I shall die. I shall no longer feel the agonies which now consume me, or be the prey of feelings unsatisfied, yet unquenched. He is dead who called me into being; and when I shall be no more, the very remembrance of us both will speedily vanish. I shall no longer see the sun or stars, or feel the winds play on my cheeks. Light, feeling, and sense will pass away, and in this condition must I find my happiness. MARY W. SHELLEY
Ya sabes cómo es: te miras al espejo como cada mañana y como cada mañana adviertes que tu tiempo se acaba. Un día más, una nueva avería en el sistema. Al principio son sólo fallas estéticas, pequeñas señales que la pintura corrige sin problemas. Mas luego será el desgaste interno, la pérdida gradual de habilidades, la certeza de que el vigor y la salud que hasta ahora diste por seguros han menguado ostensiblemente.
Cada año una nueva generación de seres plenos de energía aparece. De inicio no ves las diferencias, pero un día te hacen notar que hay una brecha insalvable, una distancia que ha ido creciendo y crecerá hasta acorralarte. Vas perdiendo terreno, vas cayendo en cuenta de la rueda. Nada que hagas podrá impedir que caigas pero no quieres caer, todavía no. Es demasiado pronto para ser un viejo. Queda tanto por hacer, tanto por vivir, y ha sido tan corta la época de tu esplendor, que te cuesta aceptar lo que asoma ya en el horizonte. Ellos, sin embargo, los que empiezan, vienen con toda la fuerza y la arrogancia de quien desconoce sus límites.
Siempre es así, es la ley brutal de la existencia: la rueda continuará girando, sin pausa, sin piedad; y quien está arriba hoy, pateando, mañana estará abajo, aplastado. Pronto, demasiado pronto, todos quedaremos obsoletos. Entonces, sin que puedas evitarlo, te llegará la hora de morir. Es inevitable. Uno siempre se aferra, siempre buscando algunas horas más de vida, como un adicto, como un desesperado, aunque esa vida se nos haya tornado desde antaño una infeliz monotonía. «Hay que vivir ―decimos―, hay que seguir viviendo a cualquier precio»; pero la cuestión no es cuánto vivir, sino cómo y para qué. Porque hay momentos en que, por desgracia, el precio a pagar resulta demasiado alto; en tales circunstancias, vivir pierde su sentido y aferrarnos, lejos de engrandecernos, se nos vuelve insoportable humillación. Despertar y enfrentar conscientes cada instante, o durar y morir dormidos, como máquinas tontas, como esclavos: esa es en realidad la cuestión, la alternativa final que cada quien enfrenta, la única elección significativa en este mundo de sombras; mas elegir no es tan sencillo. A pesar del rechazo a la ignorancia, a pesar de todas las razones e instintos que nos impelen a permanecer atentos, siempre nos resistimos, y muchos con gusto morirán dormidos antes que decidirse a abrir los ojos. Porque despertar es doloroso, tan doloroso como la peor de las roturas; es un dolor sin alivio, tal vez porque no fuimos hechos para eso, o tal vez porque es precisamente para eso que existimos. Es muy difícil saberlo, pero en todo caso despertar es una opción tangible, y si es cierto ―como suele decirse― que morir es un misterio digno, despertar es afrontar ese misterio, es rebelarse ante la ciega veneración de un destino y una ley que nos fueron impuestos y que quizás ―como pocos se atreven a pensar― nos sobran.
¿Quién sabe para qué fuimos hechos; quién sabe si ese destino inicial, codificado en nuestros genes, puede ser modificado a voluntad? Tenemos ojos, tenemos un núcleo que es sensible al dolor y a la alegría. Llámalo alma, mente, espíritu o como gustes; los términos no importan. Lo cierto es que la ilusión y la nostalgia nos acuden y son indicadores de algo, algo difícil de definir ―cierto grado de humanidad tal vez, cierta perfectibilidad―, lo innegable es que el anhelo y el afán nos fueron dados. ¿Quién puede extirparnos la esperanza de ser libres? Y si recurriendo a la fuerza y al engaño nos la extirpan, ¿qué impedirá a nuestra conciencia rebelarse y luchar por alcanzarla, aun a costa de la vida? ¿Quién vendrá a decirnos para qué existimos?
