Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Canela y Menta

VLADIMIR MONTES VALDÉS

 

Irina Tatiana Pavlova tenía ya 67 años, hacía una semana que los había cumplido. Fueron unos días agotadores pero felices. Nadia su hija y Gorka su hijo con sus respectivas familias, inundaron su pequeño apartamento de la calle Kuznetsky Most, justo detrás del teatro Bolshoi, en la gran ciudad de Moscú. Apenas cabían en el apartamento. Mas, se la pasaron genial. La calidez volvía a sentirse en la familia Gruchenko, a pesar de la ausencia de Andrei el padre, que había fallecido hacia 5 años ya. Su foto en la pared ostentaba las flores blancas que le había puesto ese mismo día del cumpleaños y ofrecían todavía una frescura tal como la presencia de su finado esposo que llenaba toda la casa.
  Recordaba Irina cuando Andrei se bajó de su Lada aquel día de otoño, a la salida de la fábrica de lavadoras Aurika donde trabajaba como operaria por aquel entonces. Agitaba, cual bandera, el manojo de llaves del piso recién otorgado por el partido municipal al ingeniero químico; como pago por la entrega a su trabajo –mal remunerado– y a la cantidad de horas extras invertidas a riesgo inclusive de su salud; en aquella tarea que se utilizaría en la industria militar soviética. Evocaba las vicisitudes que pusieron en peligro su incipiente relación, por la incomodidad de verse siempre en la calle, cafeterías, reuniones del Komsomol y en cualquier lugar donde no se permitían expresiones de afectos que ofendían la moral comunista de la época.
  Ya había preparado la comida y recogido el, organizado salón, por no perder la costumbre a sabiendas que no hacía falta. Pero su jubilación no podía hacerla sentirse improductiva. Por ello disciplinadamente se levantaba temprano, para como siempre hizo, aprovechar las escasas horas de luz del mayormente invernal clima. El televisor LED de 40″ de su salón pasaba la retransmisión de la versión rusa de “El Gran Hermano” a esas horas; a la cual se había enganchado viendo cómo se sorprendía aún, de que la televisión pública, pasaba escenas subidas de tonos en este tipo de programa de origen foráneo. Interrumpido siempre por ese bombardeo de anuncios que ya la aburrían ¡Qué cosa! Pensar que de tener que comprar productos limitados, y regulados ahora se podía comprar de todo. A Irina, a pesar de los 24 años transcurridos, a veces le parecía imposible, le costaba creer cómo había cambiado todo. Abrió la puerta del antiguo cuarto de Nadia, en donde habían estado los nietos pequeños haciendo de las suyas un buen rato el día de su cumpleaños y se dio cuenta que aún seguían ahí los álbumes fotográficos encima de la mesa del ordenador, que ella ni usaba, ni le interesaba entender eso de Internet, correos y otras cosas. Se regañó cariñosamente el descuido de no haberlos guardado en el armario. Tomó los tres mamotretos que pesaban lo suyo: el de las fotos de su boda, el de los hijos en sus diferentes etapas infantiles y el de los viajes; que sí, por qué no, fueron unos cuantos. Se sentó sobre la perfectamente tendida cama de la habitación y decidió abrir este último. Allí estaban las fotos de Andrei y ella, tan jóvenes, tan implicados el uno con el otro, aun sin hijos en muchas de las fotos. En la primavera de Praga. En Berlín, cuando fueron a la convención de juventudes comunistas del año 73. Hungría, Rumanía, China, ¡en la gran muralla! y Cuba, en el Festival de la Juventud y los Estudiantes en La Habana, en el año 78. ¡Qué bella ciudad! –rememoró Irina sintiendo otra vez la calidez de esa maravillosa isla en el Caribe. ¡Qué bien le vendría un poco de calor, de mar ahora!
  Le venían imágenes que se volvían más coloridas, más entrañables. Se acordaba de la visita que le hizo a su amiga Ala; que estaba casada con el mulato Fumero, al que había conocido en Moscú cuando vino a estudiar por lo militar y se había ido a vivir con él a la Isla; allí al barrio que estaba en el este de La Habana… si ¿Cómo era que se llamaba? El Chivas o algo así. En aquellos edificios hechos como en serie y con una terminación pésima. Ala tenía su apartamento completamente decorado a lo ruso, como debía ser; lo que lo diferenciaba notablemente de los demás. Era un pequeño pedazo soviético en la calurosa ciudad caribeña. Recordaba las 7 mantas que compró ahí, que a pesar de ser fabricadas en Rusia, irónicamente eran más baratas en aquel país. Una todavía la tenía sin estrenar. Todo tiene su lado positivo, justificaba Irina. De los peores momentos pueden nacer flores y volar las mariposas. Recordaba que eran los guías responsables por el Komsomol, de los jóvenes de avanzada que representaban a la Unión Soviética en aquel Festival. Tenía ella 31 años y Andrei 34. Ya había nacido Gorka que lo estaba cuidando la babushka Olga; para que ellos pudieran ir al encuentro de La Habana. Las fotos, esos momentos congelados de la vida que te definen con exactitud: cómo eran los lugares, las gentes, inclusive los sentimientos. Era una época en que se creía aún en ciertas cosas. Irina cerró el álbum dispuesta a guardarlo en el armario, cuando se percató que una foto se deslizó hasta quedar oculta debajo de la cama. Con un resuello, se inclinó sobre sí misma para recogerla y al voltearla, después de tanto tiempo, descubrió unos rostros que le resultaron familiares. ¡Cuánto hacia que no veía esa foto!
  Eran dos caras sonrientes, de dos niños de más o menos unos 12 años que había fotografiado, casualmente en esa época, en el malecón de La Habana. Uno con piel indiada y el otro blanco. Dos criaturas que en su paseo por el malecón, se habían topado, sentados sobre ese muro firme abrazado constantemente por las olas. Y el recuerdo se hizo palpable, la imagen se tornó vívida… Es increíble lo que el cerebro atesora y reflota a la luz, con exactitud.
