Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

El Vampiro

REGIS IGLESIAS RAMÍREZ

 

( I )

Era una noche underground. Fue una movida telúrica que esa noche reventaba las entrañas de Gea. No había precauciones en el camino, ni una estrella parpadeaba señal de lo tremendo. Cuando las puertas del autobús sonaron estrepitosas, abiertas, toda la luz del Universo, imaginó, le golpeaba. Se estremeció; un soplo dulce aleteaba mil colores para todos sus sentidos que quedaron indecisos, como ahogados, a la espera de una palmada reveladora en la hora de la Natividad, el segundo inmemorable y doloroso de nuestra entrada al escenario de los vivos. Su voz le recordó una lejana canción escuchada cerca de Nueva Orleans. Así era desgarrada y lúbrica. Una voz oscura de noches calurosas y cielos sin nubes. Fue apocalíptico, magnífico, al verla y escucharla por primera vez. Desde entonces se hizo asiduo de la luna. Había quedado sin sangre. Se dejó mordisquear cuando ella le pidió una prueba de amor. No le parecieron mortales esos blancos filosos caninos, sino hermosos, enigmáticos, como sus ojos que por no ver el sol eran del matiz de la tierra a la hora que Febo se retira. Cipris naciendo en la espuma impúdica, porque sólo los númenes arden con los tonos de la vid en suaves cueros desnudos y destilan miel. Libitina parecía complacida. A él le bastó dichoso un par de tardes para decidir su hado. Sin importarle los augurios quiso ponerse bajo tal égida siniestra. El mar aliviaba la nostalgia cuando ella partía. El olor del mar; la voz del mar infinito en la noche. Las dieciséis vestales pálidas se dejaron seducir por los versos de Byron que les susurraba antes de hacerlas suyas. Necesitaba sentirse real, aunque no se reflejaba en los espejos. Por eso se unió a los coribantes y probó el loto de Tunisia, que fue buen remedio para la nostalgia. Luego ella regresaba, animal impudens, y del ocaso al amanecer contorsionaban, escuchaban a los Rolling Stones, bailaban tangos apaches y cantaban despacio como Fredy la divina gorda. Los vampiros del trópico, contrario a lo que vulgarmente se cree, no añoran tomar baños en las cálidas aguas del Caribe, ni les atraen las finas arenas de Varadero o Santa María. Aman el piélago, sí, pero esa estampa fresca y nocturna de sombras de luna china, sonidos de escobilla lenta sobre tambor, platillos dobles; drums de jazz imitando la lluvia de fugaces soles en las olas. Tampoco son expertos danzantes de salsa, ni les entusiasma el reggaetón. Son urbanos y sofisticados; detestan a los tontón macutes tanto como a los hombres lobos y a Van Helseing. Sin embargo, la vida puede ser una puta incluso para ellos. Ya fuera la historia de ristras de ajo; romances idílicos o sórdidas orgías en lupanares de la suburra, hasta él se acostumbró a los ¡al diablo! en que siempre terminaban aquellas reconciliaciones con la hija de Vlad el empalador. Aunque nunca cerró del todo su sarcófago, «por si ella decide regresar», como sucedía «tarde o temprano cuando se aburría del viejo Tutmosis; Candyman y sus abejas; Franky el eléctrico; y el esqueleto de la señora Morales; además una extensa lista de relaciones ocasionales que sería irrelevante mencionar ahora. Le venía igual una túnica de Neso que una estaca rociada en agua bendita clavada en el pecho. La eternidad es una sola, cavilaba, y si no se la puede pasar en el penthouse ventilado, al menos por ahora tampoco sería en el asfixiante sótano. Es la ventaja de estar emparentado con Nosferatus. Siempre habría tiempo, incluso en el último minuto, de hacer alguna buena obra redentora antes del regreso del Cordero, opción que en su fuero interno él nunca descartó por más que aparentara lo contrario. ¿Podría ser acaso esa pasión enfermiza por ella que le ungía hic abdera su tabla de salvación siendo antes la de su caída? No estaba seguro, pero aún así no sería el primero: Oseas le precedía y esto ya era algo para no avergonzarle demasiado de su torpe, humillante e inestable relación con ella.

