Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Crónica de un mal día

RODOLFO MARTÍNEZ SOTOMAYOR

 

Ahora se encontraba muy lejos de su casa. ¿Cómo se le había ocurrido estar desnudo en plena acera? Procuraba llegar deprisa, la gente en vez de escandalizarse se reía al verlo pasar, pero él no sólo sentía vergüenza, sino pánico de que lo viera algún conocido, alguien para quien él representara un ejemplo de moral y sentido común. Un sonido extraño de motor en el cielo, dejaba de ser difuso para hacerse grave, profundo, ensordecedor, hasta concluir o converger en una explosión cercana. Un inmenso incendio cubría la cuadra y se hacía mayor a medida que avanzaba. ¿Sería un avión que cayó o una bomba lanzada con toda intención sobre esta parte del mundo?, pensaba él, y la angustia de imaginar a su hija cubierta por las llamas hizo que intentara correr hasta su techo que comenzaba a divisarse con huellas de fuego, mientras que las paredes eran ya semejantes al carbón.
  Ahora no le importaba la vergüenza de su condición. Descubrió que podía volar extendiendo sus brazos en dirección al cielo, y procuró alcanzar la mayor altura posible para ir al rescate de su familia… volaba aún sobre las llamas cuando un sonido intermitente le hizo abrir los ojos.
  Puso la mano derecha sobre su pecho y miró el reloj. Se dejó dominar por esa alegría que suele llegar al descubrir lo irreal de una tragedia soñada, pero a pesar de esto, su mano podía experimentar la palpitación. Sintió su cuerpo demasiado débil aún para ponerse en pie. Esperó entonces que su corazón se calmara, a tener la plena convicción que después de todo era un hombre afortunado.
  El reloj electrónico marcaba las 7 a.m. La próxima vez haría que el despertador sonara más tarde. De nada valía comenzar a escuchar ese sonido tan chillón desde las 6:30 a.m., cuando al final siempre se levantaba media hora después. Se sentó de súbito sobre la cama y caminó hasta el cuarto donde dormía su hija. Le conmovió mirar aquel rostro inocente entre sábanas blancas y muñecos de peluche. Se acercó lentamente hasta percatarse de su respiración, y no conforme con esto, miró el pequeño pecho que ascendía un breve espacio como prueba convincente de su aspirar. Después de besarla abandonó el cuarto y llegó a la sala. Encendió el televisor en el canal de las noticias para ver si en el parte del tiempo anunciaban lluvia, pero sólo encontró alarmantes reportes sobre el hallazgo de un niño desaparecido un mes atrás. Este país me volverá loco, pensó.
  Pequeños ruidos en el cuarto de su hija lo hicieron darse cuenta que se había despertado. Entró en su habitación y pudo ver su pelo despeinado y la mano derecha sobre el rostro como un preludio de bostezo. Ella, al percatarse de su presencia, extendió los brazos. Vamos a despertar a esa vaga, le dijo, mientras caminaba hasta el cuarto donde dormía Clara. Sus ojos se inclinaron al pronunciado trasero, que aún cuando estaba cubierto por una gruesa frazada, a él se le figuraba que esperaba por una caricia como en un gesto de ofrecimiento. Mientras recostaba a su hija, deslizó su mano izquierda hasta aquel lugar que ejercía sobre él un poderoso magnetismo. Ella cortó en segundos la fascinación de aquel acto ¡Estás del carajo! ¡No respetas ni a la niña! Aquella respuesta a su osadía lo hizo ripostar con un tono agresivo ¡Si no fueras tan bestia, ella ni cuenta se daba que te estaba tocando! La expresión de Glenda sufrió una transición que partiendo de la placidez, se tornó en un gesto huraño. Sus manos se impregnaron del cabello de su madre, halándolo fuertemente como una especie de rebelión contra gritos incomprensibles. Una risa apareció en el rostro de Clara. Ahora gesticulaban mimos y todo tipo de indulgencias con la complicidad del consentimiento hacia su hija. Un toque en la puerta hizo que Clara mirara el reloj, a la vez que corría hasta el clóset y cubría su cuerpo con una prenda de vestir que eligió al azar.
  Era la hora en que recogían a Glenda. Ella se asomó a través de la mirilla y pudo distinguir a Eloísa detrás de su puerta, su antigua vecina cuando aún no vivía en Miami. A pesar de su aspecto algo repulsivo por su obesidad, mostraba al sonreír un semblante bonachón.
