La leyenda de Lazarito el fuerte
¡Busquen a Lazarito el fuerte! ¡El cabezón, sí! ¡El médico! Escuché los gritos a través de la ventana. Salté de la cama y en el portal me recibió una avanzada de vecinos. Es la vieja María Eugenia —me informaron con alarma— Está tirada en el piso y no podemos abrir la puerta. Tienes que venir. Agarré mi estetoscopio y orgulloso de poner mis músculos y mis conocimientos al servicio de una buena causa, asentí de inmediato. Puesta allí para proteger el acceso a la vieja casona, bastaba con ver las dimensiones de la puerta para entender el reto al que me enfrentaba. Era un asunto de vida o muerte y sin pensarlo dos veces me lancé a derribarla con la misma velocidad que reboté contra la armazón de cedro. Resuelto a no traicionar la confianza depositada en mí, no hice caso a la advertencia del señor que a mi lado me decía: Muchacho, mira que estas no son como las mierdas que hacen ahora.
La ventana lateral estaba abierta y a través de sus balaustres podía verse, a un costado de la cama, el cuerpo inerte de la mujer. Muy cerca de mí, estetoscopio en mano, una colega recién llegada me animaba a apurarme. El público crecía por segundos y Lazarito el fuerte, es decir, yo —convertido en foco de atención y esperanzas—, me dispuse a intentarlo de nuevo. Como toro en embestida me lancé y al suelo volví a dar como pájaro que no ve a tiempo la pared. El asunto comenzaba a tomar connotaciones morales y fue entonces que arrancándome la camisa del cuerpo ante el público expectante me dije: Ahora sí, coño, a la tercera va la vencida. Contraje a un tiempo pechos y dorsales, bufé un par de veces y más tarde me dijeron que grité, cuando por tercera vez la puerta me repelió, como quien, sin notarlo, se sacude una hormiga de la piel.
Magullado intentaba recuperar el aliento cuando oí a mis espaldas la voz inconfundible de Flora —morena formidable— que me decía: —A ver, este niño, quítate de ahí, por favor. Obedecí y desde el piso observé sobrecogido cómo la mujer se separó unos metros como calculando la distancia, dio un paso, otro, aceleró centrípetamente y dándose la vuelta descargó el peso de su nalgatorio astronómico contra la puerta que, sometida al fin, se desarmó en el acto.
Todos corrieron adentro en tanto yo aproveché para disolverme en el tumulto. Un rato después, a salvo otra vez en mi cuarto, escuché voces que anunciaban la muerte de María Eugenia.
Hasta aquí la leyenda de Lazarito el fuerte.
¿Y cómo es que hacía Emiliano?
Dobla en la esquina con el torso desnudo y dando zancadas enfila calle abajo mientras el sol saca destellos luminosos a su piel, negra como hollín de ingenio azucarero. Anda descalzo y sus pies parecen bloques a los que el roce perpetuo del concreto ha convertido también en concreto. Avanza sin levantar la vista del piso al tiempo que ceñidos con una cuerda a su cintura ondean los restos del pantalón que lleva puesto hace cinco años.
Media cuadra después se detiene y de un zarpazo atrapa un trozo de pan mohoso que acto seguido mastica con gana infinita. Sigue adelante y ya se siente el hedor que lo acompaña. A punto de alcanzar la esquina, alguien le grita: ¡Oye güije,1 ¿y cómo es que hacía Emiliano?!
Pero el güije no responde de inmediato, no levanta la vista del piso y si no dice nada es porque no sabe hacerlo. Sin detenerse levanta sus manos y con uñas que parecen garras hace como si arañara el aire.
Hasta aquí la escena que a diario se ha venido repitiendo en el pueblo desde la tarde en que montado en su bicicleta partió Emiliano de la casona que alberga la Asociación de Combatientes. Iba con sus medallas al pecho camino a cumplir una misión que nadie, salvo su moral de combatiente, le había encomendado. Esta noche los meto preso a todos, fueron las últimas palabras que antes de partir, entre eructos etílicos, le oyeron decir sus compañeros.
Pedaleando despacio alcanzó los linderos del pueblo, sin pensar que a esa misma hora entraba el güije por el extremo opuesto. A decir verdad no sabía quién era, lo había visto un par de veces en su eterno deambular por las calles, pero desconocía la leyenda del vagabundo sin nombre que vivía en una choza al lado del río, como los güijes.
Sólo dos pensamientos ocupaban su mente. El más urgente: atrapar al bando de facinerosos que tras la puesta del sol se dedicaba a saquear los trenes camino del puerto; el más ansiado: imaginar que a la mañana siguiente el capitán ensalzaría su audacia frente al escuadrón de auxiliares de la policía. Lo emocionaba desde ya el aplauso de sus compañeros, sus rostros de envidia ante el fulgor de las nuevas medallas que poblarían su pecho. Quién sabe si hasta le otorgarían al fin la pistola que tantas veces le habían prometido.