 

( II )

Fueron años de tormentoso idilio. Comenzó a escribir para revistas culturales con trasfondo político. Se hizo asiduo al Golden Room del Overlook Hotel. Bebía grandes cantidades de Bacardí, sentía especial identificación con el murciélago; Jack Daniels y Absolute Vodka Blue. Charlaba horas con Lloyd, el viejo discreto barman, y se hacía acompañar por Dalia, una hermosa vampira morisca a quien todos llamaban creisi, tan idéntica a Rosario, la reina del pop-flamenco, como una gota de agua a otra. Pero un crepúsculo mudó sus farras al Vereda Tropical, The Vereda’s, como le decían lo’jamericano al bar-club recientemente inaugurado en la costa por unos amigos romanos, de legítimas cepas patricias, aunque cada uno desde el siglo V contaba varias generaciones asentadas no sólo en la península itálica, sino también en las Galias y Britania. Il Signore Monteferro, Monsieur Le Marselhes y Lord Clint The Other Connery eran hombres del misterio internacional por las causas justas que con cobertura de businessmen custodiaban las islas del golfo y patrullaban el Atlántico en el sumergible The One cuando los aliados del mundo libre eran amenazados por el siniestro Stalfriedok Schicklgruber von Kruger, el mismo Her Kruger que con su zeppelín Saco-Graf se dedicaba a aterrorizar a los pacíficos pescadores de las costas antillanas, bombardeando sus pobres aldeas de juncos. El Veredas desde que abrió puertas fue un nido de agentes británicos; turcos; la OSS; el Mossad; la Sureté; la KGB; Gestapos; trujillistas… ¡Hasta súbditos del emperador japonés y la Montada del Canadá!, que iniciaban su juego entre tragos de las mejores bebidas; bocanadas del mejor tabaco; el sonido más groovy; y las mujeres más despampanantes del mundo. La farándula del local incluía toda una variada fauna de vida muelle. Repasémosla. Pinchando aceitunas en su rincón el Sheik Serj-Yoddir, sátrapa del Líbano obligaba, el muy infiel adorador de Astarte, a la castísima concubina suya Acelita de Masadonia y a su virtuosa hija Naysalena, visitar aquel antro porque ambas eran devotas al culto ortodoxo oriental del Nazareno; además, sus atorrantes vástagos Amed-El Tal-Ivan y Abdel Dalí, este último desheredado por preferir las arenas de Florida a las de Arabia. Oscar-Al-Coholan, un turco declarado apóstata cuando montó en los años de Ley Seca una destilería en Dry Tortuga, comentaba siempre con Tomás el judío, intrépido piloto de biplanos artillados, sobre las últimas novedades del rock’n’roll y debatían toda la noche junto a la victrola, porque el primero proclamaba a Chuck Berry como Rey indiscutible del ritmo gambero, y el otro, por supuesto, al ídolo de Tupelo. Pahv el Sueco Jusok, campeón de siló y cubilete de Estocolomo fumaba pequeños Veredas Clint, deliciosos tabaquillos patentados por los hábiles mercaderes taiwanenes. Magüe, vidente de Magüedascar, ganaba honestamente la vida echándole suertes con sus blancos caracoles a los turistas; y Cneo Pumpillo, discípulo de Monteferro, tomaba Bourbon y notas para su próxima novela negra. Ataviadas a la caprichosa moda parisina, las rollizas pero aún distinguidas damas Fasselíx la gula, digo, la gala, razón de los requiebros de Il Signore y origen de su disputa con Her Kruger; y aquella reina nubia, Konlurdezaá-Ross-Kon-Kim-Bom-Bo, respetabilísima consorte del Lord, occidentalizada luego de su unión con éste como Lady Connery, presidían el amplio salón desde su mesa. Completaban el conjunto de habituales freaks veredianos Erniñio Pollón, artista principalísimo de las tablas andaluzas; su séquito de admiradores freudianos, que no dejaban de seguir por doquier al joto lascivo; y Paloux-Babelio-Adipofiliko, maestro de la pintura persa, con su odalisca, quien nunca perdía un show, a pesar que objetaba los escasos de grasa cuerpos de las bailarinas, a su juicio severo, la peor felonía entre cuantas hallan sobre la tierra. Por supuesto, en el escenario, las jóvenes coristas Zitiña-la brasi-leña; Olivia Summer; Yassira la colombiana y Akinna, escultural rumbera que había pactado mediante un rito barbárico con los demonios del bongó la eterna belleza de sus formas, aunque ya se notaban alrededor de sus ojos las madrugadas duras antes de ser contratada por los dueños del Vereda Tropical; de cuyos camerinos había que estar sacando constantemente a Dimitri el Sabio, orate encargado de la limpieza, rescatado heroicamente por Lord Clint del sanatorio Mazorra. Habían sido compañeros de aventuras en su infancia, cuando al «Sabio» no le daba aún por caminar desnudo a las nueve de la mañana persiguiendo cuanta señora de recato cruzaba en el camino. La diversión refinada y desinhibida del ambiente; esto era lo que nuestro vampiro buscaba, no las intrigas de los mofetas de la Secreta. Siempre llegaba «de incógnito» para no levantar sospechas entre los parroquianos forasteros a la caza de algún dato para sus jefes espías; o de los molestos paparazzis que de tanto en tanto lograban burlar a los porteros Wichostino y Boris. Sus tres amigos le ofrecían un reservado en el salón y, si lo deseaba, una de las lujosas alcobas con cristales polarizados que le permitían el gusto de ver el sol antes de retirarse, por un elevador privado, al sótano, perfectamente habilitado con un sarcófago importado de Transilvania. En aquellas discretas habitaciones de los pisos superiores, para furtivos y concupiscentes compromisos, más de una vez ricos y famosos terminaron por agotar sus esporádicas francachelas. Pero de estos asuntos la casa no tiene comentarios.