  Con una excusa por su exceso de puntualidad, Eloísa recogió a Glenda. Clara la despidió con un leve movimiento de su mano, pensando que de no haber conocido a Eloísa tantos años atrás, jamás sería capaz de encomendarle el cuidado de su hija. Regresó al cuarto, y sospechando lo que le esperaba intentó entrar en el baño de forma agazapada, pero ya en la puerta estaba él. Clara miró otra vez el reloj a la vez que dijo con una mueca de irónica risa: No te pongas a inventar, mira la hora que es y en la cochina factoría esa se han puesto pesadísimos con el horario, y además… Él apenas la dejó terminar la frase. Atrajo su cuerpo con un brusco movimiento y sin dejar de sostenerla, la condujo al interior del baño. Siempre escoges el momento inapropiado, le dijo ella, mientras no cesaba el forcejeo de sus manos procurando separarse. Deteniendo el asedio se refugió en el pretexto del tiempo para un posible convencimiento sobre la forma de reducir las horas tomando juntos el baño. Clara accedió bajo la promesa de que no se repitiera un intento de caricia. Colocó su beeper sobre el tanque del toilet. Se quitó el pantalón a toda prisa y abrió la ducha a la vez que contemplaba la manera en que Clara se iba despojando de su ropa. Ella se cubrió los senos con un gesto que le pareció demasiado ridículo, pero a su vez le excitó aún más que si los hubiese dejado al descubierto. Decidió que debía permanecer fiel a su trato, no por lealtad a la palabra dada ni por un puritanismo tardío, sino porque tocar a Clara en aquel momento tan reciente a su promesa, podía provocar una ira en ella que difícilmente se aplacaría en todo el tiempo que durara el baño. Abrió la llave de la ducha y frotó el jabón contra su cuerpo agitadamente, sus manos, más que el objetivo de un óptimo aseo, buscaban la conclusión de éste lo antes posible.
  Su erección se hizo evidente al entrar Clara a la bañadera. Ella puso sus manos y el jabón bajo el agua creando espuma con una leve frotación. Él acarició su espalda y esperó su sonrisa como una señal ligera de consentimiento. Llegaba ahora al trasero, a la entrepierna con un movimiento más audaz. Clara sintió agrado en aquel roce, pero aún así, no daba señal alguna que lo evidenciara, y aunque su gesto de frialdad cambiaba en algo su ánimo, él no desistía de su empeño, seguro ya de un triunfo definitivo.
  Un sonido agudo chocó contra las estrechas paredes del baño provocando un eco intermitente que lo alejó por segundos de su deseo. Un movimiento de rechazo lo separó de Clara. Unas palabras que censuraron su acto como negligencia ante la brevedad del tiempo. Miró el beeper, y sin apenas secarse se acercó al teléfono. Decidió pensar mejor una respuesta a la voz que sabía tendría que enfrentar. Le esperaba tal vez una condena por mal servicio, quejas que le recordaran su condición de simple vendedor de alimentos enlatados. Después de maquinar su defensa, hizo finalmente la llamada que temía. Del otro lado estaba algo peor. Las quejas por créditos no recogidos llegaron esta vez demasiado lejos, quizás cortarían la ruta, pensó, esto representaría menos dinero; su economía estaba al borde de un cataclismo y de hacerse real sus sospechas, se acrecentarían a tal punto sus penurias que sería capaz de declararse en bancarrota.
  Su cabeza comenzó a sentir el peso que a veces se posesionaba de él cuando pasaba por trances de este tipo, pero el recuerdo de un amigo víctima de un derrame cerebral, hizo que tomara control de ese preludio a un estado depresivo que sabía inminente. Regresó al baño con ánimo de ver la desnudez de Clara, esto siempre aminoraba su inquietud. El sexo era una salida, una especie de adicción con la que, al igual que el alcohol, lograba olvidar pesares cotidianos. Entró al cuarto donde pudo ver a Clara sólo cubierta por una toalla pequeña, le gustaba esa humedad en la piel, imaginar ahora su desnudez lo llevaba a una nueva erección. Se acercó con el propósito de despojarla de aquella toalla a la que Clara se aferraba aún más, y ese gesto resquebrajó su deseo con una rapidez mayor al tiempo de alcanzarlo. Entonces pensó que lo esperaba un día terrible, y sin ánimo para una despedida decidió marcharse. Al entrar al auto, revisó entre los últimos cassettes comprados y eligió finalmente a Bob Dylan, de esta forma, pensó, se iría acondicionando su oído a esa lengua que muchos años atrás adoraba, y ahora, sabiéndose limitado en su dominio se había convertido en algo molesto.
