Andrés se ha hecho el hábito de anotar en hojas sueltas sus experiencias a partir de jornadas que se ofrecen marcadas por al menos un retazo de intensidad. No es un diario porque etimológicamente el término nada tiene que ver con una colección de escritos correspondientes a días aleatorios, que jamás fecha o procura ordenar. El los llama anotaciones convencido de que tengan el sólo propósito de practicar un hábito relacionado con el sentido de su existencia.
-¿Y la muerte? -le había preguntado Giliana la primera noche-. ¿No te da miedo la muerte?
Trasladado por su propia letra al día del encuentro, Andrés recuerda que apenas se hubieron despedido tuvo la sensación de que nunca más la vería, que al menos eso debía procurarse para no sufrir una caída definitiva. Fue una determinación perentoriamente egoísta, pero Andrés agradece ahora que, al emerger de ese agujero en que se empoza y pudre la memoria, borre la sombra de alas desplegadas que sobrevoló aquel trozo correspondiente al día siguiente de conocerla: «el buitre cae al mar/ se incinera con el fulgor del mar». Andrés se alivia al pensar que el espíritu de lo escrito está dominado por un impulso casi irracional de querer saberla existir perpetua.
Procurando no hacer ruido, corre la silla hasta separarla de la mesa el espacio suficiente que le permita incorporarse. La franja visible de la costa se amplía desde el nuevo ángulo con relación a la ventana y alcanza a ver un cangrejo adherido a los arrecifes en su dramático dilema de no ser arrancado por la marejada. Finalmente se lo traga una ola al tiempo en que Andrés piensa que la vida no solamente tiene que ser ese intervalo que antecede a la muerte. Ve al cangrejo ser devuelto por un golpe de ola. En un instante de indecisión el animal tantea el mundo con ojos desorbitados y luego corre lejos del alcance hidráulico.
Entierra la cucharita en el azúcar y lleva las tazas a la mesita de noche, todavía concentrado en hacer el mínimo ruido. Giliana duerme con tanta placidez que los rasgos de su cara han adquirido esa suavidad con que la porcelana procura el contorno de las tazas. Toca su mejilla sin extenderse en una caricia, celando que no desaparezca esa textura encantada. No ocurre el defraude: Giliana abre los ojos y le sonríe con esa sonrisa de niña que embruja a Andrés.
-¿Quieres té?
Se incorpora, aprisionando la sábana con un brazo por encima de los senos. Coge una taza, bebe un sorbo y la regresa atropelladamente sobre el platillo. Se lleva los dedos a los labios y sólo entonces traga.
-¡Está caliente!
-¿Y qué tú esperabas?, está acabado de hacer.
Ella niega con la cabeza mostrando una sonrisa, esta vez breve.
-¿Me quieres matar?
Se reclina sobre la almohada buscando una mejor comodidad, demostrando que no tiene ningún interés en comenzar un nuevo día, quizá porque en definitiva tan solo será un día de menos.
-Yo no llevo la cuenta del tiempo -le dijo una de las pocas veces en que se habían atrevido a mantener el tema más allá de un comentario fugaz. En cierto modo le había tranquilizado escucharla decirlo; pero ahora la frase lo asaltaba con ese eco de la imperfección; él sabe que el tiempo de Giliana transcurre dentro de un intervalo y cualquier conteo sólo puede ser regresivo.
Ella mejor que nadie conoce el intervalo que le toca. Desde hace tres años la han puesto sobre aviso y la predicción la marca con el agravante del tiempo transcurrido. En todo caso no tiene sentido dejar que ese drama se interponga a su eternidad, y ni siquiera es posible porque la vida está sujeta con fuerza entre ellos como en todas partes.
-¿No piensas levantarte?
Giliana niega una vez más y choca con su taza la que sostiene Andrés. No es necesariamente un brindis; más bien lo que ensaya es una provocación. Y como de momento él no la sigue, se decide por tomarse el té, introduciéndole antes un dedo termómetro que se lleva después a la boca con insolencia. Lo que más desconcierta a Andrés es descubrir que en su mirada no hay malicia; siempre es así: mientras más deseable se le antoja más ingenua y entonces más deseable.
El rol del actor masculino es fingir resistirse a cada insinuación, dando cobertura a que las sonrisas de ella florezcan. Pero por lo general la broma termina en serio; la resistencia de Andrés no es de las mejores; más bien susceptible a licuarse.
-Eres preciosa -le dice en secreto y enciende un cigarro para ganarse un tramo de reloj. A decir verdad tiene todo el tiempo del mundo, así que permite que el humo inunde sus sentidos, coloca el cenicero en la mesita de noche y aparta de él un envoltorio de preservativo para evitar quemarlo.
-¿Y esto? -le había preguntado mostrándole su hallazgo.
Ella le arrancó el bolso de las manos y lo cerró sin dar muestras de entender ni aceptar la broma. Andrés se daba perfecta cuenta de que la irritaba el que un extraño hurgara en sus cosas personales.
-Perdona -se disculpó-, pensé que guardabas ahí mi destino.