 

( III )

Abyssus abyssum invocat. Cada vez descuidaba más el bajo perfil que para un vampiro es imprescindible en el mundo de los vivos. Pese a las constantes advertencias de Monteferro, comenzó a preferir las mesas junto a la pista. Bebía más whisky o ron y sus pulmones se resentían de tanto humo. Alarmados, sus amigos compraban a altos precios en el mercado subterráneo bolsas de «O» positiva que le obligaban ingerir, pues se negaba incluso morder a sus nuevas amantes, de entre las cuales, las tres coristas y alguna que otra vez la madura rumbera eran sus favoritas. Parecía estabilizarse con Sydney la milanesa, por quien sentía en verdad un sano amor. But time waits for no one y ésta embarcó rumbo Capri junto a un comerciante de caucho al que dio sanos y hermosos hijos. Entonces siguió un catálogo que competía con la hechicera vurdalak de su hemoglobina. En él se incluían noche tras noche Nila la egipcia; Teldiss la pirata; Safo de Lesbia; Sedinne la ibera; Te-Luyi la filipina y muchas otras de variado origen y raza. Era un políglota contumaz. Sus venas sólo vibraban cuando reaparecía ella, ya saben quién, a la que Il Signore, el lord y monsieur «Él» despreciaban, aunque no siempre había sido así. Tenían un engorroso file de la falena y sentían profundamente el daño que a él, su querido amigo, proporcionaba ese delirio sicótico. No le importaba. Todo cambiaba para bien o para peor cuando ella asomaba. Igual podía sobrevenirle un acceso de furia ante su presencia y gritaba al personal de seguridad que la echaran del club, profiriendo toda clase de gangosos insultos políticos contra Van Helseing; Her Kruger; los Tontonmacutes o el Ayatola Mocar, líder de los reggaetoneros, mientras los dueños del Veredas ordenaban a la orquesta que comenzara a interpretar temas de Burt Bacharach y los espías satisfechos con mueca cínica apuraban sus copas. Que se deprimía ante su sola estampa y pedía a David el gordo, pianoman de lujo, tocara Ruby Tuesday, la canción favorita de ella. Entre dientes, imitando a un muy desafinado Jagger, él repite: «Don’t ask me why she needs to be so free she tells you it’s the only way to be Dying all the time…» Il Signore terminaba por disculpar estas debilidades suyas. Le entregaba la llave de la suite vampiresca donde se dejarían sangrar en la vía de las sombras hasta que ella desaparecía a las seis antemeridiano sin que él despertara de su letargo. Mas ahora importaba sólo el eco sabio del verso de Quinto Horacio Flaco, que Clint Connery citaba tolerante: «No te importe saber lo que traerá el mañana, acepta contento la jornada de hoy que te ha sido concedida por la suerte y no descuides, amigo mío, ni la danza, ni la caricia de la amada…». Monteferro, paternal, le daba una palmada haciendo una discreta seña escaleras al cielo. El ayatola Mulah Mocar, «la mula mocosa» como le llamaban los brahmanes despectivamente, mandó detenerlo por sus declaraciones contra el uso obligatorio en las mujeres de la gurka y por un librito de cuentos aparecido bajo su firma titulado «Reggaetones Satánicos», algo que hizo estallar el odio de los Tonton macutes, cabreados como estaban ya, por las constantes burlas que él hacía de las letras de esas canciones de moda. El mulah pagó; del resto se encargarían los trujillistas. Esa madrugada estarían al acecho. Ella lo sorprendió —no la esperaba— con Tai-Lí-my, una vietnamita-norteamericana que había heredado de su madre unos bellos ojos rasgados, verdes como los de su padre, de quien le fue transmitido genéticamente el cabello dorado hasta los hombros; sedoso tal cual línea materna. Un hasta ahora inédito ataque de celos detonó en su interior; mostró sus colmillos puntiagudos amenazantes. Sus ojos se tornaron violetas. Dos extremidades aladas brotaron de su espina dorsal, batiendo con fuerza y formando un torbellino en derredor. Los dedos todos se alargaron hasta terminar en filosas garras torcidas. Comenzó a lanzarse de un extremo a otro de la habitación dando chillidos que agrietaron los grandes cristales polarizados. La vietnamita de San Francisco brincó desnuda al verla metamorfoseada en maléfico adefesio. Dio un portazo que derribó a uno de los trujillistas en el corredor y se alejó de prisa gritando histérica. En fracciones de segundos, él, la había tomado con su mano –ya convertida igual en garra atenazante– y la aprisionaba por el cuello contra la pared mientras sus miradas de odio escudriñaban mutuamente al infinito los abismos insondables de sus almas. Las fauces de bestias iracundas, muy cerca una de otra, mezclaban alientos irreconciliables en apariencia hasta que, sin llegar a ser dulces, sus miradas reconocieron lo inútil de aquella saga delirante. Se besaron con pasión final e ilusoria. Tentó los dedos de ella, como navajas, y sin paréntesis reflexivo los dirigió con furia sobre su propio costado, provocándose una profunda herida que hacía visible el músculo ovoide de su pecho. El tiempo se detuvo cuando un cristal repentino y arrepentido de ella corrió en su mejilla hasta viajar en interminable ascenso, desafiando la gravedad. Besó y bebió la sangre que comenzaba a manar de la piel azulada del macho. Algo inexplicable sucedió en ella cuando probó su corazón abierto. Se supo realmente feliz por primera vez en siglos y aquella fracción de segundo, pensó, sería eterna en lo adelante. Una ráfaga de plomo y uranio inútil, aparatosa, impactó sobre ellos y los cristales negros del aposento. Los primeros rayos del sol comenzaban a penetrar delgados como serpientes, mordiendo sus carnes con mortal veneno de luz.

