Para mi madre, que la descubrió
Loma abajo o loma arriba, da igual, su figura se desliza ligera como si de una lagartija se tratase, o como si fuera rana, quizás, si los batracios caminaran y no saltasen, si los lagartos dejaran de reptar y marcharan, sólo un poco más erguidos, desde los remansos sobre los que se despeñan las aguas hasta las cimas donde nace El Caburní. Ida y vuelta.
Laly parece indetenible pero si ahora mismo alguien se aventurara a saludarla, bajo el sol que apenas empieza a adueñarse del camino a estas horas de la mañana, las diez tal vez, entonces ese alguien se divertiría con sus ojos, que ríen mientras los labios forman una mueca que también sonríe o hace como si sonriese, porque no hace falta que la boca de Laly sonría si su cuerpo entero lo hace, mientras sube y baja, diminuto, como arrastrado por el perfume de las mariposas escoltándole el aliento.
Las mariposas también se mueven, mas ni reptan ni saltan ni caminan: se deslizan, aunque tampoco pueda determinarse con certeza si suben o bajan. Sólo es cierto que acompañan a Laly, siguiendo su ritmo, que es el de las cosas verdaderamente importantes en la montaña, las cosas leves. También en el borde del camino siguen muriendo cada día un poco más las ruinas de las escuelas construidas para los nuevos maestros revolucionarios. Fue hace años, diríase que sucedió en otra vida que fue otra isla y hasta otro mundo, cuando los edificios de tres plantas, interpuestos entre el perfume de las mariposas y el reino de Laly, se llenaron con guajiritos contentos de aprender, progresar, escapar. Escuelas Makarenko. ¡Qué escandalosas las carcajadas de los futuros maestros, a punto casi de convertirse en ex-campesinos! Y sus compañeras, las niñas maestras, adornaban sus largas cabelleras negras con una o dos mariposas enganchadas tras la oreja. Ahora ya no se escuchan sus risotadas confiadas y pronto nadie recordará que un día subieron y bajaron por esa loma. Laly tal vez se acuerda pero ella sólo sonríe, no ríe ya. A las mariposas, por su parte, nunca les importaron aquellas muchachas, mucho menos los muchachos. Sus raíces se enroscan en los cimientos de las ruinas abandonadas. Las mariposas susurran algo que sólo las abejas, en la tarde, comprenden. A ellas lo que les importa es Laly. Y nada más.
La imagen es en cierto modo paradójica, si fuera posible que en los montes del Escambray la palabra o el concepto de paradoja constituyese una realidad o al menos una probabilidad. En todo caso, algo choca viendo a Laly portando una larga vara en la mano derecha, ella que anda tan ligera, ¿para qué necesitaría una vara? Pero por ahí camina con su varita como si estuviera ella impulsando la vara y no ésta sirviéndole de bastón, ayudándole a bajar y a subir las lomas de su reino. Porque Laly es dueña y marcha junto a las flores y los grillos como auscultando el silencio Caburní, que es casi transparente, apenas rasgado por su paso. Y del hombro izquierdo le cuelga una gran bolsa de nylon cargada con latas de cervezas y refrescos vacías. Bien sentada en un taburete tan viejo como ella, a la entrada de su casa desvencijada y segura de que desde esa posición sigue reinando sobre su paisaje, Laly las aplastará con una maciza piedra de río, sin dejar de apretar el tabaco entre los dientes, canturreando y recordando, eterna y leve. Algún día baja todas las lomas con su cargamento de latas aplastadas a venderlas en el Centro de Recuperación de Materias Primas de Trinidad, ocho pesos por cada kilo, e inmediatamente cambiará el dinerito que consiga por unos cuantos tabacos que le entretengan la sonrisa.
Eso es lo único esencial, la sonrisa.
Precisamente ahora Laly no baja. Sube.
