Este argentino proclamaba a los cuatro vientos que en el lago de Oquichovi construirían la segunda Venecia. Hombre culto en verdad, en absoluto arrogante, con más tipo de psicólogo sin licencia que de astrólogo, y mucho menos que de místico. Sin embargo, de profesión Babalawo, cosa que había aprendido en el barrio de Pogoloti, y ahora, dominaba a la perfección.
Ejercía en un área repleta de cubanos y centroamericanos, en la ciudad de Hialeah. Y cuentan que, hasta el alcalde, Raúl Martínez, los senadores de La Florida, Basulto el de Hermanos al Rescate y Ramoncito, el de Democracia, se consultaban con él. En su pequeño efficiency había construido un altar que abarcaba todo el área de la vivienda donde enseñaba a equilibrar las energías, hacía creación de aureola y limpieza de aura. En ocasiones, la limpieza de aura también venía acompañada de limpieza de bolsillos, que era cuando te dejaba sin un centavo.
Si una muchacha hermosa llegaba a su consulta, después de examinarla a través de los espejos mágicos, le recomendaba un rompimiento. Para eso, la muchacha tenía que traer una muda de ropa en una bolsa, cosa que, cuando le rompiera la que traía puesta, se pusiera la otra. No sin antes estar de treinta a cuarenta y cinco minutos totalmente desnuda y en posición fetal o felina frente al “altar de los dioses legendarios”, donde se dice que estaba hasta San Diego. No el santo milagroso de Méjico, sino Diego Armando Maradona, el futbolista. Que ahora también había hecho unos diez o doce milagros entre los cuales estaba el de salvar su propia vida después de una sobredosis de anfetaminas, las cuales le había enviado su amigo el Brujo Mayor, un viejo verde y barbudo que aún vivía en la ciudad donde Valentín se había hecho Babalawo.
Recuerdo que en una ocasión, como gran cosa, Valentín me había invitado a comer una milanesa y tomar una materva. Después me lo estuvo sacando por muchos meses.
El mismísimo Pichardo montó en cólera cuando vio cómo aquel joven talentoso se iba abriendo paso y ampliaba su negocio desafiando toda regla establecida e imponiendo su propio criterio.
Fueron muchas las asistidas, y muchos a los que siempre sacaba del aprieto. Desde limpiezas con flores de colores, bajo la luna llena, hasta la operación: Aire-Tierra-Fuego. Todo esto siempre acompañado de un jarabe bondadoso hecho con unas hierbas desconocidas, que hacía que el donativo fuera lo suficientemente sustancioso para conseguir con el proyecto expansionista.
También se dice que desarrolló una especie de mantra, versículo, cántico, itta, charada u horóscopo –no sabríamos muy bien cómo definirlo– que decía:
Será una guerra larga,
larga, larga muy larga.
Como una fina hebra
de pólvora en la tierra.
Sombra decapitada,
paloma heroica, herida y heridora.
Nube de Buenos Aires,
hielo descongelado,
faro desde otra altura”.
Así rezaba el milagroso rezongo.
Un chino carnívoro que se había criado en Malasia, ahora residente en Hialeah y casado con una china que se había criado a base de berro en Bejucal, Cuba, le recomendó que adicionara una línea que dijera: “Carne despreocupada”. Pero Valentín a pesar de acariciar la idea, y agradecer el aporte de ambos, jamás empleo la línea. Le parecía que se alejaba mucho de su concepto de la religión y de algún modo lo encasillaba mucho. Él necesitaba dejar un final abierto, una lectura indefinida, de manera que se fuera ajustando según su conveniencia y las necesidades del cliente. Además lo agradecía entre comillas. ¿Quiénes eran esos chinos para modificarles su oración? ¿De dónde habían salido semejantes trogloditas?
Sembrando unas semillas de fruta bomba en el jardín del restaurante, que recién inauguraban, se lamentaba el chin tiempo después, por haber dejado a la china sola tanto tiempo, con semejante sujeto. Lo cierto es que a ella su carácter le había cambiado en algo.
Esencias y sudores, barullos y chillidos,
espadas silenciosas, romance, escalofrío,
miel que nos va endulzando la mirada.
Frases como éstas, incomprensibles, y otras más incomprensibles aún, repetía a lo largo del día mientras trabajaba acompañada de quien hasta ahora era su esposo. Hombre con el cual había montado aquel restaurante, obviamente, de comida china en el mismo corazón de Hialeah.
El argentino ni se portaba por allá, sabía que aquel chino colérico se podía transformar en samurái de un momento a otro y su cabeza no tenía precio para una sopa wonton con dupplings. Sobre todo, por las sustancias que podía adicionar a tan suculento plato.
Alfonso, que era el nombre del chino, en varias ocasiones se dispuso a confrontar al “Guía espiritual”, pero Flora, que era el nombre de la china, siempre le quitó la idea.
–¡Este miserable nos ha sumido en una hambruna! –desbarraba él.
–No hagas caso de lo que murmura esa gentuza, ese hombre es honesto, pero le tienen envidia por su evolución, porque en verdad le ha ido bien.
Así le decía Flora a Alfonso, unos minutos antes de que se supiera que Valentín había sido arrestado por posesión de productos alucinógenos, tráfico de estupefacientes y acoso sexual.
Para alivio de muchos, fueron tantos los años que guardó tras las rejas, que a su salida de la prisión, el lago de Oquichovi se había vuelto un pantano tan pequeño que solamente a una garza blanca y raquítica, se le vio en una oportunidad venir a matar la sed bajo un sol calcinante, que quemaba la espalda de los estibadores allá en el puerto de Miami.
Este cuento pertenece al libro Cien hombres, una mujer y otros delincuentes (Editorial Oblicuas, 2013). Para adquirir un ejemplar presione el enlace: http://www.booksandbooks.com/search/apachesolr_search/rodrigo%20de%20la%20luz
Rodrigo de la Luz
(Foto cortesía del autor)
Rodrigo de la Luz (1969), poeta y artista cubano. Llegó a Miami en 1998. Ha publicado los poemarios: Mujer de invierno (2012), Poesía viva (2008) y Mío mundo (2010). Poemas suyos aparecen en la recopilación La ciudad de la unidad posible: Selección poética de Miami (2009) y en The City of Possible Unity: A Miami Poetry Collection (Editorial Ultramar, 2011).