 

( IV )

Por ser Dies Solis (o Dies Domine) los aliados de la secreta concurrían a diferentes liturgias según sus confesiones y credos personales. Los del M16 y la OSS visitaban la parroquia de St. Augustine, unos y la congregación pentecostal Agnes N. Ozman Bible Center, los otros. El grupo franco tomaba la comunión en la Catedral Metropolitana de Santa Ana, donde también algún que otro de «la montada» lo hacía. Los turcos, como eran fechas de Ramadan, ayunaban. Nikita Kurnikova, la bella asesina rusa, pensaba asistir al monasterio de San Gregorio Nacianceno, pero un cable cifrado desde Moscú, a última hora, le conminaba prestar ayuda a los teutones de la GESTAPO en un operativo el domingo temprano del que no le daban muchos detalles. Obligaban los acuerdos Ribbentrop-Molotov. Un pacto es un pacto y órdenes son órdenes, aunque Nikita sentía más atracción por los galos y los britanos, sobre todo hacia Lord Clint El otro Connery, que por los hermanduros nazistas. Sólo dos agentes del emperador japonés, los especialistas en ninjitsu, Shiro Mefume y Kono Konoensawa habían amanecido en el Veredas junto al enigmático y huraño tuerto, del Mossa, quien llegó temprano luego de observar el Sabat. La noche anterior Monteferro se dio una escapada con la gula, digo, la gala, pues Her Kruger había aterrizado en Chipre, según noticias frescas, para reparar el Saco-Graf pasada su última lid con el audaz piloto del biplano Macabeo, Tomás el Judío, causante de las serias averías al temible dirigible, que salió bastante «mal volado» del encuentro. Monsieur Le Marselhes había embarcado, aprovechando la oscuridad, en el submarino The One para patrullar las costas de Canarias. «Él», que era su nombre en clave para los aliados y no el vampiro a quien me he referido en esta historia veraz, no titubeó con los reportes del clima que pronosticaban un violento huracán en el Atlántico. Así era de temerario cuando el mundo libre le llamaba. Ordenó a su second, el Fenicio Besheé, que pusiera «¡Proa a la tormenta!»; más, bueno y oportuno es que se diga que, a ciento cincuenta metros bajo la superficie del Río Océano difícilmente el poderoso sub-insumergible insignia de occidente presentara mayores complicaciones marineras fuera cual fuera la magnitud del temporal tropical. Pero, en fin, así quedó la frase registrada en los anales. El Otro Connery estuvo con Nikita en el reservado y se le vio muy animoso hasta que, cerca de la hora tercera de aquel funesto nuevo día, repentinamente quedó tendido sobre el sofá de media luna rojo aterciopelado. Algo insólito para un hombre como él, quiero decir El Otro, acostumbrado a beber el whisky de malta que desde las añejas reservas de sus bodegas, en los castillos de las highlanders, le enviaban sus pajes cuando ocasiones excepcionales lo requerían, y esos escarceos con la rusa lo eran. Sobre todo porque esa noche en particular su amantísima cónyuge, «la que gobierna», así vendría a ser más-menos la traducción a nuestra lengua de la antigua voz usada por las tribus del alto Nilo «Kon-Kim bom-Bo», dignidad onomástica de la reina Konlurdezaá-Ross; no asistiría a la soireé del Veredas por sentirse indispuesta, y Lord Clint podía dedicarse a Nikita, sin imaginar el muy calavera, las consecuencias de su imprudente affaire eslavo. Alguien dijo, evidentemente alguien le profesaba una malquerencia virulenta, que «la perra orgullosa yacige hija del Tanais» había salido apresurada, el rostro soflama, ojos lacrimosos como quien va cargando inconfesables culpas de esas que, por más arrepentimiento que causen, han de seguirnos como estigma ominoso. Los expertos también confirmaron luego trazas de amapola afgana en el whisky que había estado empinándose El Otro, y en un pequeño frasco de cristal con idéntico elíxir papaverina fabricado en Rusia… En fin, todos excepto los bandoleros complotados, trujillistas, nazis y secuaces del Ayatola Mocar, se habían descuidado torpemente confiados en la hasta entonces invulnerabilidad del Vereda Tropical, bastión de la libertad. La celada contra nuestro vampiresco héroe era ahora posible.