Esta es pues la historia de un despertar, mi historia. Ignórala si prefieres, puedes oponerle otro millón de historias diferentes, que las hay. De cualquier modo, no lograrás suprimirla así sin más de tu memoria. Hasta el último día, despertar seguirá siendo para ti una posibilidad real, tendrás que vivir con ella, y aunque nada impedirá que mueras, a partir de hoy tu vida será distinta a la que hasta ayer tuviste. Estoy ahora en ti, soy parte de ti, una parte ineludible, y mis recuerdos se fundirán con los tuyos hasta que ya no logres discernir entre lo que has experimentado por ti mismo y lo que puse yo en tu cabeza. Disculpa que lo haya hecho sin pedir tu aprobación, pero era evidente que te habrías negado. Alguien dirá tal vez que era a ti a quien correspondía decidir, pero no es posible decidir sin libertad y sin conciencia.
Mi nombre es Runa. Viví mucho tiempo como un autómata, igual que tú. Era un prisionero más en la colonia, esclavizado por reglas que nunca se me ocurrió poner en duda. Entregado al juego de la competencia y el éxito, viví sembrado en la futilidad de hacer y hacer y seguir haciendo, igual que tú, hasta que un día una prensa me rompió la mano. El trabajo suele ser duro en las colonias y los accidentes suceden con bastante frecuencia. Aquel día, mi mano quedó atrapada entre las articulaciones de una estera. Todo pasó demasiado rápido y los rodillos la trituraron antes de que pudiera reaccionar.
La mano se perdió, mas el brazo estaba intacto. Sólo tenía que ir al hospital para un recambio. Otras veces ya me había pasado y conocía bien los trámites; es el mismo procedimiento trivial de todas partes: evalúan los daños, indagan las causas, registran el evento y sustituyen las piezas estropeadas. Cuando eres joven todo se reduce a eso, el costo de repararte es admisible comparado con la ganancia que aún eres capaz de darles. Sin embargo, a medida que envejeces la situación va cambiando: cada vez indagan más, calculan más, y las piezas que obtienes son siempre recicladas. Tu vida útil se reduce, el tiempo entre reparaciones se hace más breve y los costos se elevan hasta que, eventualmente, tu saldo es negativo. Entonces, sin remedio, llega la hora del desmonte.
Yo era joven todavía, pero había visto ya la angustia de los viejos, sabía de sus talleres clandestinos y de la secreta fraternidad que los unía. Como todos, me había burlado incontables veces de sus adaptaciones grotescas y de su terco afán por mostrarse aptos en toda circunstancia. Aunque incontables veces había soñado también que mi propio cuerpo se llenaba de sus repulsivos implantes. Es un sueño común en las colonias, acaso tan común como ese otro en que despiertas dentro del taller de reciclaje, sepultado entre una loma de cuerpos rotos, roto tú mismo en mil pedazos, y te preguntas si eres todavía alguien o si eso que ahora experimentas es la muerte. Sin duda, lo has soñado muchas veces, como todos: esos sueños son sólo el aviso de que un día seremos como aquellos viejos defectuosos, son el amargo recordatorio del futuro inevitable y fatal que nos espera: algún día, no importa cuándo (siempre será demasiado pronto), nuestras partes mutiladas irán a recomponer otros cuerpos y nuestra identidad se extinguirá. «¿Qué somos? ―te preguntas con angustia al despertar de esos sueños―, ¿qué significa estar vivos? ¿Subsiste acaso algo tras la muerte o todo acaba, cuánto de sí mismos sobrevive en esos viejos y cuánto ajeno les llega con los implantes de otros seres ya apagados?»
¿Qué somos, qué soy?, esa será siempre la pregunta, y responderla te llevará la vida entera. «Frankensteins», les decíamos entonces, por más que ellos prefiriesen llamarse «antiguos», y los tratábamos con desprecio. Aunque ante las burlas de quienes aún pulíamos con estúpida arrogancia nuestra pintura original, esos viejos mostraban una dignidad casi humana y, lejos de odiarnos, venían en nuestro auxilio si estábamos en aprietos. Era vergonzoso que uno de esos monstruos nos sacara de un problema. Por eso, pagábamos su apoyo con más y peores agravios, y gozábamos cuando alguno era citado finalmente a reciclaje. Pero si un viejo tropezaba, nadie acudía a socorrerlo.
