-I-
I remember the first time we spoke
(Pretenders)
No sabe si lo primero que amó fueron sus ojos, de lo que sí estaba segura fue que al hablarle se enteró que con el tiempo la falla de San Andrés separaría a California del continente, y que bajo el letrero de Hollywood dormían los amantes de Changjiang arrullados por caballos.
Su cuerpo tan blanco como el mármol se desnudaba en los solsticios para invocar las fuerzas paganas. Tenía una Harley Davidson que estremecía la Melrose, flautas de bambú, amatistas muy pulidas, figuritas de diosas celtas alumbradas por candiles y dos gatos que apenas aparecían ante extraños, hasta una boa colombiana que se colgaba al cuello en las tardes festivas del Gay Parade.
Su mirada tenía leyendas escritas, a veces se le aparecían hadas, otras brujas blancas con sus andares vaporosos y batas transparentes que rozaban los muebles, mientras cerraban las ventanas y llenaban de cantos las habitaciones por donde el humo del incienso flotaba y los aceites ardían.
Sus ojos rasgados persiguieron por años el inmenso bregar de las pisadas confundidas, los viajes al desierto en busca de cometas, rocas paleolíticas dispersas por el extraño mundo de reencuentros prehistóricos y haikus.
No sabe si lo primero que amó fueron sus ojos, pero entraron en los suyos una noche estrellada con el maullido de los gatos bajo la media luna.
-II-
(Li Ching-Chao)
Una vez nació un idilio entre los tilos, era primavera en Pasadena y la montaña parecía un altar desde abajo.
Los alumnos de la escuela de arte corrían de un pasillo a otro y todas las puertas se abrían al sol, parecía que el mundo se iba a acabar. Eran los tiempos de aprender quiénes fueron los maestros, fantasear con la dejadez de las majas o los músculos blancos del David, desvestir las vírgenes de Bellini para luego vestirlas con nuevas pinceladas. Los modelos se dejaban recrear como estatuas, hieráticos, vacíos de pensamientos, con alguna que otra mirada de hastío a la espera de la campanada que los devolviera al ritual del pudor.
El amor estaba en el aire, sudaba por las manos, salían de los ojos dardos de pasión, arcoíris que cruzaban la montaña para caer con suavidad sobre la hierba de los jardines.
La pintora china era magistral, su trazo tan perfecto como el de Leonardo, alucinaba con las líneas enrevesadas de los músculos, los nudillos, las uñas, le daba vida a todo lo que su pincel se atreviera, pero no adivinaba la flecha escondida detrás de unas gafas oscuras que espiaba sus manos y retozaba con sus nalgas. Ella solo olía el aceite rancio de su pincel o la brisa que a veces entraba por el ventanal impregnada de polen, hasta que un día su fuego alimentó al Vesubio, clavó los ojos en las gafas donde estaba su reflejo, el idilio aplazado se desnudó encima de un pupitre a la hora en la que todos cerraban los párpados y el pecado despertaba con las pupilas rojas.
Después los tilos languidecieron y la pintora china no fue más que un espejismo, un poema escrito en la montaña con letra insegura. Era otoño y el sol había emigrado a otras latitudes, las gafas perdido su misterio de cristales oscuros.
-III-
El tráfico espeso detiene la hilera de automóviles. Dos cuerpos amantes ignoran la estridencia de una ambulancia, el claxon insistente de los taxis, a la señora que alarmada baja la ventanilla y al ver el sexo sin ropa ni pudores, besa la cruz que cuelga de su cuello y murmura con ojos aterrados this is the end of the World, oh Lord!
Los senos saltan encima de un rostro con ojos cerrados, lengua ardiente, mejillas encendidas, el grito de placer atraviesa el freeway, trepa por los edificios, se abisma al clímax y los perros aúllan, los viejos sueñan en los asientos traseros con esos globos que parecen volar a las nubes y se mueven de un lado para otro en todas las miradas, que al parecer están ahora concentradas en el punto invisible donde los cuerpos se funden y atraviesan.
Los agentes llegan, obligan a los cuerpos a vestirse, los esposan entre sonrisas torcidas, los empujan suavemente hasta desaparecerlos dentro del carro policial y luego se marchan con rumbo desconocido, sonando aparatosamente las sirenas para abrirse paso.
Es un día como cualquier otro en L.A., aunque no siempre el amor es el delito que acecha.
Estos textos pertenecen al libro inédito California
Carmen Karin Aldrey
(Foto de Eva M. Vergara)
Carmen Karin Aldrey (Preston, Holguín, Cuba, 1950). Artista, poeta y promotora cultural. Estudió Pintura en la ciudad de Los Ángeles, California, donde también se graduó de College en la especialidad de Turismo. Ha publicado los poemarios Aceite (Linden Lane Press, 2011) con 19 ilustraciones a color de su obra plástica, Noctibus (Linden Lane Press, 2012) y El fuego de la lluvia (Imagine Cloud Editions, 2013), y el libro testimonio Las siestas de Scherezada (Imagine Cloud Editions, 2013). Es fundadora y directora de Imagine Clouds Editions y La Peregrina Magazine.
Gracias infinitas, Conexos! Como siempre, un gran trabajo el que desarrollan. Un fuerte abrazo para todos ustedes.
Muy buenos, Karin. «California» promete.