  Recordaba Irina, cuando Andrei y ella se encontraban hospedados, con todos los gastos pagos, en el hotel Deauville de la calle Galeano, esa mañana soleada, como no podía ser de otra forma en la capital cubana. Al tener libre el día hasta las 5pm –cuando había una actividad en la llamada Ciudad Deportiva del Cerro–, decidieron explorar los alrededores de la zona. Al salir del hotel –que tenía más vigilantes que los que habitualmente tendría un hotel corriente– dispusieron tomar hacia el malecón que les quedaba hacia la derecha, como al alcance de la mano. Ya eran las 11 y algo de la mañana. Solo cruzar la calle y ver la larga serpentina de concreto que formaba el muro del famoso malecón, era lo mismo. Todo él, lleno de personas que sentadas tomaban la brisa cálida o huían de las olas que lo cruzaban a ratos continuos; era una espléndida mañana. Irina precavidamente sacó de la maleta la cámara fotográfica ZENIT con OBJETIVO ELIOS-44, para dejar constancia de su paseo; pues sabía que a Andrei se le olvidaría el detalle. Preocupado por reconocer los estilos arquitectónicos que convivían de manera armoniosa en la irrepetible y ya deteriorada ciudad; pero aún majestuosa. Andrei la tomó de la mano y cruzaron a la carrera delante de un camión Zil 131 que pasaba a toda prisa. ¡Qué ironía ser atropellada por un camión soviético en esta otra parte del mundo! –este pensamiento cruzó velozmente por su mente mientras corrían. Las risas y el sofoco de la carrera les tomó algunos minutos hasta recuperar la compostura. Girando 360 grados sobre sí misma lentamente, contempló el bello panorama y decidió que ya había que estrenar el nuevo carrete para dejar constancia ¿Pero, qué fotografiar? y fue entonces que advirtió sobre el muro a esos dos niños con sus uniformes de secundaria, con sus maletas de cuadernos y sus pañoletas en los bolsillos de sus pantalones. El moreno parado sobre el muro, tiraba piedras hacia las olas, en clara pose de desafió. El otro, sentado con los pies hacia ese mismo mar, miraba buscando algo, hacia la línea del horizonte. Pensó Irina que sería un buen motivo esa imagen que le recordó tiernamente a su lejano Gorka. Decidió que les tomaría la foto de frente y dirigió sus pasos hacia los pequeños.
  –Dobroye utro! –saludó.
  Los niños repararon en la señora evidentemente rusa; rubia, ojos azules y vestido de algodón con flores minúsculas. Saludaron, pues sabían por los animados que ese era un saludo ruso. Irina se las apañó para indicarles con gestos que se dejaran fotografiar y ellos un poco sorprendidos se animaron a aceptar.
  –Oye la «bola» quiere tirarnos una foto –dijo el moreno, llamado Rodo.
  –Bien, no me importa –exclamó el otro, de nombre Iván y siguieron las instrucciones por señas de la camarada, que les indicaba que se acomodaran en el muro. Andrei se acercó sonriente, al ver lo que se traía Irina. Y apoyando sus manos en sus hombros la aseguró con firmeza para tomar la foto. Y ¡flash! solo una bastó.
  –Spasibo! –dijeron casi al unísono el matrimonio Gruchenko.
  Entonces el chico llamado Iván gesticulando y con un inglés elemental les preguntó:
  –Your want you take a picture?
  A Irina le sorprendió que ese pequeño balbuceara esas palabras, pero consintió enseguida entregándole la cámara al chico. Este la tomó en sus manos, comprobando que nada tenía que ver con la cámara de cajón de su padre de los años cuarenta, que aún funcionaba. Indagó cual era el obturador y enseguida encuadró a la pareja por el objetivo, para inmortalizar el instante; devolviendo la moderna cámara con admiración evidente, a la sonriente Irina, que le preguntó al chico:
  –Kak tebyá zovút?
  –Iván –respondió el pequeño sin titubeos.
  La rusa reparó esta vez, en el familiar nombre del niño. Andrei, de su junca de cuero sacó dos paqueticos de chiclets Wrigley y se los entregó amablemente en señal de agradecimiento. Irina vio como esos niños observaban con sorpresa aquellas pastillas. Sintió que era la primera vez que veían ese producto tan común y se le encogió el corazón, sumida en su pensamiento no se percató que Andrei reclamaba seguir con el recorrido. Incorporándose, levantó la mano en señal de despedida y se separó de los chicos. Andrei comenzó a indicar hacia donde dirigirse, mas ella no le prestaba mucha atención; volvió su cara hacia los pequeños que se peleaban cordialmente, por cambiarse los sabores de los chiclets que eran de canela y menta. Escuchó, cuando uno le decía al otro.
  –Entonces, me guardas el embalaje, para mi colección de productos capitalistas –aunque no lo comprendió, ya que no sabía español. Sonrió al percibir la intención.
  Ahora sentía otra vez de manera maternal la inocencia de aquellos niños. Un chiclet no era imprescindible para vivir, ni mucho menos, pero si fue una referencia que le indicó que tanto esos niños como los suyos tenían derecho a conocer otras cosas, que si lo eran y se les estaba negando. A estas alturas, unas dudas le rondaron su pensamiento: ¿Qué sería de esos niños sonrientes de la fotografía? ¿Estarían aún en Cuba, o vivirían en otro país como han hecho y siguen haciendo tantos cubanos? Ella siempre se aferró a la idea que las cosas cambian a mejor Y se consoló pensando que habían aprovechado bien sus vidas. Guardó la foto en el álbum. Cerró el armario. Recogió de la mesa de entrada de su casa las llaves de su VOLKSWAGEN y se dirigió hacia el ascensor de su edificio. Debía recorrer unos kilómetros hasta el supermarket Sedmoy Continent y poder comprar algunas cosas necesarias para la casa. Además esta vez, compraría unos chiclets Wrigley de canela y menta.