  Aquel americano del Winn-Dixie estaba de mal humor, él se sabía dotado de un don especial para cambiar el estado anímico de la gente, algo que sería más fácil en su idioma. Una vieja melodía de los años sesenta en aquel carro herméticamente cerrado lo hacía estar más lejano de los ruidos externos, le proporcionaba un ligero placer en cualquier ruta, un escape que culminaba siempre con el arribo a un destino. La avenida Le Jeune estaba congestionada a esa hora. Él se concentraba en descifrar la letra de aquella melodía de Bob Dylan que en ocasiones se le hacía tan confusa. Miró a su derecha donde se encontraba una funeraria abarrotada de gente. Estas cosas siempre lo hacían imaginarse el día de su muerte. ¿Quiénes estarían? ¿Qué edad tendría? ¿Dónde sería? A veces le costaba trabajo aferrarse a la vida pensando en ese tipo de final, era un terror infantil del que no podía librarse a pesar de los años. Una joven mujer separada del tumulto e intentando cubrir su rostro frente a una columna, lloraba sin duda por lo inevitable. Siempre despertaba en él una especie extraña de ternura ver a una mujer en ese estado. Esa sensibilidad lo había hecho débil, pensó, tal vez le hubiese dado tres patadas por el culo a Clara de no ser por el recuerdo constante de tantos años atrás, aferrada a sus hombros con lágrimas ante una brusca despedida, suplicando el regreso al estilo de un viejo melodrama fílmico de los cuarenta. Siempre llegaba este recuerdo después de un momento de ofuscación, era una barrera que se imponía ante el anhelo de un rompimiento definitivo. Aprovechando el paso lento de los autos dirigió su mirada al aeropuerto. Un avión despegaba y el ruido de las turbinas se iba reduciendo mientras crecía su distancia de la tierra.
  Siempre que veía estas cosas pensaba lo mismo. Se imaginaba en el interior de la nave, alejado de aquella ciudad, divisándola desde la altura donde gente como él sólo formaba parte de un paisaje, de carreteras y edificios en todo su esplendor luciendo como maqueta en la distancia. Viajar había sido uno de los tantos sueños perseguidos por lo que dejó atrás su país, y ahora le parecía una posibilidad remota. El sonido de una sirena delataba la causa de aquel tranque. Un accidente impedía hacer evidente la velocidad de los autos por aquella senda. Un hombre vestido con harapos enseñaba su pierna mutilada como un amuleto mientras sostenía en su mano una pequeña bandera, fusionando así el patriotismo y la miseria para alcanzar la deseada limosna.
  Se acercó al lugar del accidente donde un policía hacía señales controlando el acceso al otro extremo de la carretera, intentando ser cauteloso como conductor, más por temor a una multa que por prudencia, mantuvo la marcha lentamente frente a los autos destruidos que no pudo mirar sin imaginarse a sí mismo en su interior con el cráneo destrozado. Soy un masoquista contemplativo, pensó, y aceleró el paso, al sentirse fuera del alcance de los ojos escrutadores de la policía. Al entrar en la avenida de Okeechobee, recordó nuevamente que le esperaba un día terrible. Alejó esta idea con el sonido abarcador que era la música de Bob Dylan, a la vez que repetía esta vez con el cantante …the answer my friend is blowing in the wind… Llegó al enorme parqueo donde consumidores cargando bolsas abarrotadas con el rótulo de Winn-Dixie, llegaban hasta los autos procurando una rápida salida. Allí estaba el manager con el receiver a su lado, junto a una montaña de cajas que parecían condenarlo.