Tres nietos y dos hijos se le calcinan abajo, en los recalcitrantes mediodías de Trinidad, pero la foto del difunto esposo enmarcada y sin cristal la espera siempre allá arriba presidiendo la sala de su casita rota, al borde mismo del bosque, como quien dice al borde de un precipicio. Mas Laly es reina y sabe que todo pasa. El tiempo, piensa a veces, es como esta piel mía tan fina, que se arruga pero no se gasta. Tal vez sí se gasta, pero eso es algo que no pasa por la mente de Laly porque ella no se da cuenta. Tiene un espejo muy viejo, rajado, encima del sucio lavamanos sobre el que cada mañana, o casi todas las mañanas, o algunas mañanas, si se acuerda, lava su carita, y en él ve reflejada la imagen de su rostro color cartucho. El espejo siempre estuvo ahí: al principio, sin las manchas del azogue, limpio de roturas. Siempre colgó sobre el lavamanos que fue blanco y siempre le mostró ese color cartucho suyo y la sonrisa. La piel no se gasta. El tiempo tampoco. Porque no hay nada mejor para conservar la belleza que estos aires tan puros de su finca, o de lo que fue su finca antes que el esposo en el retrato la perdiera. Eran gente de mucho dinero, comentan los choferes del pueblo, musitan más bien como si incluso ellos, al hablar de Laly, llevaran un tabaco imaginario colgándoles de la consabida mueca serrana. Pero el tabaco de Laly no es imaginario. Apesta fuerte aunque ella en vano trate de esconderlo tras la espalda cuando se acerca a saludar a sus amigas. ¡Qué linda eres!, le ha dicho a una habanera semidormida que recién conoció cuando recogía sus latas vacías esta mañana en el restaurante del hotel. Los negocios son los negocios. ¿Y cuántos hijos quieres tener?, se interesó enseguida, ocultando un poco más el tabaco apagado. Tres, oyó que le respondieron y esta vez Laly sí que se rió, puede que incluso mucho más fuerte que como solían hacerlo las aprendices de maestras en revolucionario ascenso hacia la capital. Rió con tantísima gana el cuerpo entero de Laly, perdiéndose un minuto exacto después dentro del persistente humo de las mariposas blancas.
Va y se apresura hacia la casita en harapos porque también tiene que alimentar a sus gallinas, y a sus pollos, que luego le robarán porque Laly no come los huevos que ponen sus gallinas tan reidoras como ella. Deja que crezcan los pollos y tampoco es a la espera de que estén crecidos para zambullirlos en agua caliente, quitarles las plumas y asarlos o freírlos o preparar una buena sopa que le dure una semana en su estómago del tamaño de un grano de café. Laly por las tardes, cuando ya ni baja ni sube, conversa con sus gallinas y con los pollos hasta que algún niño se los roba a sabiendas de que la vieja nunca va a protestar. Sus gallinas no dejan de poner. Que no me gustan, insiste cuando se le acercan a curiosear. La gente es tan chismosa. Y no se sabe si lo que le desagrada es el sabor de los huevos o romperlos, sacarlos de su paz y de repente matar al pollito que dentro de la cáscara blanca espera al sol. Hay cosas que nunca sabrán. A veces, cuando le preguntan, sobre todo si le preguntan una y otra vez como si fueran periodistas del NTV, Laly por un momento deja de sonreír. Y no piensa entonces en su esposo muerto ni recuerda el retrato en la sala, ni el tema de su última conversación con las gallinas, o el murmullo de las yagrumas al comienzo de la noche. No puede sonreír. No puede pensar. Porque la cabeza se le llena de los tiros y el retumbar de los camiones cargados de soldaditos que subían, sin la gracia de las ranas y las lagartijas, a cazar bandidos -dicen que eran bandidos- escachando de paso las mariposas junto a la carretera. Pero eso, el aroma de las mariposas, era perfume que no aspiraban los soldados verdeolivo. No les daba tiempo. No sabían qué hacer. No sabían quiénes iban a ser. La muerte no se sabe. Llega y permanece.
El desvanecimiento de la anciana, sin embargo, dura poco. Hay cosas que Laly sí sabe. Laly sabe vivir sola.
Y el silencio Caburní es demasiado transparente.
Más que el tiempo.
Tomaba mucho. Murió hace años y me dejó aquí, musita detrás de su tabaco Laly, bajo el retrato de la sala. Por el umbral cruza una gallina lenta y más allá se extiende la sierra con sus grutas, precipicios y cascadas.
Laly es dueña, sube y baja ligera su montaña.
Sabe que todo pasa.
En Topes de Collantes, Julio del 2013
Odette Casamayor Cisneros es habanera y actualmente trabaja como profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Connecticut. Ha publicado el libro de cuentos Una casa en los Catksills (La Secta de los Perros, San Juan, Puerto Rico, 2012), y el volumen de ensayo literario, Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana (Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt am Main, 2013). Sus cuentos y ensayos han obtenido premios en París (“Juan Rulfo” de ensayo literario, 2003), Madrid (Mención, narrativa femenina “Torremozas”, 2002) y La Habana (Premio de ensayo “José Juan Arrom” 2009).
He respirado el aire puro del campo escondido en alguna molécula de mis recuerdos de infancia. Muy evocador.
Preciso y precioso; mujer que sabe contar, y su cuento es lo más parecido a un canto.