Fue la primera vez que presenció la sonrisa de Giliana y entonces se prometió procurarla siempre. Luego subían Paseo olvidados de todo como en un film o un bolero: «una danza de apareamiento», según sus anotaciones. Y lo trascendente fue que entre los predios del Calixto ecuestre y la mansión arbórea de don Mirlo ella le permitiera sus labios con esa demoníaca beatitud de quien sabe estar ofreciendo más que una sonrisa.
-¿Tan preciosa que te doy ganas de fumar?
Andrés la mira buscando ese aíre de lucidez que tanto aprecia en Giliana; aún sostiene la taza a medio vaciar y no parece que vaya a vaciarla nunca.
-Es muy lógico, nena, un vicio sólo conduce a otro.
-¿Quieres decir que soy un vicio tuyo?
-El peor de todos -le responde con gravedad, aplastando en el cenicero el cigarro a medias.
-¿Y cómo me consumes? -inquiere ella jugando a sostener su mirada-. Dime, ¿cómo se consume Giliana? ¿Se aspira o se fuma? ¿O se inyecta?
La visión de una jeringuilla clavada en la vena ronda los sueños de Andrés; algo de esto ha quedado escrito: «…sobre la meseta de una cocina reposa un brazo sin que pueda identificarse de quién. Una luz anaranjada inunda la estancia. La aguja ha sido clavada hasta el cabo y se nota a través de la piel la vena azul dilatada por la horma de acero. ¿Qué cantidad es necesaria? ¿Diez centímetros cúbicos a toda presión en el torrente cálido? ¿Una gota de sangre aplicada al lagrimal?»
-¿Se come?
Él le quita la taza y la coloca en el platillo. En la mano recién desocupada le pone un condón y arranca la sábana con esa urgencia de tenerla indefensa, servida a la mordida de sus ojos.
-Ven, cómeme -lo desafía Giliana entreabriendo las piernas. Se lleva el estuche a la boca y lo desgarra- Anda, cómeme.
Semejando la fiera de presa que es, Andrés se lanza a cubrirla. Pero en vez de sentir su carne, en lugar de abrazarse al calor de su piel, lo recibe la frugalidad de una sábana muerta.
La soledad lo había alcanzado en aquellos días en que rehusó a encontrarse con ella. En definitiva, la parte más significativa de su miedo era ilógica, infundida por el abismo de Giliana: una villa en las afueras de la ciudad con todo el confort del mundo, pero de la cual, de vez en cuando desaparece algún inquilino irreversiblemente. Andrés es consciente de que todo ese pavor es apenas una manifestación de su miedo al contagio. Varias veces lo comentó con ella sin lograr aliviarse, sólo hundiéndola un poco más en el dolor de los alienados. Él lo notaba enseguida porque desde el punto en que la soledad le descubriera la soledad análoga de Giliana, había adquirido la capacidad de percibir a priori todo ese desconsuelo mutuo.
Y si esta mañana preparaba un té era a modo de curación, como si conjurara a los habitantes del Cáucaso, que justifican su longevidad en el uso del té verde. En cierto modo, hacerle el amor era también hacerla vivir, tocarla era tocar una llama que estalla antes de extinguirse.
Por sentirla con toda intensidad, la muerde en la nuca como haría un gato; nunca se sacia de experimentar sensaciones relacionadas con su piel: muerde sin lastimar dejando una marca visible tras un halo de saliva. Un instinto menos felino lo impulsa a abrazarla; es apenas un gesto de retención. Ella se abraza a sus brazos y Andrés siente toda esa espalda deliciosa latiendo contra él, siente el sudor de ella en los sensores de su propio sudor. Sale de Giliana y vuelve a entrar, recibiendo todos esos espasmos que la sacuden. Entonces no se puede contener decirle algo indecente. La respuesta de ella resultaría una cochinada si no fuera dicha en un susurro, actuando su voz como un látigo que flagela la espina sacro de Andrés.
Para desquitarse atina a salirse otra vez de su vulva. Por supuesto que ella no está conforme, él se ofrece a besarla en el cuello pero ella está como loca, empecinada en ludirse como gata de alero.
Se queda quieto mirándola, contemplándola como un poseso. Ella se da cuenta y le sonríe y sólo basta su sonrisa para derribar la poca resistencia de Andrés, que en lo más profundo nunca estuvo decidido a permanecer fuera de ella. La besa, besa la boca humedecida de Giliana que recibe toda su avidez. Se arranca entonces de un tirón el protector y la penetra y continúa con una violencia nueva, como buscan-do ahogar con el desgarramiento de la carne ese dolor intenso del orgasmo. Giliana se hunde en la almohada para apagar sus gemidos y ni se entera del cambio; del cual tampoco Andrés hará mención en sus anotaciones de ese día.
Ricardo Arrieta
(Foto cortesía del autor)
Ricardo Arrieta (Santiago de Cuba, 1967) realizó estudios inconclusos en Física e Historia del Arte en la Universidad de La Habana. En 1990 obtuvo el Premio David de cuento con “Alguien se va lamiendo todo”, escrito en colaboración con Ronaldo Menéndez y publicado en 1997 por Ediciones Unión. Esa misma editorial estuvo a cargo de su último libro de cuentos “María y la Virgen”, en el año 2007. Tiene en su haber numerosas publicaciones en revistas y antologías, entre las que se destaca “Los últimos serán los primeros”.
Gracias, soy amigo de Ricardo.
Gracias a usted por leernos.