  Él conocía la expresión de aquel rostro, los gritos llegarían irremediablemente, pero sabía que ante esa avalancha de quejas era mejor callar, esperar al agotamiento de la ira que vendría como un proceso lógico y humano, después no se defendería, sabía inútil todo esfuerzo por dar una razón convincente, una justificación a la inocencia que lo liberara de la culpa. Era preferible la promesa de no caer en otras faltas, en una imagen de dócil obediencia o un temor casi infantil que engrandeciera el orgullo de ese hombre que actuaba como inquisidor ante un hereje, entonces, sin que él apenas se diera cuenta, lo sabría vencido. El hecho se repetía cada cierto tiempo y el resultado siempre era el mismo. Llenó con prisa las cajas en aquella carretilla, que por algún motivo desconocido llamaban pájaro. Colocó después las latas en los estantes con una prisa brutal y autodestructiva. Ignorando su cansancio, luchando contra el tiempo y mirando el reloj, hizo la llamada con el ahogo de la fatiga que apenas lo dejaba esbozar palabras, oraciones… Aquella voz que odiaba daba ahora instrucciones como una amenaza, sin apenas halagar o hacer mención a la hazaña de la rapidez con la que todo fue ordenado, pero ya estaba acostumbrado a esa indiferencia, a la condena de errores ignorando sus pequeños logros o esfuerzos. Fue hasta el auto pensando en la lejanía del lugar al que era enviado por esa voz que odiaba, entonces escuchó el beeper nuevamente. Miró un número conocido, se acercó a un teléfono y pudo entrar otra vez en su voice-mail. Era la voz de Clara sin la cadencia casi infantil que tenía a veces. Se notaba en ella una irritación sumada al temor. Glenda estaba enferma.
  El mensaje concluía recordándole y culpándolo a su vez de que Glenda careciera de seguro médico. Lanzó el auricular contra el poste. Las condenas lo llevaban a pensar nuevamente que era un mal día. Entró en el auto, apenas sin tener idea precisa de donde iría. Apagó la música que lo alejaba de una concentración necesaria. Tomó la ruta que lo llevaba al expressway sin mirar ahora al beeper que comenzaba a sonar otra vez. Después de recoger a Glenda y comprobar su fiebre, llegó el miedo, una sensación de desamparo que se acentuaba más, pero sólo venía en momentos como éste, en horas que le parecía demasiado débil o inexistente el lazo de seguridad que lo ataba a la vida. Glenda palidecía. La impaciencia por comprobar el aumento de su fiebre lo hizo desviarse hasta un parqueo. El color de sus mejillas se tornó más rojo. Aquel calor que palpaba en la frente de Glenda lo hizo pensar con ira que Clara debería estar a su lado y no cumpliendo horarios en esa cochina factoría. Cargando a Glenda fue hasta un teléfono cercano en el que arriesgó las únicas monedas que conservaba.
  Clara no le contestó con gritos esta vez, ni siquiera repitió el cacareado discurso del seguro médico que detestaba. Su economía no podría aguantar un descuento crónico que lo empobreciera más. A veces se daba cuenta que la espera de una mejora para no estar asfixiado con deudas era algo inútil. Pensaba que era preferible la miseria a no tener hacia donde recurrir en momentos así.
  Clara lo esperaría en aquel edificio a dos cuadras de su trabajo. El Family Health Center era un lugar que odiaba, las colas y la visión de gente que hablaba sin cesar lo exasperaba. Ver a Clara fue un alivio para él. Los pomos de agua en su cartera venían acompañados con grandes pedazos de algodón que eran humedecidos y llevados después hasta la espalda de Glenda quien no dejaba de gritar mientras Clara se empeñaba en disminuir su temperatura a toda costa. La fiebre seguía alta. Caminó hasta un lugar de emergencias donde recibió una fría respuesta. Tendría que esperar como todo el mundo. El beeper comenzó a sonar, quienes ocupaban los asientos del salón de espera tornaron el rostro hacia él. Decidió no hacer una llamada que sabía riesgosa. No fue a la tienda donde se le esperaba, tal vez el manager, ya hubiese llamado a la compañía para dar las quejas más graves esta vez, entonces no escucharían los argumentos sobre la fiebre de Glenda, había incumplido y punto, tal vez le recortarían la ruta de venta o, lo que podía ser peor quedaría sin trabajo. El sonido del televisor hizo que todos los ojos de esa sala voltearan el rostro hacia la pantalla, donde la imagen de una mujer de gesto serio daba confusas noticias sobre un golpe de estado en la Unión Soviética por parte de militares ortodoxos marxistas para detener las reformas emprendidas por Gorbachov, del que decían estaba gravemente enfermo y recluido en un hospital. La noticia cayó como una bomba en ese salón de espera. El primero en gritar, más que hablar, fue un viejo que se quejaba de un dolor en la pierna derecha. Sus palabras tenían el tono de un pensamiento en voz alta ¡Ahora sí se jodió esto, el patilla debe de estar contento! Una mujer que vendía collares y a la que habían botado en varias ocasiones del lugar, decía ahora que ese cabrón tenía un pacto con el demonio y todo le salía bien por eso. La consternación no le era ajena, pero pensaba que la enfermedad de Glenda era más importante que todo aquello, entonces la recostó junto a su pecho y la besó. Clara puso sus dedos entre los cabellos de Glenda y la acarició mientras notaba el aumento de la fiebre por el calor de su frente. El beeper comenzó a sonar. Esta vez sintió pavor, un miedo que le golpeó el estómago y lo hizo colocar a Glenda sobre Clara otra vez. Había tenido la falta de no ir al lugar indicado por aquella voz que daba órdenes telefónicas o grabadas en su voice-mail con un tono autoritario. No sólo su economía pendía de una balanza con el peligro de perder el trabajo, sino que ahora sería una limitante más para aplazar el seguro médico de su hija.