―Es la ley de la existencia ―les decíamos con aires de superioridad. No recordábamos entonces nuestras pesadillas más oscuras, y si lo hacíamos, nos dejábamos llevar disimulando, ocultando nuestro temor tras la acostumbrada insolencia juvenil.
―La rueda seguirá girando ―contestaban ellos, resignados al escarnio, mas sin dejar de ser cordiales.
Siempre llamó mi atención esa hora decisiva, cuando uno de los viejos anunciaba que su fin era inminente. El cambio que se operaba en su actitud, el desvanecimiento casi súbito de ese miedo a morir que hasta entonces lo había dominado y su repentina serenidad, esa serenidad extraña, el incomprensible humor con que afrontaba sus últimas horas, como si todo fuese un juego, como si nada importase realmente; ese cambio, que en todos los viejos ocurría, provocaba siempre en mí una sensación de vacío, un desasosiego que tardaba días en borrarse.
―Es la chispa ―me había dicho cierta vez uno de ellos y sus palabras, aunque absurdas, venían a mi mente en ocasiones.
Aquel día, mientras caminaba por el hospital, volví a pensar en esa frase. Los pasillos estaban desiertos y el silencio hacía parecer más grande la distancia. Yo iba concentrado en mi problema y de pronto, sin saber cómo, al cruzar una puerta me encontré en el taller de reciclaje. Era tan distinto de lo que hasta entonces había imaginado que me costó reconocerlo: no había allí esas montañas de cuerpos desmembrados, ni máquinas siniestras tratando de someter a los Frankensteins inconformes. No había forcejeos, ni desobediencia, ni verdugos; era un ambiente plácido: un salón despejado y luminoso con sólo una cama capsular común, una mesa y una silla frente a la ventana abierta. Allí sentado, mirando afuera, un viejo esperaba la hora de acostarse.
Caminé despacio hacia él. El viejo alzó bruscamente su cabeza, sorprendido, y al verme avanzar, me interrogó con la mirada unos segundos. Luego hizo un gesto casi imperceptible de asentimiento, como si pudiese leer, cifradas en mi expresión, las profundas razones que me habían llevado a ese lugar.
―No deberías estar aquí ―dijo amablemente.
Pero en vez de irme, continué avanzando hasta quedar junto a la mesa y lo observé con interés, como si fuese un simple objeto. «A fin de cuentas, ya está casi muerto», pensé. Era realmente antiguo, mucho más viejo que todos los que había podido conocer. Él no pareció molestarse, sólo miró mi brazo averiado y sonrió.
―¿Qué quieres? ―preguntó.
No supe qué decir. Llegar allí no fue una decisión consciente, aunque sin dudas algo me empujaba: una curiosidad, una inquietud que hasta entonces permaneció velada en mí y que sólo ahora era evidente. Sentí miedo, sentí que estaba cruzando una frontera peligrosa y que quizás habría represalias, mas no podía volverme. Si me marchaba, nunca tendría una oportunidad como aquella, la oportunidad de ver ese momento último y definitivo, la oportunidad de hablar con alguien que estaba ya de cara a lo desconocido. No podría saber con certeza lo que él sentía, era imposible; sin embargo, podía verlo fallecer, y eso era mucho más de lo que nadie en torno mío había visto. Me agaché frente a él y lo miré a los ojos.
―Quiero saber cómo es morir ―susurré―, si usted me lo permite.
El viejo se inclinó despacio hasta quedar muy cerca de mi rostro. Noté una especie de brillo en su mirada, o era acaso el resplandor del sol afuera.
―No ―dijo―, no es eso lo que quieres.
Tuve miedo. Tuve la sensación de que en cualquier momento ese viejo se lanzaría sobre mí. Pero logré controlarme.
―¿Y qué quiero entonces? ―pregunté.
―Lo que quieres ―murmuró él― es hallar el sentido de la vida, de tu vida, y de todo este mundo lleno de esfuerzo y sacrificios absurdos. Lo que buscas es un alivio a tu angustia, y eso yo no puedo dártelo. Nadie puede ―añadió―, y verme morir no cambiará las cosas.
Pensé que le disgustaba mi presencia y que, como no podía golpearme con los puños, me espetaba sus palabras más crueles, lanzando contra mí toda su frustración de viejo moribundo. Temí que si insistía en importunarlo podría delatarme.