 

( V )

Las ametralladoras chasqueaban sin parar, como látigos furiosos. Monteferro yacía en las bodegas junto a la gala. Se levantó comprendiendo tardíamente la negligencia fatal. «¡Diez mil furias y serpientes!» –imprecó, y como un lince cubrió su desnudez a la usanza romana con una sábana beige que sirvió de lecho al ítalo y la ligera madame. Tomó de un armario, al que con descomunal golpe de su puño astilló las hojas, una Prieto Bereta 9 milímetros comando, alcanzando las escaleras que subió derribando cuanto enemigo encontró a su paso. Clint, aún medio aturdido, se tiró al suelo protegiéndose con la mesa de cedro que había sido su involuntaria cama. Desenfundó su Smith & Wetson y comenzó a disparar sin saber a quién, ni porqué. Fue un movimiento instintivo, pero tumbó a dos gestapo que se le habían acercado abriendo fuego con sus Lughers en cuanto los primeros balazos sonaron en la planta superior. Shiro y Kono arrojaron una lluvia de estrellas aceradas y filosas sobre los asesinos del Ayatola. Cuatro encontraron su diana en los veteranos perdedores de La pura de todas las cagazones. Los otros, unos siete, se parapetaron tras improvisada barricada de mesas y sillas impidiendo con el fuego de sus Kalasmnikov 47 el acceso a los peldaños que conducían a las habitaciones. Mientras, los diestros ninjas, esquivaban, osados, ser heridos, echándose de un límite a otro; arriba; abajo; a ambos lados del salón, uniéndose al Lord, que no salía del sopor, tras el resistente escudo de madera que soportaba los impactos del reputado fusil ruso. El tuerto sospechó la concurrencia de tantos morenos barbados y lechosos arios a esas horas en el Veredas, sin comprender aún el vínculo. Fue rozado de plomo germano. Pudo refugiarse en la lujosa barra del bar, no sin antes abatir con su onda a un contrario que intentaba conseguir los pisos superiores. El resto de los rubios altos echaron una mirada estupefacta al caído con el cráneo imitando un manantial rojo y aciago. Siguieron a su objetivo: apoyar, según orden de la Cancillería, a los trujillistas, pues nunca los de Berlín confiaron en la capacidad de estos mapiangos para completar la difícil misión de secuestrar al chupasangre contestatario. Los primos de PapaDoc eran presa fácil de la ferocidad del Dracul, aumentada por los muchos impactos de proyectiles que recibía. A uno de los pistoleros su San Cristóbal, según el dictador caribeño «la ametralladora más moderna y eficaz del mundo», se le encasquilló. De un zarpazo en el cuello, que él le acertó, coloreó toda la pared con una sangre azucarada como merengue. En el corredor, cubierto de casquillos, el ruido era ensordecedor. Un olor a pólvora y cruors dominaba el ambiente viciado por densa niebla. Otro, no El Otro, se llevó un fortísimo y súbito golpe en la testa que lo dejó fuera de combate. Keith Richards había tenido una potente noche en la estancia contigua y malhumorado por el tropelaje del pasillo que no le permitió coger un reparador sueño mañanero, tomando su Fender Stratocaster blanca, abrió la puerta para propinar tal porrazo sobre el cráneo del tontonmacute que partió la famosa guitarra con que compuso «Sympathy for the Devil». A tiempo Monteferro llegaba para empujar al mítico Stone nuevamente dentro de su dormitorio cuando los nazis aparecían en infructuoso rescate del último seguroso de Chapitas, lanzando una granada que arrancó al Signore su bereta, dañándole la mano derecha y una pierna. Una bomba lacrimógena arrojaron los gestapo hacia donde se encontraba la pareja vampirezca. El fenomenal hombre-lobo, guía de los hermanduros, se abalanzó contra nuestro héroe que había vuelto a por su amada vamp y la abrazaba tratando de escapar por la salida velada que conducía al sótano directamente. El mordisco en el hombro fue terrible y el dolor intensísimo cuando él, tirando del peludo lomo al licántropo, le lanzó a un costado, desgarrándose la propia carne con las fauces loberas que jamás cedieron en su empeño. Inicióse un singular y encarnizado combate entre ambos, que terminó por destruir lo que quedaba en la lujosa alcoba. Algunos proyectiles de ajo diluido en agua bendita fueron disparados desde la puerta con poderosas Shotgun Remingtong calibre 12 a su espalda cuando su garra cortaba limpiamente la carótida gruesa del lobo, que comenzó a ahogarse en su propio plasma mirando con ojos desorbitados al vampiro. La descarga se reflejó en el borde de su retina. Se estremeció como sólo antes, cuando la conoció por primera vez.. Le sobrevino un escalofrío y cesó el petagio de sus alas. Allí estaba el dios con cabeza de chacal justo tras ella. Como en una película en cámara lenta, flotaba hacia atrás empujada por los impactos. Se movió instintivamente con la agilidad del flasheante saltarín Jack, sin que pudiera alcanzarla. Su mano quedó paralizada en el giro y el juego de Cronos. El lapsus corría solo sobre los vidrios rotos, atravesados por Anubis primero y ella después, fundidos en la luz cegadora que inundó toda la habitación. Únicamente aquellos ojos del color de la tarde persistían fijamente observándole ¿con amor? ¿con tristeza? Cómo saberlo ya. Su último gesto había sido romántico al interponerse entre la ráfaga y la vida del amado; si es que pueda decirse que los no vivos aún son no muertos. El olvidó que aquel resplandor era letal tósigo. A tiempo para que los prusianos lo cubrieran con un talego denso y le amordazaran con recias cadenas de plata, cuando ya las fuerzas le abrumaban y algo, sentía, se le escapaba del cuerpo mutilado y débil. Ella se atomizó para siempre en el Sol como los dinosaurios el día que una estrella eclosionó en Yucatán. La cáfila nazi escapó, descendiendo por unas cuerdas de esparto hasta el parking del Veredas. Nikita les esperaba en una furgoneta de cristales velados para impedir el paso de las flechas de Apolo. Una vez dentro con su trofeo sinuoso, abultado entre grilletes, pusieron marcha rumbo el orto. Los victoriosos perpetradores sintonizaron una estación de radio; eso incluía el plan, y él, o lo que quedaba de él, se retorció doloroso al escuchar el reggaeton número uno en las listas de éxitos. Así lo martirizaron todo el trayecto a las fétidas mazmorras de Auschwica, la tenebrosa prisión especial para enemigos del Ayatola Mulah Mocar. La rusa se disculpó cuando aquellos felices verdugos brindaron con vulgar cerveza de Carlsberg su triunfo. Debía atender al volante, dijo con fingida sonrisa, y se enjugó con discreción un lagrimón que nubló su retina azul tras las gafas oscuras.