  Finalmente el nombre de Glenda se escuchó por los altavoces. Él salió de aquel salón en busca de un teléfono y decidió enfrentarse a lo que le esperaba. Un pequeño alivio cayó sobre su ánimo al escuchar la voz de su amigo Pedro esta vez. Una efusividad poco usual acompañaba a las palabras, le hablaba de preparar una huelga frente a las oficinas exigiendo mejoras en salarios y tratos. Escuchó el mensaje varias veces, y una confusión de pensamientos llegó a su mente, empujándolo a encontrar una conclusión ventajosa. Al regresar al lugar de espera, pudo ver que ya Clara estaba en el consultorio donde una enfermera ponía un estetoscopio sobre la espalda de su hija. El diagnóstico era una leve infección en los oídos que le provocaban altas fiebres, pudiendo ser aplacadas con medicinas que compró en aquel mismo lugar a bajo precio. Le asombraba esa mágica forma con la que Clara tenía dinero siempre a mano a pesar de todo. Glenda señaló un McDonald a la salida de la clínica. Él también necesitaba un lugar de reposo, un punto que le diera la seguridad necesaria para llevar a cabo lo que pasaba por su mente. Clara ponía a su hija sobre una canal, mientras corría al final de ésta después de dejarla deslizar y reír. Clara se dejaba tomar de las manos esta vez y ya no hacía alusión al dichoso seguro médico, pero él presintió el peligro del que no estaba a salvo aún.
  Clara y Glenda quedaron en el parque. Desde el interior del auto no dejó de mirar la mano de su hija que extendida junto a la de Clara, se perdía en la distancia que crecía a través del espejo retrovisor mientras él procuraba retener esa imagen en la memoria, como un estímulo para continuar.
  En el lobby de la oficina supo la noticia, su amigo Pedro estaba citado y todos murmuraban que sería expulsado por una grave falta. Ahora resultará más fácil hacer lo que se proponía, pensó y con estas divagaciones, llegó hasta el amplio salón donde un escritorio cubierto de papeles dispersos al azar lo esperaba. Se extrañó de no ser llamado severamente, sino más bien con cortesía al pasar a la oficina de aquel que daba órdenes sin cesar a través de su voice-mail. Era preciso tomar la delantera en las palabras, justificar la falta al no seguir las instrucciones de visitar una tienda, pero algo le decía que aquella actitud conciliadora se debía tal vez al peligro que representaba la amenaza de huelga que le costaría el puesto a Pedro. La necesidad de salvarse había borrado su escrúpulo ante una delación que tal vez en otro momento consideraría como una vileza, pero ahora, además de complacer con la necesidad sus culpas de conciencia, sentía un gran alivio al saber que Pedro había sido descubierto. Dispararle a un muerto no es crimen, pensó, delatarlo sólo sería una muestra de lealtad premiada tal vez con un ofrecimiento de esa ruta que tenía Pedro desde tanto tiempo, y representaba por supuesto, más dinero.
  Su jefe cerró la puerta y encendió un cigarro. Sus manos pasaron dos veces el fósforo por la lija. Él miraba aquellos dedos moverse involuntariamente y ese hecho le daba la certeza de que se trataba de una seria delación, algo que confirmara tal vez la decisión tomada por ejecutivos para los que él no era más que una pieza útil a conciencia.
  La despedida esta vez fue fraternal, tal como esperaba no se hizo mención a las faltas del día ni a las quejas recibidas sobre su ruta.
