Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

El ladrón de flores y otros relatos

ERNESTO GARCÍA GONZÁLEZ

 
Algo pequeño

Desde la cama solo logra visualizar un pequeño pedazo de cielo enmarcado por la ventana, por donde penetran los rayos de sol, que se reflejan aún tímidamente sobre su cara. Escucha las voces de niños, que entre risas y disputas improvisan un partido de fútbol en el placer cercano; el olor de la mañana se mezcla con el del café recién colado y el trajín de las mujeres que se afanan limpiando la casa de su infancia. Todo parece perfecto, recuerda tiempos pasados, cuando su madre lo despertaba con un vaso de café con leche caliente acompañado de un beso; después todo es confuso, cómo es posible que en tantos años no reparara en la felicidad que ofrecen las cosas simples, olvidadas a fuerza de perseguir sueños de «ser recordado», los que se repetían y desvanecían, sin fin, como si su tiempo fuera eterno, nublándole los sentidos, de forma tal, que no pudiera percibir lo que siempre estuvo ahí al alcance de su mano.
  Al final, un insignificante error genético enraizado en sus entrañas logró derribar de un golpe todas sus ataduras a la farsa de la grandeza y lo material, haciéndole ver sin tapujos que al final siempre se es humano por más que se intente lo contrario, demostrándole lo fatuo de una existencia que ya no podría cambiar por más que quisiera.
  Una fuerte punzada en el costado lo trae de vuelta al mundo real, sabe que en unos minutos estará retorciéndose de dolor, suplicando un alivio que será puesto dentro de su maltratado cuerpo, después dormirá como si ya no fuera de este mundo. Ojalá al despertar aún pueda ver algún cielo azul colándose desde su ventana –piensa, mientras observa como la enfermera se acerca con una transparente jeringuilla en su blanca mano.

 
 
 
El abuelo

El abuelo toma con extrema delicadeza la diminuta memoria flash que puse por descuido sobre la mesa
  –¿Qué es esto? –me pregunta, intrigado.
  –Es un aparato para guardar información; esa tiene grabadas unas películas y como mil canciones –le respondo a sabiendas que se impresionaría.
  Me mira y sonríe pícaramente, después se aleja renqueando hacia la cocina sin dejar de mover incrédulo su cabeza.

 
 
 
El ladrón de flores

La mujer lloraba desconsolada en el jardín.
  –Esas flores estaban dedicadas a la memoria de mi madre –explicaba al contemplar su ahora desolada planta, mientras su esposo intentaba consolarla.
  –Pero a quién se le pudo ocurrir la idea de robarse todas las flores.
  –Bueno –intervino una vecina–, dicen que por ahí anda un jabao medio loco que desde la muerte de su hija no deja flores por donde pasa.
  –Tal vez sea un enamorado sin dinero –argumentó el marido sabedor del impacto que tienen los temas de amor en el corazón femenino.
  En efecto, la mujer se fue calmando, pasando del llanto a los suspiros.
  –Bueno, al menos que le hayan servido a alguien para ser feliz –sentenció, más aliviada.
  Pocos minutos después, entró a la casa la joven hija de la pareja que regresaba de la escuela. Venía radiante, mientras sostenía en su mano un grueso ramo de orquídeas, color violeta. Todos en la casa se miraron intrigados.
  –Mi’ja –le preguntó la madre, disfrazando de ingenuidad su interrogación–, esas flores te las regaló un nuevo enamorado.
  –Qué enamorado ni nada de eso, mamá –le respondió con desenfado–, se las compré a un borracho en el bar de la esquina, porque me las dio baratísimas. Ya debe estar tomándose el dinero que le pagué por ellas. La verdad es que a mí me gustan mucho y como tú tienes las tuyas dedicadas, nunca me dejas cortarlas.

 
 
 
Hamlet

El grupo sentado en el muro, discute casi a gritos, los resultados del último partido de fútbol; de pronto, todos guardan silencio; por la acera, se acerca un muchacho de ropa apretada y andar bamboleante. Al pasar, algunos le dirigen palabras soeces, relativas a “plumas y peces”. El joven, me mira fijamente por un instante, y aprieta el paso, aparentando no oír.
  Yo lo conozco desde que nació; sé que su padre murió cuando él era pequeño, que fue criado con muchos sacrificios por su madre y hermanas mayores, que nunca tuvo un amigo de su mismo sexo, y que tampoco parejas del sexo opuesto. También sé, que es una buena persona y un excelente hijo, pero aun así, agacho la cabeza para no saludarlo en público, y me quedo callado a solas con mis propios demonios.

 
 
 
Los tres padres

Me acerco un poco más, tratando de definir aquel bulto en medio de las plantas; resulta ser el jardinero, que sentado en el piso se aprieta con fuerza el abdomen, intentando inútilmente contener los sollozos que hacen convulsionar su torso. Apenas lo conozco, pero me impresiona la vista de un hombre sencillo y rudo como aquel llorando de esa manera; así que, so pena de ser malamente recibido le pregunto si se siente mal o puedo ayudarlo en algo, demora su respuesta, pero al fin me mira de reojo, se seca las lágrimas con el dorso de la mano, y me responde con voz entrecortada:
  –Nadie puede hacer nada por mí, amigo, no por lo menos en este momento.
  –Solo la muerte no tiene remedio –le contesto tratando aún de apaciguar en algo su sufrimiento.
  –Sabe, puede que tenga razón, pero de verdad creo que la muerte sería mi mejor remedio en este momento; no sé si usted tiene hijos, si los tiene, sabe cuánto se pueden querer; resulta que yo pude tener solo uno, que mi mujer murió después del parto, pues a ese único hijo, la policía se lo llevó esposado anoche como si fuera un vulgar delincuente. Un muchacho tranquilo y trabajador que con casi treinta años apenas sale de la casa, no toma, no fuma; para decirle, ni siquiera mujeres le conozco. Cómo es posible que haga nada malo.
  Por supuesto que tengo hijos, a los que quiero más que a nada en el mundo, definitivamente ese padre se había ganado mi solidaridad a primera vista, no puede ser nada tan malo, le respondo; tal vez cuando llegue a casa se lo encuentra allí, le da un abrazo y olvida todas sus angustias.
  Me contesta, ahora dándome la espalda para que no pueda verle los ojos.
  –Usted tiene la más mínima idea de cuántos años echan y con cuánta violencia tratan en la cárcel, a los violadores de niños.

 

Ernesto García González (Foto cortesía del autor)

Ernesto García González
(Foto cortesía del autor)

Ernesto García González (La Habana, 1961). Terminó en 1984 la carrera de Medicina en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de La Habana.

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Esta entrada fue publicada el 02/08/2014 por en Narrativa.
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