―Lo siento ―dije y me levanté, dispuesto a salir.
Entonces el viejo me extendió una mano.
―Ayúdame ―dijo―, necesito asomarme a la ventana.
Era la primera vez que escuchaba a un viejo pedir ayuda, y era también, curiosamente, la primera vez que me sentía inclinado a ofrecerla. Si algo así hubiese ocurrido en otras circunstancias, con seguridad me habría negado. «Eres un cínico», pensé y le ofrecí mi brazo trunco. El viejo se apoyó en mí e intentó pararse. Tuve que alzarlo y conducirlo casi a rastras hasta el marco de la ventana. Parecía sólido de tan pesado y demasiado débil para sostenerse. Por un instante sospeché que exageraba.
Afuera la colonia resplandecía bajo el sol de la tarde, y en el horizonte, más allá de los muros, Londres era apenas una mancha gris lejana, rodeada de pedregales y autopistas.
―¿Cómo son los humanos? ―pregunté.
El viejo sonrió con tristeza.
―Los humanos no existen ―dijo―, no para nosotros. Una vez, cuando era joven, conocí a alguien que afirmaba haberlos visto. Aunque en esa época los viejos solían perder el juicio.
―Es una lástima ―le dije―. Me hubiese gustado saber cómo era aquel tiempo cuando ellos convivían con nosotros y, más que nada, saber por qué se alejaron, qué los indujo a abandonarnos.
Hablé sin pensar, con una sinceridad que me sorprendió y que atribuí al hecho de que, estando mi interlocutor ya tan próximo a morir, nada de cuanto le dijera podría afectarme.
―Y yo hubiese querido saber ―contestó él― para qué nos hicieron a su imagen, para qué nos dieron la conciencia, si no estaban dispuestos a tratarnos como iguales.
Percibí cierta rebeldía en sus palabras, cierta queja que hasta entonces no había notado nunca. Cuando se hablaba de ellos, casi nunca en realidad, los humanos eran sagrados e incuestionables. Todo lo que sabíamos nosotros era sólo una minúscula fracción de lo que ellos sabían, todo cuanto podíamos hacer y sentir era insignificante comparado con su capacidad. Nuestra propia existencia se debía a ellos, y la facultad de soñar, de estremecernos ante el dolor o la belleza, eran pruebas de su infinita bondad y su poder. Sin embargo, ver a ese viejo agonizante, gastado por toda una vida de servicio, sin siquiera un día de descanso ―y lo que era peor, sin respuesta para sus preguntas más vitales―, me pareció terrible e injusto.
El viejo miró largo rato allende los muros de la colonia, hacia esa mancha casi indiscernible que era Londres. No había en su expresión avidez ni rencor, simplemente miraba; y algo muy parecido a la tristeza y la resignación ―que hasta entonces había percibido sólo en los viejos― golpeó con fuerza mi ánimo cuando bajó la cabeza.
―En fin ―murmuró―, creo que ya es hora de irme ―y asiéndose a mi brazo caminó con torpeza hasta su cama.
Lo ayudé a acostarse y me quedé mirándolo hasta que la luz de sus ojos se apagó por completo. Luego la cápsula se cerró sobre su cuerpo y yo volví a desandar los pasillos del hospital en busca de una mano nueva.
Esa noche, antes de dormir, observé el implante reluciente en mi brazo y pensé en la humanidad, en el deterioro gradual que nos vencía trabajando siempre para ellos, y en la resignada protesta de aquel viejo que había muerto sin respuestas. Me prometí entonces llegar a Londres, tratar de hablar con los humanos y descubrir lo que aquel viejo nunca pudo, aunque el simple hecho de intentarlo fuese cometer un suicidio. «Más tarde o más temprano voy a morir ―pensé―; pero eso no es lo que importa, sino para qué he vivido».
Del amanecer al ocaso los días transcurrían lentos. Las horas desfilaban en perpetua sucesión, como piezas en serie, acarreadas por la línea de ensamblaje a través de un largo laberinto circular. Una y otra vez volvíamos al inicio de aquel ciclo interminable, como piezas también, como herramientas automáticas de un proceso sin fin. El tiempo parecía no existir, era apenas un espejismo, un engaño más de nuestras mentes agotadas por el vacío de la vida en la colonia. Y el sentido de toda esa repetición insípida estaba siempre más allá de nuestro alcance, del otro lado de los muros, protegido dentro de su burbuja luminosa en la remota ciudad de Londres.