  Buscó una salida que le diera la posibilidad de evadir la presencia de Pedro, quien esperaba en el lobby la reunión final que tendría con su jefe. El parqueo le parecía ahora inmenso, su auto lejano y larga la senda que lo llevaba a escapar de ese lugar que lo ataba a la vida como una membrana que no podía separar de sí, y a la vez necesitaba sentir lejos. Procuraba no imaginar el rostro de Pedro al ser despedido y recurriendo a la música, encendió la reproductora de su auto donde Bob Dylan cantaba con grave voz… the times they are a changing…
  Al llegar a su casa, Glenda corrió hasta sus manos. Él se inclinó para besarla y ella se abalanzó sobre su cuello. Él la puso en sus hombros y pudo notar que la fiebre había pasado. Clara extrañamente preguntaba por lo acontecido durante el día. Esta actitud se traducía en un estado anímico favorable a su calma. Tal vez por eso no sintió temor al tomar el teléfono que comenzó a sonar rompiendo el silencio de la habitación con ese timbre agudo que le causaba molestia tantas veces. Del otro lado, su jefe daba la noticia esperada; le darían la ruta en la que vendía Pedro y sus ganancias se duplicarían desde entonces. Lo único que le pedían era discreción sobre lo sucedido. La noticia de que ahora tendrían dinero para el seguro médico de Glenda no se la daría a Clara sin antes ponerla sobre sus piernas. Ese oportunismo era ensayado muchas veces y en ocasiones le daba resultado. Después llamaría a Pedro para condolerse ante la pérdida de su empleo, le brindaría ayuda y le contaría más tarde que por lamentable azar fue escogido para ocupar su ruta. A través de la ventana de su cuarto miraba a la calle. Las luces de los autos que corrían deprisa le daban la señal de que a pesar de la claridad, el día se acercaba a su fin, y pronto comenzaría a oscurecer.
  De haber estado en la sala, hubiese visto la forma en que Glenda encendía el televisor, y a través de éste, nuevas noticias. De haber estado en la sala hubiese visto una multitud junto a los tanques detenidos ante la manifestación que crecía, hubiese escuchado que el golpe contra Gorbachov fue un fracaso, que Glenda presionaba ahora el control remoto, mirando sin cesar las luces en los cambios de un canal a otro, que Clara sacaba cuentas sobre la mesa de la cocina, que desde la ventana ya no llegaba la claridad del día, sino destellos de luces sobre las paredes de los autos que pasaban por la avenida cercana, anunciadoras de la noche, y hubiese pensado tal vez que después de todo, no fue un día terrible.

 

Rodolfo Martínez Sotomayor (Foto de Eva M. Vergara)

Rodolfo Martínez Sotomayor
(Foto de Eva M. Vergara)

Rodolfo Martínez Sotomayor (La Habana, 1966). Ha publicado los libros Contrastes (La Torre de Papel, Miami, 1996), Claustrofobia y otros encierros (Ediciones Universal, Miami, 2005), la compilación de textos Palabras por un joven suicida: homenaje al escritor Juan Francisco Pulido (Editorial Silueta, Miami, 2006) y Tres dramaturgos, tres generaciones (Editorial Silueta, Miami, 2012). Cuentos suyos han sido incluidos en recopilaciones y antologías como Nuevos narradores cubanos (Siruela, Madrid, 2001), traducido al francés por Edition Metalie, al alemán por Verlag, y al finés por la editorial Like, Cuentos desde Miami (Editorial Poliedro, Barcelona, 2004), La isla errante (Editorial Orizons, París, 2011), Cuentistas del PEN (Alejandría, Miami, 2011), Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Su cuento Encuentro fue traducido al húngaro por la revista Magyar. Algunos de sus poemas aparecen en las recopilaciones Poetas del PEN, (Ediciones Universal, Miami, 2007), La tertulia (Iduna, Miami, 2008), y La ciudad de la unidad posible (Editorial Ultramar, Miami, 2009), traducida al inglés por la misma editorial. Ha publicado críticas de cine, de literatura, de teatro, artículos de opinión en revistas y periódicos como: Carteles, Diario Las Américas, Encuentro, El Nuevo Herald, El Universal. Fundador y Presidente de la Editorial Silueta; codirector de la Revista Conexos.

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Esta entrada fue publicada el 26/07/2015 por en Narrativa.
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