Revista Conexos

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Stanley y La hija del boticario

EDUARDO MESA

 

Stanley

 

Cuando me dijo que se llamaba Stanley pensé en el grabado que se veía en los cubiertos de mi madre, aquel regalo de bodas escondido en lo alto del closet; con ese pensamiento estuve a punto de preguntarle si era Steel de apellido, por suerte se me pasó la idea.
Era un nombre raro pero en Cuba casi todos los jóvenes tenían nombres raros, por lo tanto Stanley no era la excepción y nos acostumbramos a su nombre; de hecho nos acostumbramos a muchas cosas, a ver La Habana llena de mendigos, al eufemimo “jinetear”, a los extranjeros rubios que andaban en chancletas, a los compañeros del PCC y del MININT que desengañados de la estafa revolucionaria llegaban a la parroquia conformando una exótica oleada de conversos donde se hacía difícil distinguir lo verdadero de lo falso.
Stanley llegó a la parroquia en esa época en que La Habana se alumbraba a ratos. Me tocó a mí darle la catequesis, era de inteligencia despierta pero aprendía con poco entusiasmo, se quedaba vagando por remotos lugares de su imaginación o su memoria y aunque era un buen muchacho no me parecía que se tomara la doctrina católica demasiado en serio.
De domingo a domingo, la augusta catedral era bullicio de barrio; con la llegada de las monjas al fin había comunidad en aquellas piedras después de mucho tiempo. Stanley perseveró hasta el final de su preparación para el bautismo y cuando el cura me preguntó si el muchacho estaba listo le dije que sí, sabía que se escapaba de mis charlas para sentarse en la esquina de un sueño, pero su deseo de bautismo estaba signado por la esperanza.
El cura también tenía sus dudas pero después de hablar con él aceptó mi criterio de que ya estaba listo. Stanley se bautizaría en la Pascua, en la Vigilia de esa Resurrección que cambió el mundo, pero antes había que cumplir ciertas formalidades como traer un certificado de nacimiento y conseguir los padrinos, que tenían que estar bautizados en la Iglesia Católica.
Llego el día de la Pascua, los catecúmenos con sus padrinos iban llegando, la secretaria de la parroquia se enfermó y tuve que llenar las boletas de inscripción de mis alumnos con los datos de los certificados y los nombres de los padrinos. Stanley venía muy contento, vestido de blanco, me dio los nombres de sus padrinos y su certificado, cuando leí aquel documento comprendí muchas cosas. El nombre que aparecía en su certificado de nacimiento no era Stanley.
Me hice el desentendido, recogí los papeles y le dije que saliera de la sacristía, que ya debía estar en su asiento y sus padrinos lo esperaban; pronto saldrían los curas en procesión solemne hasta el altar, ya estaba a punto de comenzar su Pascua, poco importaba que se llamara Stalin.

 
 
 

La hija del boticario
 

Nívea era la maestra más temida en aquella escuelita. Uno de sus alumnos la describió, en la consulta del sicólogo, como una gorda gigantesca de ojos desmesurados cuando era en realidad una mujer menuda. Esta fobia se repetía en otros muchachos del pueblo que también la percibían monstruosa, algo de monstruo había en ella.
Su ensañamiento con los niños religiosos era notorio, cuatro eran católicos y dos presbiterianos, los seis tenían que marchar aparte en las paradas revolucionarias y durante un tiempo no se les dio merienda en el recreo. Nívea lideraba estas cosas, pero no era la única, la reeducación de los religiosos era una tarea prioritaria y otras maestras se prestaban al juego.
La hija del boticario era una de esos niños. Nívea, el primer día de clases le quitó el crucifijo en el aula, luego en la Dirección siguió el regaño. Sólo era el preludio, los castigos y las humillaciones fueron frecuentes. Corría el mes de enero y la hija del boticario le contó a una amiguita que los Reyes Magos le habían traído un perro; aquello fue motivo de burla pública, organizada por Nívea en el matutino al día siguiente. Fue un año difícil para la hija del boticario, los grados siguientes también lo fueron, pero ninguno de los profesores que tuvo después pudo superar a Nívea, el listón de la miseria moral había quedado muy alto.
El boticario y su familia consiguieron mudarse para La Habana cuando la niña comenzaba la secundaria, dejar el pueblo atrás fue un alivio. En la ciudad las cosas eran menos extremas. La niña terminó la secundaria, el pre; en los formularios nunca negaba su fe religiosa, pero a golpe de buenas notas, paciencia para los malos ratos y alguna que otra discusión del obispo con las autoridades la hija del boticario se graduó de ingeniera.
Pasaron los años. Se derrumbaron con el muro de Berlín las ultimas ilusiones revolucionarias, llegaron de un golpe los apagones masivos y el hambre, se impuso la efigie de Washington en la vida diaria y un día a Nívea, la maestra del pueblo, le diagnosticaron un cáncer.
El mal era incurable, pero con los medicamentos adecuados la vida podía ser más llevadera. Cansada de no recibir ayuda en el policlínico del pueblo y en los hospitales de provincia Nívea fue a un hospital en La Habana. Hizo un viaje largo, en la cama de viejos camiones rusos, intuía que en la farmacia de aquel hospital especializado conseguiría las medicinas que necesitaba.
Llegó al fin, después de tan atribulado viaje, al mostrador de la farmacia en aquel hospital. Cuando vio al boticario de su pueblo se puso pálida; ella sabía que él trabajaba allí, se había puesto en camino con el miedo y la esperanza de encontrarlo. El boticario la escuchó en silencio, supo enseguida que la muerte la acompañaba y sintió pena por ella pero no pudo evitar decirle: «Nívea caray… mira que jodiste a mi hija.” La mujer se llevó las manos a la cara y lloró.
Los instantes que transcurrieron debieron parecerle un siglo, le volvió el alma al cuerpo cuando escuchó al boticario: «No te preocupes Nívea, que mientras yo pueda conseguirlo no te va a faltar el medicamento».
Y así fue.

 

Eduardo Mesa (Foto cortesía del autor)

Eduardo Mesa
(Foto cortesía del autor)


 

EDUARDO MESA (La Habana, 1969), fue fundador de la revista Espacios, dedicada a promover la participación social del laico. Coordinó la revista Justicia y Paz, Órgano Oficial de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba y el boletín Aquí la Iglesia. Formó parte de los consejos de redacción de las revistas Palabra Nueva y Vivarium. Ganador de los premios de poesía Ada Elba Pérez y Juan Francisco Manzano. En la actualidad colabora con las revistas Convivencia, Misceláneas de Cuba e Ideal y edita el blog La Casa Cuba, donde trata temas relacionados con la fe, la sociedad y la cultura. Ha publicado en narrativa El bronce vale y otras crónicas (Editorial Silueta, 2011). Reside en los Estados Unidos desde el 2005.

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Un comentario el “Stanley y La hija del boticario

  1. vlaco
    07/05/2014

    Moralejas de esta vida,No soy muy ducho en cuanto a lo religioso se refiere ,pero indiscutiblemente de «Has bien y no mires a quien» se aplica anecdoticamente ilustrado en este cuento de -La hija del boticario_,Una realidad vivida,al ser tabú y endemoniado absolutamente todo lo que tenía que ver con fe alguna ,en esos tiempos que relata.

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Esta entrada fue publicada el 03/05/2014 por en Narrativa.
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