Lejos estaba de imaginar que unos pocos minutos después su destino quedaría para siempre ligado al del mugriento vagabundo sin nombre que en la noches, de regreso a su bohío por guardarrayas y trillos, solía visitar de incógnito las fincas de los campesinos para aplacar con vacas y corderos el fuego que ardía entre sus piernas. Recuerdo de estas incursiones era el tajo que llevaba en el hombro desde la noche que un campesino le hizo pagar con sangre el ultraje a su vaca mancillada.
Caía la tarde cuando Emiliano saltó de su bicicleta y sin tiempo que perder se parapetó entre los matorrales a unos pocos pasos de la vía férrea. El cielo comenzó a pintarse de rojo por sobre su cabeza sin que el maravilloso espectáculo tocara las fibras sensibles del héroe. Su sola preocupación era el éxito de la operación y su deber sagrado ejecutarla a pesar de los mosquitos y el murmullo ensordecedor de los insectos. Una bandada de pájaros pasó chillando a gran altura, y transformada en nube negra se perdió cerca del punto donde el horizonte se tragaba al sol. Impávido permaneció entre los arbustos disfrutando de un gran ángulo visual hasta que la noche llegó a entorpecerlo.
Los saqueadores aparecieron en cuanto se apagó el último rayo de sol y una cortina de sombras cayó del cielo. Eran cuatro en total, tres hombres y una mujer a juzgar por las voces. Sin demora treparon a los vagones y con la precisión que sólo da la práctica continua comenzaron a desvalijar la carga.
Desconcertado ante el exacto proceder de aquellas sombras y la imposibilidad de poner nombre a ninguna, no le quedó al auxiliar más remedio que abandonar su escondite e improvisar el arresto. ¡Alto o disparo! —gritó, blandiendo en alto su bastón de mil batallas y sin decir más se acercó a la carrera. Llegado el clímax de la acción toca a uno preguntarse si su suerte habría sido distinta de haber elegido otra estrategia, una variante que le hubiera permitido advertir a tiempo el puño que, certero, se incrustó en su ojo derecho. Aturdido avanzó en la penumbra hasta que sus pies tropezaron con los rieles.
Una falta llama a otra falta, reza el viejo proverbio romano que no alcanza del todo a explicar la mala suerte del auxiliar de policía. Tal vez porque su destino estaba escrito en las estrellas, o porque fueron los espíritus del río quienes guiaron los pasos del güije hasta el declive, donde todavía inconsciente reposaba el héroe.
Ignorante de toda convención humana al vagabundo no lo espantó el uniforme, no lo contuvieron las medallas, ni lo disuadió el grueso cinturón ajustado a la cintura. Su elemental discernimiento no le permitió comprender que era un hombre atropellado lo que tenía delante y no una criatura indefensa, un cuerpo tibio que le regalaba la noche.
Tuvo a su favor el violentado que, en premio a sus años de servicio el capitán accedió a su petición de archivar el caso. Su orden fue tajante: Aquí no hay investigación ni arrestos. De ahí que tiempo después de la tragedia perdure aún el misterio de cómo se filtró la información. Cómo es posible que otra vez venga el güije a toda marcha y al escuchar que alguien le pregunta: ¿Y cómo es que hacía Emiliano?, responda enseñando sus uñas que parecen garfios y sin detenerse haga como si arañara el aire.
Leonardo guantanamera
Universidad Central de Las Villas. Año 1994.
¡Me cago en la madre del que fue!
La frase sonó como una bomba en el fondo del salón. Desconcertados, los casi treinta estudiantes se dieron vuelta para cerciorarse de que escucharon bien.
Y en efecto, no se equivocaban sus oídos. La atrocidad había salido de la boca del bardo, el eterno cantor de los versos de Buesa: …pasarás por mi vida sin saber que pasaste… ¿Qué pudo haber trastornado a Leonardo de tal manera?, se preguntaban algunos. Cómo entender semejante desfachatez en el joven que esperaba cada tarde a ver pasar desde el balcón a su amada para gritarle: ¡Yaquelín, te amooooo!
Un silencio de muerte siguió al exabrupto en tanto los ojos rabiosos de Leonardo recorrieron el salón de lado a lado. Su influjo aterrador obligó a bajar la cabeza a una parte de la clase, otros cambiaron la vista, y algunos, incapaces de aguantar las carcajadas, corrieron en dirección al baño.
Quién en su sano juicio querría caer en la estima del secretario de la Unión de Jóvenes Comunistas. El militante cabal que echaba mano a la historia, para achacar los diarios apagones al imperialismo yanqui: Hay que tener conciencia del momento histórico, caballero, los mambises tenían menos que nosotros y le ganaron la guerra a España.