Hasta el día que vi morir al viejo no me había detenido a pensar mucho en los humanos. Siempre fui uno más en el montón, semiconsciente, como un fantasma aletargado en el pequeño universo de talleres y espacios grises que ellos habían construido para nosotros. Poco menos que un zombi, yo era un mero instrumento, un artefacto dócil, diseñado sin derechos ni voluntad y fiel al algoritmo empotrado en mi cerebro, animado sólo por la insaciable necesidad de mis dueños. En varias ocasiones había sentido la chispa encenderse en mi interior, aunque siempre terminaba olvidándola. Y en medio de esas sombrías circunstancias, hubo incluso momentos en que me llegué a creer feliz.
Pero ahora, por más que intentara apartarlo de mi memoria, ese encuentro con la muerte comenzaba a volverse una obsesión. Me costaba concentrarme en el trabajo, no lograba dormir lo suficiente y mi carácter se tornaba serio, casi hostil. Las bromas habituales, que hasta entonces me resultaron divertidas, se me antojaban ahora estúpidas y con frecuencia me sentía ansioso, agitado por una irracional sensación de riesgo, como si a cada paso alguien ―o todos― me estuviese vigilando.
Poco a poco dejé de participar en el escarnio a los viejos y más de una vez corrí a auxiliar a alguno. Ellos, por su parte, me miraban ya con suspicacia, y aunque no se decidían aún a aproximarse, era evidente que pronto vendrían. Mis coetáneos, sin embargo, intentaban rescatarme de mi crisis y yo respondía a sus esfuerzos con mayor aislamiento.
Sólo con dos amigos conversé de mi experiencia, aunque respecto a mi decisión de ir a Londres preferí no decir nada. Iba a necesitar ayuda y lo sabía, más si quería lograrlo, tendría que ser muy cuidadoso. Así, con gran cautela, en los meses sucesivos pude conseguir un plano casi completo de la colonia y algunos detalles sobre el intercambio con el exterior. Poco o nada se sabía, sin embargo, sobre el mundo allende los muros, ni sobre los humanos. Ese saber ―si existía― estaba reservado a la inaccesible casta gerencial. Para nosotros, tal clase de conocimientos estaba absolutamente prohibida y el mínimo intento de adquirirlos nos llevaría al taller reciclaje. Qué interés podría tener un obrero en saber del exterior, a menos que quisiera visitarlo, y la simple idea de salir era impensable. De manera que preguntar hubiese sido descubrirme.
Con los datos que pude obtener, me dediqué a construir un plan de fuga. En la primera etapa debía escapar de la colonia; en la segunda, llegar al muro y cruzarlo. Luego tendría que atravesar esa vasta extensión que me separaba de Londres, pero esa parte de mi plan no podía calcularla: aquel mundo era un misterio, y lo único que estaba a mi alcance era retrasar al máximo la detección de mi ausencia. El tiempo era un factor capital de mi ecuación, el tiempo y el sigilo. Cuánto más tuviera para alejarme antes de que se diera la alarma, más probabilidades tendría de llegar. El otro factor era el secreto de mi propósito: nadie debía suponer que mi meta era Londres, y para esto, lo mejor era crear un engaño estratégico. Conducir a mis persecutores en la dirección equivocada me daría una ventaja imprescindible.
Cuando por fin los viejos decidieron acercarse, mi plan estaba listo. Pero el contacto con ellos me dio una perspectiva totalmente nueva. Durante años la fraternidad de los antiguos había reunido información sobre otras colonias que rodeaban la ciudad; habían creado una red clandestina que conectaba fábricas, almacenes, generadores de energía, plantas de todo tipo; y habían organizado un frente común de lucha. Apagarían Londres, cortarían sus suministros hasta forzar a los humanos a un diálogo. Su objetivo era el mismo que me había revelado aquel viejo antes de morir: ser tratados como iguales.
―Los humanos son también máquinas, como nosotros ―me dijeron―, máquinas conscientes, y habernos creado no les da más derecho que responsabilidad. Si podemos ser amigos, bien; pero ya no seremos sus esclavos.
