nuevo medicamento, recupera su apetito sexual, sale de su depresión, conoce a una muchacha, se enamora, la vida recupera su sentido.
Sin embargo, hay un problema. El señor empieza a perder la memoria. Va a ver a la doctora pero cuando llega a la consulta, se le olvida la razón de la visita. La siquiatra lo mira, sonríe y le dije: «Creo que ya hemos descubierto la medicina adecuada».
Esto de tener imaginación es un lío porque la mente se pone a volar y no regresa.
A menudo intento atraparla con toda suerte de trucos, como la vez que compré un imán enorme en el mercado del pueblo y me paré en el balcón. Estiré el brazo para imantar a mi mente enferma y hacerla regresar, pero nada, faltó poco para que me cayera, los vecinos me miraban asombrados, decían «está loco este hombre», y es cierto, a veces creo que estoy un poco desequilibrado pero qué le voy a hacer.
Un día, mientras cruzaba la Avenida de los Ahorcados, intenté atrapar a mi mente antes de que escapara y por poco me arrolla un ómnibus. Suerte que el chofer era un tipo práctico, de esos que no pierden el tiempo imaginando cosas como yo, si no, no hubiera podido reaccionar a tiempo.
Una mañana de verano, mientras caminaba por la playa, mi mente corrió hacia un velero blanco que iba bien lejos. Tuve mucho miedo porque la vi hundirse justo antes de llegar a su destino. Por un largo rato me mantuve en silencio, observando ansioso, en espera de lo peor. De pronto la vi salir del agua, dar un salto enorme y quedarse colgando de la vela.
Apenas se distinguía. Ese día me fui tranquilo a casa y dormí como un lirón.
Recuerdo haberte confesado una tarde, mientras caminábamos por el puente que conduce a la isla, que nunca podría enamorarme de ti. «Otras lo han intentado. Otras han intentado que yo caiga seducido ante sus virtudes. Nada me conmueve. Nada me lleva a ese extremo en el que se pierde la vergüenza y uno se enamora. Sólo me interesa el placer. El amor no es placer. El amor es un sentimiento incómodo, una torpeza, una insensatez».
Recuerdo que te quedaste mirándome pero no dijiste nada. Bajaste la cabeza y me apretaste la mano firmemente. Yo no lo entendí. No entendí en aquel momento lo que habías hecho. Habías dejado un recuerdo. Habías grabado algo en mi memoria para que lo recordara un día como hoy en que ando como un loco caminando por este puente donde ya no estás. Están los edificios, las palomas, los veleros, la gente que corre, la brisa que trae la sal del océano.
Está el dolor incrustado en mi mano, ese dolor que dejaste ahí aquella tarde en la que empezaste a abandonarme.
Su problema era que veía un símbolo en todo. Iba caminando y se encontraba una mierda de perro en la acera y le veía un significado. Si la mierda había caído dentro del cuadrado, esto significaba que iba a tener un día perfecto. Si, por el contrario, la mierda descansaba encima de una de las líneas, entonces se hundía en una sofocante desesperación: su día iba a ser un desastre.
A veces iba manejando y se ponía a estudiar las placas de los automóviles. Pongamos un ejemplo: MUE452. Lo que a cualquier persona le parecería una inocente combinación de letras, para él era una terrible premonición: la muerte lo estaría acechando en la esquina de la calle cuatro y la avenida cincuenta y dos. Entonces cambiaba de ruta aunque esto significara llegar dos horas tarde al trabajo.
El día que murió atropellado por el camión de la basura, iba entretenido tratando de descifrar la forma caprichosa de unas nubes de verano.
Hace tres meses que no escribo. Abrí una botella de whisky anoche, buscando inspiración. Quemé un ejemplar de uno de mis libros. Me fascina verlos arder. Los coloco encima de una piedra, los baño con alcohol, prendo un fósforo y lo dejo caer lentamente. Las palabras se retuercen, cambian de sentido, se van con el humo. La literatura no sirve para nada. Es esa inutilidad la que me atrae a ella. Es tan inútil como perseguir mujeres imposibles. No hay mujeres imposibles, diría un amigo.
Ayer fui al mercado y miré con deseos a una muchacha. La primera vez que me vio, sonrió con cierta malicia. Inspirado la seguí. Al encontrármela de nuevo en la sección de los vegetales, me lanzó una mirada de asco que me dejó paralizado.
Compré un mazo de lechuga y salí corriendo del supermercado. Al llegar a mi apartamento me tiré en la cama, me cubrí el pene con las hojas de la lechuga y me masturbé pensando en la muchacha del mercado.
Pero ya nada me inspira a escribir. Ni los vegetales, ni las fantasías, ni la frescura de una lechuga.