Leonardo prefería las canciones de amor y a José José sobre cualquier otro intérprete. Romántico hasta los huesos, no era raro que en las noches le regalara un recital a sus compañeros de albergue. ♪ ♫ Ya lo pasado, pasado ♫ —entonaba y su voz se elevaba por los aires de la facultad de Letras— ♪ no me interesa ♫.
No menos fecunda era su faceta humorística y raro era el día que no sorprendiera con un chiste a sus compañeros de albergue: Esta era una vez, Pepito…
Si una cualidad lo distinguía de otros militantes, era su indoblegable capacidad de sacrificio. Comenzaba la debacle del período especial y frente a cada contingencia, Leonardo tenía siempre una palabra de aliento. Le gustaba, decía, crecerse ante las dificultades. Por eso aquella noche, tan pronto el apagón destapó la cólera de sus compañeros y una andanada de obscenidades puso a temblar las paredes del albergue, Leonardo improvisó de inmediato su tribuna sobre una mesa y en el tono jovial de siempre comenzó su discurso: Arriba caballero que esto es un apagoncito, vengan pa’ acá, levanten ese ánimo, arriba to el mundo, que vamo’ a cantar la guantanamera: ♪ ♫ Guantanamera, ♫ guajira guantanam…
La bofetada no lo dejó completar el estribillo. Para cuando volvió en sí, yacía boca abajo en una esquina del albergue con la frente incrustada en la base de una litera. El apagoncito no lo dejó ver la mano traidora, y por eso, a la mañana siguiente, a punto de comenzar las clases volvió a repetir, ahora con más énfasis.
¡ME-CAGO-EN-EL-RE-CONTRA-COÑO-DE-LA MADRE-DEL-QUE FUE!
Breve biografía inconclusa de Kiki millonario
Harta de sus golpes, Judith lo abandonó una noche para irse a recibir los de su mejor amigo. Siempre dijo que no la quería, pero una historia distinta cuenta la nota de su puño y letra que días después ella le entregó a mi hermana, y de la que a continuación copio algunos fragmentos: «A vel y de que silbieron los poema que te ise. Te lo di todo y eso tu lo sabe muy bien. Pensal que te tratava como una reina y que me allas traisionado con ese muelto de hanbre… Pero mi vengansa es dulce y la yebas contigo en el tatuaje que te ice. Dile a ese hijo de puta de parte mia que me rio de el todo los dia por que se que cuando te aga el amor va a tener que leer mi nombre Kiki, ahí donde mas le duele».
—Total —me comentó poco después—. Si yo lo que estaba loco por soltarla. Dentro de unos meses llega mi mujer con mis hijos de Cuba y no me convenía tener ese osorbo arriba. Hasta entonces no sabía que nuestro amigo tuviera familia ni mucho menos que en tan poco tiempo fuera a compartir sus días con la más extraordinaria mujer de que el mundo haya tenido noticias. Es la mejor enfermera de Matanzas —decía siempre que hablaba de su esposa—. Sabe más que un médico. Un filtro, la verdad… Ah y fíjete bien, que es bilingüe por tres idiomas, español, inglés y francés…
De que adoraba a la madre que había dejado en Jovellanos ya estábamos enterados por la forma en que le hablaba cuando venía a pedirnos el teléfono prestado para llamarla. Entre lágrimas la saludaba y entre beso y beso le levantaba el ánimo con noticias de sus más recientes éxitos. Ya me compré la casa, vieja, y vendí uno de los carro, total pa que quiero tanto. Ahora voy a comprarme otra moto. Dile a mi prima Maltica que la semana que viene me voy pa Hawái, que cuando vire le mando las fotos…
A menudo lo invitábamos a comer pero en lugar de compartir nuestra mesa prefería llevarse la comida al apartamento que compartía con Jorge Luis, rollizo personaje de quien lo creímos sobrino hasta que tras una explosiva discusión el gordo lo expulsó de sus dominios. ¡Te vas pal carajo de aquí! —le gritó a los cuatro vientos—. Pero antes me devuelves las llaves de la moto y los tres mil dólares que te di.
$3000 le había costado la cadena con el San Lázaro monumental que no se colgaría del cuello hasta el día que aterrizara, victorioso, en Matanzas. Pero se vio obligado a venderla para pagar los pasajes de avión de su familia, frustrándo así uno de sus dos grandes sueños. El otro era llegar a Miami montado en un Corvette. De cómo lo iba a lograr no supimos hasta el día en que nos reveló sus planes: Ganar la lotería de Texas. Su abuelita Juana, muerta hacia cinco años, se lo había confirmado en un sueño. Desde entonces dormía con lápiz y papel bajo la almohada porque el número —le aseguró la difunta— se lo traía en cualquier momento.