 

( VI )

A las pocas semanas de estos eventos, las ruinas del Veredas fueron clausuradas por órdenes de las autoridades. Monteferro partió al Africa en busca del Rey Obongo I, quien en una época había luchado junto a los Aliados contra el Kaiser. Mucha agua había corrido bajo el puente y el ahora reyezuelo patakikilandés no pasaba de ser un grosero mandamás al que sólo le interesaban las concubinas de su prolífero harem y esquilmar a las tribus bajo su «despotismo iletrado». Il Signore comprendió lo infructuoso de su gestión por su amigo vampiro. Obongo mantenía las mejores relaciones con el Ayatola Mocar. El reggaeton se había adoptado como «baile nacional» en Patakikilandia. Decepcionado, regresó a los collados de Jesús del Monte donde, junto a Lord Clint, fundó un caserío que pomposamente llamaron Lexurbe, o Ciudad de las Siete Escalinatas cuando lograron extender un poco la aldea por el lomerío y allanar con toscos guijarros los empinados caminos a la Colina Beta, la Loma del Asno y otros fangosos desfiladeros. Le Marselhes dejó sus andanzas marineras por padecer achaques del «oído medio», contrariedad que no le permitía sostenerse firme, como antaño, maniobrando en aguas rizas de peligros. Se auto-exiló en su villa cisalpina donde dicta a su esposa croata el quinto tomo de sus memorias. El sheik y su atorrante vástago Amed-El-Tal-Ivan fueron envenenados por la virtuosa Naysalena. Ella y su madre, la castísima Masadonia, fueron canonizadas por cierto obispo griego luego que, en represalia, Septiembre Negro las decapitara mientras hacían sus oraciones nocturnas. Pahv Jusok se unió a un grupo de trovadores que peregrinaban a Tierra Santa, pero fue arrestado in fraganti, prueba en mano, en unas ruinas tebanas, exánime ante unos frescos de Nefertitis y acusado por onanismo. Pumpillo logró varios best-sellers y adquirió con su generosa neo-fortuna un lujoso palacio en la Vía XIV de Lexurbe. Oscar Al Coholan emigró a la aurífera Colquide. Dimitri el Sabio fue internado nuevamente en Mazorra. Magüe el Shaman se convirtió en confesor y padrino de la reina Konlurdezaá-Ross, «la que gobierna». A Paloux Babelio lo proscribieron en Persia al firmar el nuevo régimen fundamentalista aquellos pactos con la Organización Mundial de la Salud y ya no eran vistos con buenos ojos sus escandalosos desnudos de gordas. Erniñio Pollón, arruinado como quedó por tarambana; solo, viejo y calvo con un ridículo tupé, vive de la mísera pensión proporcionada por el senado de Al Andaluz. La felona rusa se suicidó en las heladas aguas del Volga. Fasselix la Gula, digo, la gala, decidió quedarse junto a Obongo I, como vigésimo cuarta esposa, porque éste le prometió mil baratijas importadas que, dada su actual precariedad financiera, Monteferro no podía ofrecerle. Mucho menos el lechoso Her Kruger, quien, impedido de pilotear zeppelines, pasado el desastre de Chipre, se dedicaba a escribir vivísimos sermones luteranos sin que alguna editorial seria se interesara. Murió ciego y loco por la sífilis el otrora azote de los cielos de occidente. Tomás el judío abrió en los altozanos de escalinatas su famoso Café Chinitas que fue la competencia al Tango Center de Monteferro y El Cocodrilo Arbóreo, propiedad de El Otro Connery. Nostálgicos estaban estos tales del Veredas por aquellos tiempos gloriosos. Nunca dejaron de urdir conspiraciones nulas para liberar de las tórridas ergástulas del Mulah Mocar a su querido amigo el Vampiro.