Un señor decide tomar el elevador para visitar a un amigo en el décimo piso. Le lleva una botella de vino. Al entrar al cajón lo invade el pánico. ¿Si se cae? ¿Si se descompone? El señor decide regresar a la calle y no visitar a su amigo. Mientras tanto, el amigo camina de un lado a otro en su oficina del décimo piso. Lo abate una fuerte depresión. Ha llegado muy alto pero no es feliz. Apenas tiene tiempo para los amigos. Su esposa lo ha abandonado. Sus hijos se han mudado a una ciudad lejana. Sale al balcón y sin pensarlo mucho se lanza al vacío. Cae con todo su peso sobre un hombre que camina con una botella de vino debajo del brazo.
Es que queríamos averiguar lo que Juan escondía en el saco, señor juez, la curiosidad es una cosa humana, qué se le va a hacer, no fue por maldad, por favor, créanos, nosotros hemos sido siempre gentes de ley, ¿cuándo le hemos hecho algo a alguien en este pueblo?; pero el hombre nos intrigaba, era muy raro, no hablaba con nadie, vivía solo en esa casucha a las afueras del pueblo, caminaba siempre con un saco echado al hombro, eso no es normal, señor juez, no se podía permitir, y más en este pueblo de gentes normales y decentes, aquí hacemos las cosas como son, como lo dicta la tradición y las buenas costumbres, no íbamos a permitir que viniera alguien de afuera a alterar nuestro modo de vida con esas costumbres tan peculiares, señor juez; por eso ese día nos reunimos todos en el parque del pueblo, señor juez, y acordamos ir a ver a Juan a su casa para salir de nuestras dudas, es que ya no podíamos dormir de noche tratando de adivinar qué había dentro del saco, teníamos que averiguarlo para regresar a la normalidad, así que nos aparecimos en su casucha, señor juez, entramos sin permiso, es la verdad, le exigimos que nos abriera el saco, y se negó señor juez, grave error; en el forcejeo por quitarle el saco, se cayó una vela que había en la mesa, ni luz eléctrica tenía el hombre, raro, muy raro, ahí fue que empezó el fuego, todos salimos corriendo de la casa, como es lógico, pero Juan no, señor juez, mire que le imploramos, pero el hombre se quedó dentro de la casa, parecía un loco, metiendo cosas en el saco, no podíamos ver qué era porque había mucho humo, le gritábamos que saliera pero no parecía oírnos ni vernos, un loco, señor juez, lo último que le vimos hacer antes de que le cayera el techo encima fue lanzar el saco por la ventana, cuando llegaron los bomberos, les pedimos permiso para abrirlo y fue cuando nos dimos cuenta de que estaba lleno de libros, señor juez.
Ah, los bolígrafos rojos. ¡Qué animales tan curiosos! Siempre tratando de llamar la atención. Siempre protestando por esto o por lo otro. Siempre buscando la manera de encontrarle las cuatro patas al gato. A menudo se las encuentran, lo que no es muy conveniente porque el gato se incomoda y los ataca. Siempre terminan llenos de mordiscos y arañazos. Entonces regresan a mi oficina muy solemnes y empiezan a colocarse medallas en el pecho y a dar discursos con palabras altisonantes.
No me permiten nunca que los guarde en la misma gaveta donde coloco a los azules y a los verdes. Ellos quieren estar más alto y en un lugar visible. Para complacerlos los guardo en el librero, bien juntos, de pie, como merecen estar. Lo que no saben es que ahí tan alto les llega el polvo más rápido.
Uno los mira desconsolado porque con ellos, la verdad, no hay nada qué hacer.
Ernesto G. La Habana, Cuba, 1967. Poeta, narrador, videasta y blogger. Licenciado en Lengua y Literatura Inglesas por la Universidad de la Habana. Primera mención (Poesía) en el Concurso “13 de Marzo” (1987). Codirector de revista de arte y literatura Conexos y director de iSawFinger Productions. Editor del blog http://losrelatosdemauricesparks.com/. Estos textos pertenecen a Los relatos de Maurice Sparks (Editorial Silueta, 2011).
Desde lo más alto del velero, lo felicito y saludo.
Teresa
Gracias, Teresa. Irse en el velero, irse siempre. Un beso.
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La verdad, estoy sin aliento… Es una especie de masoquismo esto de leerte… Tanto desgarramiento (será por el estado en que se encuentra ahora mi catalizador?) pero está bien… lo admito, asumo, acepto, hasta lo confieso, sin avengorzarme… como lo haría ese personaje, Maurice Sparks, que puedes odiar y amar al unísono, pero que no te deja indiferente. Sigo. Tal vez pueda decir algo de peso (quise decir, algo más liviano y coherente) cuando salga de esta suerte de «shock» … de rabias que desata esa figura. Gracias Maurice Sparks por este exorcismo terapéutico.