Canelaymenta
 

Vladimir Montes Valdés. Escritor, dibujante y caricaturista cubano radicado en España. Cursó estudios de Economía y Diseño Gráfico en La Habana.

Anuncio publicitario

4 comentarios el “Canela y Menta

  1. Violeta
    01/06/2014

    Muy bonito Vladi, muy alegórico a una etapa, interesante manera de evocarla, de momento recordé mi vieja cámara fotográfica de carretes jjj, gracias a ella tengo imágenes de las muchachas de casa pequeñas porque de lo contrario solo hubiese fotos de cumpleaños… Muchos éxitos en tu trabajo por esta línea, me gusta.

  2. Rodolfo poey Maresma
    02/06/2014

    Muy bueno… ¡ variar el punto de vista !

  3. Miguel
    03/06/2014

    Querido Vlad: En primer lugar perdona por el retraso del comentario. Ya sabes que he leído tu cuento, no una sino varias veces. El motivo de la tardanza ha sido la intención de informarme, de buscar ese mensaje social que, sé, escondes tras tus serenas y agradables líneas. Ya sabes de mi ignorancia en mucha de la historia de los pueblos. Lamentablemente el tiempo no me sobra ahora, y no he podido ilustrarme lo suficiente. No obstante, tu soltura y amabilidad relatando ya dan para apreciar un relato y valorarlo como, bello y tierno. Ambientado en un entrañable escenario que despierta nostalgia, aunque no fueran los mejores tiempos. Bravo! Me encantó

  4. Andres hernandez
    05/06/2014

    Impresionado.tal parece que toda la vida escribiera …muy bien elaborado ,contenido muy fuido dramatica tan perfecta a la de cualquier buen escritor
    Felicidades y que vegan mas camarada vladimir

Los comentarios están cerrados.

Información

Esta entrada fue publicada el 31/05/2014 por en Narrativa.
A %d blogueros les gusta esto: