Del famoso cuento de Borges se han escrito innumerables tratados, exégesis, apologías, herejías y plagios. Para mí, sin entrar en hermenéuticas complicadas ni en desciframientos académicos, ese apólogo siempre ha querido decir, entre otras cosas, que nos pasamos la vida comiendo mierda. Empeñados en banalidades y espejismos que se lleva el viento nos enfrascamos en distintas consagraciones (o conflagraciones) en lucha constante por poder, posesiones, ideales, convicciones y hasta amores, que una vez caída la envoltura, brillan por su ausencia de significado y de importancia: «¿Dónde están las nieves de antaño?» diría el poeta?
Muchos podrían quejarse de que andamos entre estas ruinas como en un laberinto que deja chiquito al de Creta y vacío de sentido al de Chartres. Sin embargo, cómplice lector, ¿me va a negar usted que no se le ha avisado alguna vez de que todo este sufrir e indagar tiene un sentido, que todo eso que a uno le pasa y lo deja frío, asustado o llorando, guarda como en las novelas policiacas, una pista que nos permita resolver la trama?
La trama puede ser muy compleja, el laberinto muy sutil, sin embargo, el final es siempre el mismo: «El asombro desaparece cuando nuestra envoltura cae», apotegmaría Lezama.
A lo largo de mi ya casi larga vida he tenido muchos avisos, guiños de Dios o del Universo que me alertan sobre los espejos y me evidencian la máscara. Como en el cuento de Borges, algún hecho sobrenatural o sorprendentes «sincronicidades» (palabrita inventada por Jung que la RAE aún no acepta) me han abierto los ojos, y me han hecho sospechar que hay «gato encerrado», y que el día menos pensado, como Alicia, despertaré y todo el tinglado se desplomará como un castillo de naipes. En algunos casos que narro a continuación, el escéptico lector podrá comprobar su veracidad con testigos que figuran en Facebook.
Primera ruina: En 1967 yo me encontraba pasando el Servicio Militar Obligatorio en una unidad militar de la DAAFAR (Defensa Antiaérea de las Fuerzas Armadas Revolucionarias) en las afueras del Wajay, pueblo cercano a La Habana. Como éramos un grupo selecto que estudiábamos radares, a algunos se nos daba permiso para salir a la Escuela de Idiomas Abraham Lincoln, ya que se suponía que otro idioma nos ayudaría también a aprender el ruso en el que se impartían las clases.
Temerosos de no lograr la matrícula en francés que era el que más les interesaba, los reclutas de mi unidad pidieron alemán, pero yo, confiando en mi ángel guardián, pedí francés, y por suerte, como era «militar», me lo dieron. Dos o tres noches a la semana iba a la Abraham Lincoln, y como las clases terminaban temprano, a veces me llegaba a la biblioteca de la Casa de las Américas, donde mis amigas Olga Andreu y Sara Calvo me tenían al tanto de lo que llegaba y me ponían en «la lista de espera» para cosas difíciles de conseguir o prohibidas como Tres tristes tigres, De perfil o Cien años de soledad.
También leía muchas revistas extranjeras, era uno de los pocos lugares donde podía hacerse. En una de esas noches de revistas, un viernes, me tropecé en una Siempre, un artículo de José Agustín donde reprochaba a los edecanes de la cultura mexicana que la novela El luto humano, de José Revueltas, ganadora del Premio Nacional de Literatura en 1943, solo existía en la única edición de 1,000 ejemplares de ese año, y por supuesto más que agotada e imposible de conseguir.
Al día siguiente, sábado, salí de pase hacia el mediodía. En la Manzana de Gómez tenía uno de los cambios de guagua para regresar a mi casa, y me dio la idea de entrar en una librería de viejo que había en el piso bajo. También vendían discos y otros vejestorios. Para no alargar la historia, encontré allí, sin buscarlo, uno de esos 1,000 ejemplares de El luto humano, y para más «coincidencia», costaba justamente un peso que era todo el dinero que yo tenía en el bolsillo. Luego tuve que «colarme» sin pagar en la guagua para regresar a casa.
Téngase en cuenta que la noche antes yo no sabía ni quién era Revueltas; si no hubiera leído el artículo en la revista, o si el libro hubiera costado más, no lo hubiera comprado. La novela me fascinó, y hasta el día de hoy adoro a Revueltas, a pesar de su comunismo. Por supuesto, todo este incidente yo lo califiqué de «casualidad» y «rara coincidencia». Pero poco a poco estos episodios irían subiendo de tono y frecuencia.
Segunda ruina: En marzo de 1985 visité Madrid por primera vez, y me quedé en casa de mi amigo Rogelio Quintana, multifacético diseñador, actor, caricaturista y jodedor profesional. Al ver su interés en comics, caricaturas y demás le conté mi experiencia en el barrio de las bandes dessinées de París, donde había estado el año anterior, y cómo lamentaba no haber comprado un divertidísimo cómic porno que se llamaba Les perles de l’amour, y que tenía la particularidad de que aunque los dibujos eran explícitos, el texto era recatado y de doble sentido, con humor muy francés. No lo había comprado porque tenía poco cash, y al día siguiente, domingo, los bancos no abrían (no se había inventado el ATM) y me marchaba el lunes. Quedamos en que lo lamentaría toda la vida.
Pero para mi sorpresa, esa misma tarde, al bajar a la calle (Rogelio vivía en un edificio en la calle Princesa, donde también vivía Antonio Banderas y Rafael Alberti, con quien me crucé en el elevador, pero ese es otro cuento), en el quiosco de la esquina, donde se vendían revistas, periódicos, tabaco, etc., me encuentro bien expuesto en tendedera (todavia quedaba la resaca del «destape»), una edición exacta al comic porno francés, pero ahora en español: Las perlas del amor.
Rogelio se puso pálido cuando le mostré el cómic, sobre todo, porque era el único en su clase en aquel lugar, y justo en la esquina del edificio. Rogelio Quintana está en Facebook, le pueden preguntar, quizá se acuerde, es más joven que yo.
Tercera ruina: Un día en el Nuevo Herald, en 1995, conversando sobre pintura con mi amiga y compañera de trabajo Aurora Arrue, pintora y diseñadora gráfica, le comenté que había visto hacía tiempo en un catálogo de Christie’s una hermosa pintura de Puvis de Chavannes: Le petit pecheur, que nunca más me había vuelto a tropezar, porque seguro que estaba en alguna colección privada. Ella tampoco la conocía.
Ese fin de semana, después de un concierto de la New World en la playa, me lancé a caminar por Lincoln Road y se me ocurrió entrar en un lugar, Pink Palms (que ya no existe), donde vendían posters, souvenirs, postales con temas más o menos gay… Allí, en una postal, estaba el cuadro perdido, que incluso ahora no es fácil de encontrar en la net, porque muchos opinan que es falso. El lunes, cuando le mostré la postal, Aurora se quedó pasmada con la coincidencia. Le pueden preguntar, ella también está en Facebook.
Ahora la cosa va a subir de tono. Si han llegado hasta aquí es que les gusta el tema, pero les aseguro que no están preparados para esto. Tómense un tilito, una valeriana, porque ahora empezamos en la India.
Cuarta ruina: A principios de 1992 me fui con el grupo de devotos de Sai Baba que dirigía la famosa Cuca, en Miami, a visitar al aun más famoso gurú en su ashram de Putaparthi, en India. Entre nosotros estaba la actriz Elizabeth Longo (también en Facebook) y personas de distintos intereses y sectores sociales. Yo iba más bien escéptico, pero desesperado por conocer ese país al que le dedicaré un capítulo aparte en estas memorias.
Como Sai Baba era gay, le llamé la atención una tarde en que daba su Darshan o darsana, en sánscrito (manifestación auspiciosa de la Divinidad), en el patio del complejo religioso, y yo me había puesto de pie (como hacían los jefes de grupo), para hacerle llegar las cartas de devotos miamenses y la solicitud de visita privada. La idea fue de Cuca, al ver que pasaban los días, y Sai Baba la ignoraba y no nos escogía para entrevista. Su estratagema dio resultado. El gran gurú, se había fijado en mí, que estaba como un trueno en aquellos años, y con el pretexto de pasarnos aprisa a su Sancta Sanctórum, sus manos divinas me tocaron el culo. Dios lo tenga en la gloria, porque en verdad os digo que era un iluminado y tenía poderes.
La salita en que recibía a devotos de todo el mundo (un día se formó tremendo revuelo de seguridad porque llegaron Lady Di y el Príncipe Carlos), era tan minúscula, que no lucía más mueble que su trono y había que sentarse en el piso. Los de Miami éramos 13 y estaba además una pareja hindú que llevaba a su bebé recién nacido para que el santo lo bendijera.
Apenas nos desparramamos por el suelo, él preguntó que quién era católico en el grupo. Una señora levantó la mano tímidamente. Sai Baba también alzó la suya, y de la nada, materializó un anillo de plata con una cruz en oro, que le quedó exacto en el anular a esta señora. Todos misteriosamente nos conmovimos hasta las lágrimas.
Pero la «sincronicidad» no se manifiesta aquí, sino años más tarde, en el 2010 y en Miami. Durante un almuerzo en el restaurante Habana Vieja, cuando estaba en Coral Way, estoy haciéndole el cuento que ustedes acaban de leer a mi tía Zoila Sotolongo y a mis primas Vivian Espinosa y Leonor González Riverol, cuando de momento aparece esa señora católica del anillo materializado, que yo nunca había vuelto a ver (y que ni siquiera recuerdo su nombre, pues no hemos vuelto a coincidir desde ese día). Se sentó en la mesa de al lado y a petición mía, les mostró el anillo a mis atónitas parientas. No las culpo, la cosa parecía un montaje. Mis primas y Elizabeth Longo (que fue testigo del milagro) están en Facebook, pueden preguntarles.
Por último, una enseñanza de que no se deben desear cosas sin antes pensarlo bien.
Quinta ruina: Volvemos a Cuba para cerrar el círculo. En mayo de 1978, estoy en la playa de Santa María del Mar, en el agua, conversando con un joven pintor de nombre Gabriel, que me confesaba su desesperación porque a su novio lo habían metido en Villa Marista por «Diversionismo ideológico».
Me lo ponderó tanto, me dio tantos detalles de su talento y su gracia que, sin darme cuenta de que en el mar todo se potencia, dije: «Me gustaría conocerlo».
A las 72 horas estaba en la misma celda con él. Se llama Nelson Carrera y también está en Facebook, le pueden preguntar. Esa «coincidencia» fue muy importante para mí, pues me sentí como llevado por una mano misteriosa y que de alguna forma esa cárcel estaba en mi camino para bien. Nelson me explicó los métodos del interrogatorio y eso me permitió callar todo lo que tuve que callar para que el único que saliera preso por mi novela La vida secreta de Truca Pérez fuera yo.
A Nelson también le sirvió de respiro nuestro encuentro, pues llevaba más de un mes en interrogatorios y siempre se teme que el que meten en la celda con uno es alguien que te va a sonsacar algo para denunciarte, pero en nuestro caso, como yo le había contado todo acerca de Gabriel, confiábamos mutuamente, y aquella celdita, quemante de día y helada de noche, nos sirvió para crear una amistad, y hasta nos reíamos con los cuentos que nos hacíamos.
Estoy seguro de que muchos lectores han tenido experiencias similares a las de mis «ruinas», lo que pasa es que las descartamos como coincidencias, casualidades, porque si bien la muerte a muchos les da miedo, no hay nada mas horroroso que la idea de la eternidad y de Dios. El sinsentido nos agobia, pero nos embarga «el temor de algo tras la muerte».
Creo que el Dios del Universo, el dios interior o el dios del fuego que, como en las Ruinas circulares, nos sueña, también nos envía a menudo mensajes que casi siempre nos negamos a reconocer. No queremos despertar. Por suerte, más que por méritos, he tenido muchas experiencias como las que he narrado aquí, incluso otras aun más tremendas, que han cambiado mi vida por completo, pero ya esas caen en el puro milagro, y serán contadas en otro momento circular.
India, 1992
Daniel Fernandez estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de El Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Ha escrito novelas históricas de próxima aparición y obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios. Ha publicado Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta (Editorial Silueta, 2009) y Novelas sencillas (Editorial Silueta, 2010).