Las fotos de Hawái nunca las vimos. Las envió a su familia tan pronto se las hizo un amigo que según decía, era un mago arreglándolas en la Internet. A su familia rara vez le mandaba cartas. Sus mensajes casi siempre iban escritos al dorso de fotografías. En cierta ocasión, de paso por la profunda Luisiana, nos detuvimos a almorzar en un casino y apenas saltamos del auto me tendió la Canon, buscó el ángulo que más le convenía y me orientó con instrucciones precisas: Yo al lado del Mercedes Benz y los dos camiones detrás. Tiempo después reconocí la foto recién dedicada a su madre: Con mi carro nuebo y los dos camione que me conpre.
Vivía ya con su familia en el apartamento del suroeste de Houston que el gordo les había rentado —a cambio de no hacer público el video erótico que habían hecho juntos—, cuando se me ocurrió preguntarle si no extrañaba a Judith. Qué pasa, compadre —me respondió en tono ofendido— yo sé reconocer mis errores.
La misma respuesta me dio cuando quise saber las razones por las que en mi ausencia invitó a mi novia a ver una película a su apartamento. Tan pronto abrió la puerta —me contó ella más tarde— escuchó los chillidos de una mujer. Venían del televisor frente al que a golpe de Bacardí, kiki comentaba a sus amigos la escena. Ella se dio vuelta y a punto de salir escuchó la voz de kiki que decía: —Pero eso no es na, tú va a ver lo loca que la pongo ahora. La perla hace maravilla, asere… Se refería a cierto dispositivo altamente estimulante, hecho de cristal pulido, que se había injertado bajo la piel durante su estancia en la prisión de Agüica.
Rompimos relaciones —por su bien y por el mío— tan pronto supe la manera brutal en que su esposa bilingüe pagó por los flirteos que nunca tuvo conmigo. No volví a saber del Kiki, hasta que hace unos días mi hermana escuchó una llamada en la radio a cierta estación local. El hombre se identificó con la voz algo tomada pero supo que era él en cuanto dijo: Quiero mandal un saludo a todos los cubanos de Houston. Aquí desde mi yate… pescando tiburone en el golfo…
Sabor a mierda
De todos mis sueños infantiles ninguno duró más que el deseo de ser fuerte, llenarme de músculos que espantaran a cualquiera, como Hércules, o como Caupolicán, el valiente guerrero de la Arauca cuya leyenda leí tantas veces en una memorable colección titulada Oros Viejos.
De aquellos delirios recuerdo en especial el día en que mi tía Margot, atenta a mis flexiones de brazos frente al espejo, se acercó y amagando una sonrisa me dijo: Pero, ¡qué músculos Lazarito!, estás fuerte como la mierda de vaca en primavera. No pocas serían las veces que volvería a escuchar aquella frase sin llegar a comprenderla del todo.
Después de las pesas, las armas eran mi segunda pasión, lo mismo antiguas que modernas. Lanzas, sables de turco, granadas, lanzacohetes, conformaban el añorado arsenal que los reyes nunca me trajeron. Por fortuna ya para mis años de preuniversitario esta bélica obsesión había menguado lo bastante como para que aborreciera a muerte mis clases de preparación militar.
De aquellas torturas vespertinas, no olvidaré nunca el día en que fusil de calamina al hombro, corriendo a campo traviesa sobre la hierba húmeda de mayo, escuché la voz de mando del instructor: ¡Ataque aéreo! Fresco el manual en mi memoria me lancé al piso con tal velocidad que apenas tuve tiempo para verla. Parda y circular apareció ante mis ojos un cuarto de segundo antes de que hundiera mi cara en su interior. Sólo entonces comprendí cabalmente el significado de la expresión: Fuerte como la mierda de vaca en primavera.
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1 Güije: duende mitológico cubano
Estos relatos pertenecen al libro La isla en cuentos (Pluvia, 2015).
Para adquirir un ejemplar pinchar en el enlace: La isla en cuentos (Pluvia, 2015)
Lázaro Echemendía nació en 1971 en Santa Clara, Cuba, donde se graduó de médico en 1996. Periodista de la agencia independiente de prensa Cuba Press hasta su salida del país. Reside en Houston, Texas, desde 2002. En la actualidad trabaja como professor de español y traductor. En junio del 2013 ganó el Primer Premio en el XX! Certamen de Relatos Cortos «Meliano Peraile», en Madrid. Su sitio web nombrete.com recibe miles de visitas al mes.
Excelente leyenda. Gracias Dr. Lazarito
Gracias Pedro. Baje a los comentraios convencido de que no encontraria ninguno y descubro que me equivoque. Me alegra saber que te gusto mi leyenda. Te mando un abrazo
También leí los otros cuentos, la verdad es que todos son muy buenos. Felicitaciones. Un abrazo para ti desde Ecuador