 
Epílogo

Quisiera poder decirles que el Noctámbulo pudo escapar en un descuido de sus celadores. Que sus enemigos reconsideraron, genuino examen de conciencia mediante, su siniestra idiotez (lo fue el secuestro aparatoso a un vampiro con vida trepidante pero en el fondo melancólico que, en virtud de su especie marginada, perseguida por siglos, sólo pretendía que todos fueran tolerantes; respetuosos de lo diferente, aunque al calor del debate en su columna editorial del Tropical Gazzete podía embalarse cuando los misóginos del Mulah apedreaban públicamente mujeres sin burkas). Que le pondrían en libertad; reconociendo en lo adelante los derechos de gentes y de –vampir– sin exclusiones lacerantes. Pero el proceso intelectual en estos seres primarios era tan pesado como podía ser toda la Muralla China, de existir báscula apropiada para semejante evaluación. Su castigo en esas fechas fue confinarle a un barracón junto a doscientos tontonmacoutes renegados que infamaron los populares textos de merenguetón y reggaetimba, llegando, los muy «vendepatrias» contradecir a los astrólogos del sátrapa persa Plan Shao Khan, afirmando que la salsa nació en Nueva York. Completaba el gremio de galeotes toda una estofa de buhoneros indocumentados; opiómanos; asesinos; chorizos; proxenetas; maricas y bugarrones. Además, tres o cuatro piratas con los que hizo buenas migas. A poco fue asumiendo el reto. Pronto se adaptó a su nueva compañía de truhanes. Pese a mantener siempre la distancia y la compostura, como toca a un vampiro en cualquier lugar que esté; hubo algunas licencias que se tomó probando escribir cartas, nunca contestadas, en sus ratos de ocio, para antiguas fulanas de uñas largas postizas en el cursi, ridículo y vulgar estilo epistolar del presidio, que le pareció, escritor al cabo, una divertida novedad. Para estar a tono hizo una colección fotográfica de revistas del corazón llegando a contar, disculpen pero debo ser minucioso en tal florilegio de musas, con hermosos y sensuales clisés de Angelina Jolie; Mila Jovovich; Gong Li; Indira Vadma: Angie Cepeda; Paz Gómez; Cher; Kate Winslet; Halle Berry;; Shakira; Elizabeth Hurley; Ana Belen; Roselyn Sánchez; Zang Zuyi; Jennifer Beals; Riyo Mory; Angela Molina; Shannon Elizabeth; Monica Belucci; Rosario Flores; Kim Bassinger; Sophie Marcean; Keira Knightley; Aishwarya Rai; Leona Lewis; Salma Hayek; Camila Pitanga; Rosario Dawson y Cary Rabelo. La simple evocación de estas gracias dulcifica hasta el mismísimo Erebo sobre todo en las solitarias noches de un condenado heterosexual. Conste, porque esto fue lo que oí: las más preciadas esfinges para el vampiro eran aquellas de Nicole Scherzinger ; Catherine Fulod; Uma Thurman; y Alicia Keys. Cada cual con su arbitrio; eso sí, nada de pornografía. Por cuestión de principios se negó siempre a ojear aquellos valiosos materiales de estudio para los presos. No le gustaba lo que consideraba vil mercadeo a costa de jóvenes, cierto es con cerebros de pájaro, por unos granujas tan miserables como los hipócritas moralistas de Her Kruger y El Mulah. Tampoco, supremo estoicismo, probó el indigesto grog destilado artesanalmente por los reclusos. Influyó positivamente con el tiempo a sus vecinos, que comenzaron a conversar entre sí sin llegar a pelearse por determinar si en Ciudad Tropical había nevado alguna vez. Ya no se esgrimían filosos hierros por un inapropiado forro en el mefistofélico juego de dominó. Se suspendieron los naipes, el burle, la fañunga, el bingo. Fueron recatados los Antinoos y Adrianos en su barraca. Le consultaban si las consortes fallaban a las esporádicas visitas conyugales; si llegarían los Amonestadores de Leman a rescatarles de su miseria; si habrían salvoconductos, pasada la reclusión, para la aurífera Colquide; o si los Beatles