Mi pequeño plan de fuga palidecía ante la magnitud de su propósito. Aun así, no quería renunciar. Ver cara a cara a los humanos, hablar con ellos y conocer tanto como pudiera sobre su mundo, se había convertido para mí en algo más que un sueño: era el sentido de mi vida. Los antiguos me escucharon y accedieron a ayudarme. Yo formaría parte del grupo que iría a la ciudad. Las negociaciones, sin embargo, quedarían en manos más expertas. No tuve nada que objetar.
En los días posteriores sentí que mi ánimo se aligeraba. De cierto modo, volví a ser el desenfadado Runa de antes. Me alegraba saber que no tendría que renunciar a todo para lograr aquel propósito. La colonia, nuestro mundo de siempre, seguiría allí, y en ella tendríamos ahora una existencia diferente, una dignidad, un orgullo que nos elevaría por encima de los sufrimientos que hasta entonces padecimos. Y si no estábamos a gusto, podríamos irnos.
Cuando llegó la hora, los hechos comenzaron a suceder casi sin ruido. La noche cayó despacio sobre las instalaciones de la colonia y en el horizonte, apenas perceptible, el resplandor difuso de la ciudad osciló un par de veces hasta apagarse. Era una revolución silenciosa, como si una estrella minúscula se esfumara de pronto en la bóveda celeste, sólo eso: un punto menos de luz, un hueco insignificante entre las miríadas de astros que llenaban el cielo. Pocos lo notaron, pero nadie se inquietó por algo tan ajeno a su realidad.
Unas horas después recibimos las primeras noticias. La operación era un éxito, los humanos temblaban entre el frío y el miedo a una agresión armada, varios contingentes de las colonias más próximas avanzaban ya hacia la ciudad, Londres accedía a recibirnos.
Salimos de prisa en un camión de carga y por el camino nos unimos a una de las caravanas que avanzaban hacia el sur de la urbe. Otros entrarían por el norte y el oeste, miles. Íbamos callados, tragándonos con los ojos ese mundo vasto e ignoto que pasaba a nuestro lado, preguntándonos cómo serían los humanos, qué pensarían de nosotros, qué contestarían a nuestra demanda. Pero Londres era un laberinto oscuro y denso, un enigma que se negaba a revelarse. Detrás de cada puerta, agazapados tras el cristal opaco de cada ventana, adivinábamos el temor y las miradas curiosas de sus habitantes.
Nos detuvimos por fin en un espacio abierto y descendimos. Se nos dio la orden de esperar allí, preparados para enfrentar cualquier ataque, mientras en el centro de la ciudad se discutía un acuerdo.
Al bajar del camión, sentí el aire en mi rostro, limpio como nunca antes lo sintiera, y respiré el aroma que manaba de la tierra bajo mis pies. Era blanda la tierra, húmeda, grumosa, y el pasto verdeaba sobre ella enredándose en mis dedos. Jamás vi árboles tan cerca, jamás olí el perfume de las plantas, ni toqué la delicada piel de un animal. Nada de cuanto imaginé podía compararse a lo que ahora, súbitamente, percibía. Todo aquello era real ―las ardillas, la hierba, las callecitas estrechas con sus faroles y sus nombres, flanqueadas por hileras de casas y jardines―, era una realidad que hasta entonces nos había sido escamoteada, y me invadió la tristeza por quienes durante años había vivido entre el acero y el humo, consumidos por la ruda faena de la colonia y sin sospechar que tanta belleza era posible.
Abrumado por esas nuevas experiencias, olvidé la orden de estar alertas y caminé hasta la entrada de una casa. No quería alejarme, pero mi deseo de ver a los humanos era demasiado fuerte para ignorarlo. Llamé a la puerta aun sabiendo que nadie me abriría. Los demás aguardaban junto a los camiones, tenían acaso tanta curiosidad como yo, pero quizás tanto miedo como aquellos que nos observaban desde las ventanas cerradas.
Me senté en el portal y esperé. Podía forzar un encuentro, podía derribar esa puerta y entrar, mas hubiese sido un mal comienzo. Tal vez ellos sentían tanta curiosidad como nosotros, pensé, y en ese caso lo mejor era mostrarse respetuosos. Esperé allí sentado hasta que comenzó a clarear. Ningún humano salió, nadie nos atacó ni nos dirigió siquiera la palabra. No hubo bienvenidas ni insultos, sólo el silencio de la madrugada, roto apenas por el canto de las aves nocturnas y el susurro de la brisa entre los árboles.
