“Relojito”; apodo de Juan Alberto. No vendía relojes, ni los arreglaba; su oficio, fabricante de ataúd. Juan Alberto se sentía tan orgulloso de su trabajo que iba a la funeraria donde el muerto estaba tendido. Los empleados y los dueños de la funeraria no se preocupaban cuando lo veían entrar. Relojito Iba directo a mirar al ataúd que él había fabricado; le daba la vuelta, lo observaba de lado, de frente, hasta se agachaba para verlo por debajo. Hacia lo mismo, que el tipo que va a comprar un auto. Movía la cabeza en un gesto de aprobación. Y se retiraba, sin mirarle la cara al difunto.
Los familiares del muerto se preguntaban uno a otro si alguien conocía a Relojito. Otros pensaban que había entrado para ver si le gustaba el tipo de ataúd.
El apodo de Relojito comenzó, porque le ofrecía la hora a cualquiera persona.
–¿Quiere saber la hora? Preguntaba; sobre todo, a los que veía sin reloj. Prefería las paradas de los tranvías, o de los ómnibus. Ansiosas por llegar a su destino la gente le decía que sí. Entonces él miraba fijo el reloj y decía la hora.
Cuando Relojito se enteró de que todos los años iban a cambiar la hora, se puso lo más contento del mundo, y ese mismo día fue a comprarse otro reloj.
–¿Cuál hora quiere, la vieja o la nueva?, –decía, señalando con un dedo para el reloj en la mano izquierda, y hacía después lo mismo con la mano derecha.
La persona a la cual se había dirigido lo miraba extrañado por unos segundos. Meneaba la cabeza y se alejaban sin decir palabra. Había quién lo miraba de arriba abajo como diciendo: “Es una broma lo de este, o es un verdadero comemierda”. Juan Alberto no se inmutaba, sino que miraba a su alrededor y hacia lo mismo con otra persona.
Estuvo tres años y medio casado. Dejó a la esposa, cuando la vio tratando de entrar por la ventana a una habitación que él tenía cerrada con dos candados. Lo único que lo diferenciaba de un tipo corriente, es que era cabezón hasta decir no más.
Tenía un amigo que había sido compañero de trabajo, el cual dejó de trabajar cuando una sierra le cortó cuatro dedos de la mano derecha. Lo conocí por el apodo de “Undeo”, aunque también le decían “Mocho”. Flaco, de vestir y caminar elegante, siempre con su sombrerito de pajilla. Era un bailarín profesional, que se le veía en todos las competencias de baile. No importaba el tipo de música. De lunes a viernes no faltaba un día al Martí y Belona, y los domingos a la matiné de la cervecería La Tropical.
Lo primero que hacía cuando llegaba a un baile era observar detenidamente como bailaban las mujeres. Cuando se dirigía a una para invitarla, la mujer se emocionaba, y él con gracia y salero, como dicen los españoles, le ofrecía el dedo gordo –único en esa mano. La mujer sujetaba el dedo y lo seguía al centro de la pista.
Estuvo un tiempo sin vérsele en los bailes y pensaron que se había muerto. Sucedió; que Mocho vio a Fred Astaire –ese gran bailarín americano– en la película en que bailaba por las paredes y quiso imitarlo, pero se cayó y se fracturó un par de costillas.
Después que Relojito se separó de su mujer, no se supo qué clase de enfermedad lo mantuvo sin salir a la calle. Cuando Mocho se enteró que la cosa era de vida y muerte se mudó con él. En el lecho de muerte Relojito le confesó, que en el cuarto que mantenía cerrado con los dos candados, estaba el ataúd en el que quería ser sepultado. El día que le entregó las llaves de los candados al amigo, ese mismo día murió.
Relojito había convertido un reloj de pie en ataúd; pero la enfermedad le había producido una hinchazón en todo el cuerpo y no cabía dentro del ataúd. Lo metieron de medio lado, con una mano entre las nalgas y la otra agarrándose los huevos. Los pies cruzados. Necesitaron separarle la cabeza del cuerpo. Pobrecito, era el muerto más feo que he visto en mi vida.
Héctor Pérez (La Habana, 1933). Ha publicado la novela La siesta del pillo. Tiene en preparación un libro de cuentos.