Llevan más de diez minutos dando vueltas por el vecindario.
–No me explico –dice Ella contrariada–. Mira el mapa que enviaron de la agencia –y extiende el brazo para que Él pueda ver la pantalla del teléfono móvil–. Tiene que ser en esta cuadra o en la siguiente…
–Pues el número no aparece y tampoco contestan al teléfono. Ya hemos pasado tres veces por aquí. Chequea bien por la derecha que yo estaré pendiente de la izquierda –Él conduce despacio, escudriñando la sucesión de casas de una sola planta; todas con su pequeño jardín delante y una fachada plana, sin portal; en algunas, muy pocas, un vehículo ocupa el parqueo al aire libre–. Tengo que recoger a Hiram en el taller a las cuatro. Me prestó el carro con esa condición.
Siguen avanzando. Es tanta y tan empecinada la luz, que parece arrasar la calle con un resplandor blanquecino, molesto. Sobre ellos, el cielo azulísimo, desprovisto de nubes.
–No parece un barrio de gente que contrata mujeres para hacer la limpieza, ¿qué crees? –Ella lo mira conducir un segundo. Espera su respuesta.
–No dejes de chequear los números –responde el hombre concentrado en la fila de casas a la izquierda, como si sintiera en su nuca la mirada de la mujer.
–Eso aparte de que no sé si les gustaré. A lo mejor no les parezco la mujer adecuada para ocuparse de limpiar… ya no soy tan joven.
–No pareces una mujer de limpieza, pareces una historiadora del arte porque eres una historiadora del arte –Él voltea a mirarla. Fijo a la cara–. ¿No quieres hacerlo?
–Claro que quiero –sostiene Ella el reto en los ojos de Él–. De alguna forma tenemos que empezar.
–Pues vamos a preguntar aquí mismo.
Detiene el automóvil frente a una casita que no exhibe cartel de Beware of the dog en la cerca. Antes de abrir la reja, ambos examinan el entorno, comprueban instintivamente si están siendo vistos por alguien, casi como si planearan hacer algo indebido. No hay un alma, en todo lo que la mirada abarca no se ve a nadie. Avanzan por un caminito de losetas amarillas, hacia la casa; Ella, calibrando el estado del jardín a ambos lados; Él, incómodo, deplorando el calor fuera del aire acondicionado. Como es el primero en llegar, pulsa el timbre que está junto a la puerta color chocolate.
–¿Habrá sonado? No se oyó nada –dice Ella cinco segundos después.
Y Él vuelve a pulsar el botón junto a la sólida puerta, que en ese preciso momento abre hacia afuera y los obliga a recular dos pasos. Quedan enfrentados a una mujer de rostro también sólido. Una mujer mayor con el pelo pintado de caoba y expresión difusamente perruna.
–Hi, what do you want? –pregunta con el aplomo de quien tiene bien asumida la implícita fiereza de su expresión, la superioridad que le concede estar de pie sobre el escalón de la entrada.
–Buenas tardes, señora. Mire, usted nos va a perdonar pero…
La mujer mayor da un repentino salto hacia atrás; un salto ágil que no concuerda con su edad y menos con su peso aparente. Él se asusta, retrocede también un paso. Ella queda petrificada, con la boca ligeramente abierta.
–¡Ofelia, Ofelia! –grita la mujer hacia el interior de la casa, alborotando. Feliz. Tan emocionada que el hombre desiste de dar la espalda y arrastrar a su esposa lo más rápido posible hacia el carro. Definitivamente, la vieja escandalosa no parece tentada a llamar al 911.
–¡Ofelia, corre! –sigue reclamando la mujer mayor, que mira alternativamente hacia el interior y hacia ellos, quienes a su vez se miran entre sí. Él, intrigado; Ella, un poco asustada todavía.
Por fin aparece en la sala una mujer alta y delgada, de unos cuarenta años o poco más, seguida por una niña. Tiene –la mujer, no la niña– dos rolos puestos en el pelo, uno a cada lado de la cabeza, que acentúan su apariencia de saltamontes. La niña se queda un poco atrás, tímida, a punto de meterse un dedo en la boca.
–Mira quiénes están aquí –la mujer mayor hala por un brazo a la nombrada Ofelia, que observa a la pareja como dudando, queriendo recordar. Pero la anciana está demasiado exaltada, no puede esperar tanto tiempo–. ¡Los que fueron el miércoles a Caso Cerrado! La pareja que demandó a su hijo en la televisión por robo y abuso… ¿No te acuerdas que lloramos como un par de cretinas?