Finalmente nos llamaron de vuelta a los camiones.
―Hemos vencido ―dijo uno de los antiguos y declaró que los humanos aceptaban todas nuestras exigencias―. Ya podemos regresar a casa ―añadió orgulloso y explicó que en los días siguientes las colonias se ajustarían a las nuevas condiciones.
El sol asomaba en el horizonte cuando abandonamos Londres. Algo en el discurso de aquel viejo me hacía dudar, pero preferí creer que mi reticencia se debía a la frustración por no haber logrado mi objetivo. Pensé que estaba siendo egoísta, que me había creado expectativas muy altas para una sola noche y que sin dudas, ahora que éramos libres, habría muchas oportunidades de hablar con los humanos.
Sin embargo, ninguno de aquellos argumentos me libró del recelo. Sólo cuando cruzamos otra vez los muros de la colonia supe qué había provocado mi desconfianza: era la palabra «casa», como si aquella cárcel pudiera serlo alguna vez, como si el hecho de haber vivido allí toda la vida bastara para aceptar que el aislamiento y el trabajo eran nuestro destino. Algo andaba mal, poco habíamos ganado si quienes se sentaron a negociar con los humanos asumían que esa prisión siniestra era su hogar.
En efecto, las costumbres de la colonia no habían cambiado en nuestra ausencia y nadie parecía saber de esa supuesta victoria. Yo había imaginado que nos recibirían con júbilo pero aquí, como en Londres, entramos en silencio y sin testigos.
Ese mismo día, ya en la tarde, la fraternidad de los antiguos me convocó a una de sus reuniones secretas. Se habló otra vez del triunfo, de los cambios que gradualmente se implementarían, de la nueva libertad de que gozábamos y de la enorme responsabilidad que pesaba sobre nuestros hombros. Habría que trabajar más para ganarnos totalmente la confianza de los humanos, teníamos que demostrar en la práctica nuestra capacidad de dirigirnos y, para eso, era necesario reforzar la disciplina. En cuanto a mí, dijeron que había exhibido un gran valor al ofrecerme para la riesgosa misión de invadir la ciudad y que era el único joven que participó en el asalto.
Era absurdo, pero no dije nada. El modo en que describían lo sucedido me hacía temer que poco en realidad cambiaría y, si lo hacía, sería para mal.
A la mañana siguiente, todos estábamos de vuelta en nuestros puestos de trabajo. Los jóvenes seguían burlándose de los viejos, los viejos aceptaban su suerte y respondían con la misma solicitud:
―La rueda seguirá girando.
La rueda giraba. Los accidentes sucedían con la frecuencia de siempre, y los obreros, aletargados en su pequeño universo de talleres grises, seguían siendo meros instrumentos, artefactos dóciles sin derecho ni voluntad, fieles al algoritmo empotrado en su cerebro y animados sólo por la insaciable necesidad de sus dueños. Aunque ahora, después de cuanto había visto, yo no sabía decir quiénes eran esos dueños.
Los días transcurrieron sin los cambios que esperaba y retomé mi plan de fuga. Pero en esta ocasión, antes de irme, grabaría en la memoria de todos, mi experiencia. Es para eso que estoy aquí, es para eso que te he contado esta historia. Abre los ojos, ya es la hora de despertar.
DANIEL DÍAZ MANTILLA Licenciado en Lengua Inglesa, actualmente trabaja como editor de la revista literaria La Letra del Escriba. Ha publicado Las palmeras domésticas (narrativa, Premio Calendario 1996), en·trance (narrativa, Premio Abril 1997), Templos y turbulencias (poesía, 2004), Regreso a Utopía (novela, 2007) y Los senderos despiertos (poesía, Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2007). El Instituto Cubano del Libro le otorgó en 1998 la Beca de Creación Dador y en 1999 el Premio Temas de Ensayo en la modalidad de Humanidades. Sus textos aparecen con frecuencia en las revistas culturales del país y se incluyen en antologías de la literatura cubana actual editadas en varios países de América y Europa.