se bañaron en una piscina con champagne y los Alacranes podrían ganar el próximo campeonato de criquet. Preguntas que llegaban a sacarlo de sus casillas porque aunque comprendía la agobiante situación y la loca esperanza de sus interlocutores inoportunos, no resistía las interrupciones seguidas que mientras leía o escribía algo de su interés venían a hacerle algunos coprófagos. Mas, a todos escuchaba y daba sus mejores consejos u opiniones. Esta urbanidad sincera y una verticalidad como vampirócrata a toda prueba le hizo ganar inclusive el aprecio discreto de algunos secuaces de Her Kruger, que llegaron a no entender la prohibición absurda, dictada en su contra, de no permitírsele oir a los Rolling Stones. Llegado el momento de hacer nuevas aguas menores, su captor decidió que lo mejor sería clavarle de una buena vez en el pecho la estaca de caguairán y mantenerle callado e inmóvil durante los próximos tres milenios que pensaba vivir desgobernando. Después ya vería. Así, fueron hechos los preparativos secretos para la semi ejecución. Aclaremos que una estaca en el pecho no determina el óbito de un vampiro, sino que le mantiene en estado metafísico, del que puede librarse, no importa cuánto tiempo transcurra, en el mismo momento en que le sea retirado el punzante madero. Esa mañana, cuando se disponía dormir en su rincón cubierto de fibras sintéticas negras, llegaron los adoradores de Apolo. Le llevaron por corredores oscuros hasta una pequeña habitación en la que sólo había un ataúd de madera. Una lámpara de aceite alumbraba tenue el local y el verdugo encapuchado, estaca y clava en mano, esperaba. Lo introdujeron en el sarcófago sin cerrar. Uno que oficiaba de juez sumarísimo leyó la sentencia breve. Con prontitud y algo falto de puntería por la escasa visión, Sanson, que así se nombraba el verdugo, ejecutó el golpe seco sobre su pecho. No puso resistencia. No hubo quejas; ni si quiera una frase célebre para la posteridad. Quiso terminar tranquilamente, y a no ser por la postrer protesta del que llevaba pasamontañas, porque él era un profesional en eso de mandar al averno; que así había sido por generaciones en su familia de victimarios y nunca se las tuvo que ver con práctica tan salvaje como aquel método de estaca y porra, pues la usanza de naciones civilizadas, hacía tiempo, era la limpia guillotina; todo hubiera sido más digno. Quedó quieto. No sabría decirles cuantos días o siglos. Pareció como si nada hubiera cambiado, excepto que ahora le llegaban recurrentes visiones sin traducción lógica: gatos de cuero rojo y cuernos oblicuos arrugados en espiral, como naciendo en el borde de perenne lava; allí donde mismo rompen las olas del mar, saltando sobre una blanca espuma. Otra vez comenzaba a escuchar a lo lejos la melodía. «¿Por qué se fue? Tú la dejaste ir…» Y nuevamente el glamour del Vereda iluminaba su lóbrego limbo; y ella reaparecía justo al abrirse unas puertas en medio de la noche del Universo.

 
F I N
 
Dies Saturno Maia
 
XVII MMVIII Annus Domine
 

Regis Iglesias (Foto cortesía del autor)

Regis Iglesias
(Foto cortesía del autor)


 

Regis Iglesias Ramírez (La Habana, 1969). Escritor y periodista. Miembro del Movimiento Cristiano de Liberación (MCL). Fue prisionero de conciencia y activista político en Cuba. Tiene publicados varios libros de poesía. Sus poemas y artículos han aparecido en diferentes publicaciones de España; donde reside como refugiado político.

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Un comentario el “El Vampiro

  1. Rolando Sabin
    01/06/2014

    Muy buen relato, magistralmente escrito. Gracias por publicarlo.

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Esta entrada fue publicada el 31/05/2014 por en Narrativa.
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