Y el rostro de Ofelia se ilumina, los rolos bailan sobre su cabeza al impacto de la emoción.
–¡Sííííííí, qué cosa! –aúlla más que dice–. Ven, Martina, míralos –y carga a la niña.
La escena pierde movimiento, se espesa, o al menos así lo siente Él mientras naufraga en los azules del enorme cuadro que lo enfrenta desde el fondo del recibidor, en las penumbras interiores de la casa. Es más, cree percibir un lejano parecido entre los dos cisnes navegantes en el cuadro y las mujeres que los contemplan muy juntas, como si estuvieran ante algo único, irrepetible, un fenómeno que nunca soñaron ver. Por fin la mujer mayor mueve la cabeza de pelo caoba y rompe el encanto. Las cosas recobran su velocidad normal.
–Hicieron muy bien, hay hijos que no merecen haber nacido –y da dos pasos hacia ellos, se aproxima gozosa–. No saben cuánto me alegré cuando la doctora Polo les concedió su demanda. Pero entren… dígannos en qué podemos servirles. ¿No quieren un café? Vengan y así nos cuentan cómo ha sido todo después del juicio…
–No, mire, lo que ocurre… –tartamudea Él.
–¿Cómo nos reconocieron? –interrumpe Ella.
Con la niña en brazos, Ofelia sonríe:
–Ay, mija, a mi madre no se le despinta una cara, y menos si la ve en Caso Cerrado o en la novela. Fíjese que ella conoce a todos los actores y actrices del canal veintiuno con sus nombres completos, su día de cumpleaños, si están casados o se divorciaron, cuántos hijos tienen…
–Nada, fue muy fácil porque los vi antier como quien dice y el caso me impresionó cantidad. Si soy yo, hubiera matado a ese muchacho –se adelanta aún más, aproxima el dedo índice de su mano derecha hacia el rostro de Él–. Además, usted tiene esto de aquí tan lindo –y señala hacia el trillo que baja desde la nariz hasta el labio superior del hombre–… dicho sea, claro, con el permiso de la señora… Pero vengan, entren y así hablamos con calma.
–Es que estamos apurados –dice Ella. Parece que nos hemos perdido y tocamos para preguntar…
–Pues mire qué casualidades tiene la vida –la mujer mayor se repliega sin dar la espalda. Regresa al lado de la más joven con la niña en brazos.
–Sí –interrumpe él–, nos dijeron que por aquí había un museo pero llevamos veinte minutos dando vueltas y no lo encontramos.
–Ay no, qué va –responde Ofelia–. Los museos están por los lados del downtown. Aquí solo van a encontrar residencias. Y más para el Norte, pero bien allá, fábricas y almacenes… nada de museos.
Nuevamente dentro del vehículo, Él enciende el motor y pone el aire acondicionado a toda marcha. En el asiento del pasajero, Ella levanta su mano derecha y la sacude hacia las mujeres y la niña que los observan desde la acera, al otro lado del cristal.
–Creo que nos equivocamos de lugar –dice Ella mientras el vehículo comienza su avance.
–Sí, estamos perdidos –responde Él.
Afuera, la calle sigue desierta. Solo la sucesión de casitas de una sola planta, con el jardín delante y sin portal. Un paisaje parejo y continuo bajo el cielo azulísimo, carente de nubes. Como si un dios se hubiera entretenido aplanándolo a martillazos.
Del libro inédito Sutiles
José M. Fernández Pequeño
(Foto de Hiram Casalí)
José M. Fernández Pequeño: Escritor cubano. Ha publicado catorce libros en géneros como la crítica literaria, la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Se graduó de Licenciatura en Letras por la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba, y tiene una maestría en Ciencias de la Educa-ción, mención investigación, por la Universidad de Camagüey, en Cuba, y la Universidad APEC, en República Dominicana. Ha desarrollado una larga carrera como profesor universitario, editor y gestor cultural. Estuvo entre los fundadores de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba y durante cinco años fue Gerente de Programas Culturales del Centro León, en Santiago de los Caballeros, República Dominicana. Los últimos reconocimientos recibidos por su obra son el Premio Nacional de Cuento de la República Dominicana (2013) y la medalla de oro en el Florida Book Awards (2014). Edita el blog de escritor Palabras del que no está.