El hombre está solo, esta vez no lo acompañan sus amigos de siempre: Serpa, Campoamor, el Kid, Mayito Menocal, ni siquiera el viejo pescador cojimero. El hombre está solo frente a la muerte y la desafía cara a cara. Se para perpendicularmente y le ofrece la capa. La muerte embiste, y el hombre mueve sus brazos hacia delante, gira con los pies afirmados en la arena, pero no la reta, como hacía en la selva africana o la guerra española. La mira. La forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos. Observa cómo se marcha el canela de la piel que se ha tornado seca, de color leproso. Los labios han adquirido ese rictus que se empeña en dibujar una sonrisa en los que abandonan este mundo. El hombre está solo. Piensa, “nadie debiera estar solo en su muerte”. Es uno de los pocos momentos en esta isla del Caribe en la que se siente verdaderamente solo y extrae su preciosa fosforera para prender un habano.
El humo de tabaco invade el recinto que huele a crisantemos y margaritas. El hombre se pregunta si es realmente Leopoldina; su Leopoldina, la que yace en aquella pose bocarriba como nunca le gustó dormir. Extraña la mirada suspicaz, retadora, enigmática y desafiante, como la del búfalo que mató en su último safari, o la de este toro en su última embestida. Recuerda esos mismos ojos. La mudez de un embalsamamiento. Ella nunca sería un trofeo, debía dejarla ir para siempre.
Saca un pañuelo para secar el hilillo de sangre que se escapa de la boca, pero la sangre no apesta, huele al ron que ha tomado el color de los labios de la mulata que sonríe y vuelve a alzar la copa de daiquiri en el Floridita. El hombre se para junto al trío:
—Cotán, vamos a cantar mi canción.
Él mismo anuncia al trío los Mau Mau y un homenaje a Maceo en lengua swahili, se adueña del sitio.
—Piga chini / Piga chini / Yambo Wana/ Muzuri sana…
Leopoldina pesca con su removedor la hierbabuena de su daiquiri y la pone en una servilleta sobre el mostrador.
—Me gusta más la albahaca, su olor. Su verde es más verde que el del poeta español, que conocí en los Paraguitas.
Y no dice nada, pero puede oír el lamento del andaluz. Ahora es él el que no quiere ver su sangre sobre la arena, la sangre de Ignacio Sánchez Mejía que olía a muerte mucho antes de morir, y la mucha sangre de la República española; el olor a muerte del que hablaba la gitana Pilar, el olor de su amigo Maxwell. La muerte, siempre la muerte, y esta vez las campanas tocan por ti y son las claves, mientras Leopoldina que también huele a muerte, coge el gajo de hierbabuena y te lo pasa por la cabeza. Se detiene en tu barba blanca, que se vuelve azulosa a la poca luz del bar a medianoche.
Cuesta trabajo a veces llevar el español al inglés, mucho más cuando se está pasado de tragos. Te interesa la canción esas perlas que tú guardas en tu boca, en tan bello estuche de peluche rojo, pero no la puedes entender y Leopoldina ríe, y te explica.
—Es una metáfora, como la que utilizas en tus cuentos.
Y habla de Matamoros y el son. Te sorprende la educación de esta mestiza que se dice hija de la Caridad de Cobre, que grita si el Kid golpea al contrario. Podría ser Brett observando la plaza de toros, Brett, a la que no le impresiona la sangre. Brett con la oreja del toro en la mano. Sucumbes en la cama ante su ataque de leona. Sientes olor a África, su lengua calma tu sed de ron y cuando abre las piernas toda la selva ruge, entonces eres el cachorro que aúlla ante el cuerpo de su madre recién muerta por la escopeta del cazador. Cuerpo en el que se mezclan los olores de la tierra húmeda y de las flores mustias. Eres un ser desvalido en La Habana.
—¿Qué encuentras en Cuba? —pregunta el periodista.
—El olor del viento que sopla de tierra al acercarse el barco en medio de la noche. La pesca, el tabaco, el ron y…
El amor de una mulata, te hubiese gustado decir, si tu esposa Mary no hubiese estado presente.
Leopoldina camina junto a Ernest por Obispo, acompañados de la guitarra del negro Cotán bajan buscando el puerto. Se desvían un poco, ella insiste en enseñarle La Catedral y la casa de los Pedrosos donde se crió. El color amarillo de las farolas compite en intensidad con los ojos de la joven que ríe, y le dice:
—Yo soy Cecilia Valdés.
Y el escritor conoce por su boca, la historia de la mulata que inspiró la novella.
—Yo soy Cecilia. ¿Te atreves a escribir sobre mí?
Se sientan en el puerto mirando la bahía. Varios botes salen a pescar y la vista del hombre se pierde en el horizonte hasta llegar al punto donde un viejo lucha por dominar un pez. Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era capaz el gran pez. Las manos le sangran, pero el hombre continúa halando una y otra vez el sedal, es tan grande como los sueños del escritor que ahora mira los ojos pardos de la mulata que sonríe a su lado y le toma la mano izquierda para leerle la suerte.
—La Habana te lanzará al mundo como ninguna otra ciudad. Dice la virgen de Regla que tu destino está en el mar, y dice la Caridad del Cobre que tu premio le pertenece.
El hombre inquieto zafa su mano y como en acto de dulce venganza arrebata el pañuelo que cubre la cabeza de Leopoldina. Pone la tela roja ante los ojos de la mulata, en posición de torero, pero antes de su embestida lo lanza al mar.
Desearía morir en la tarde, poner el féretro en la arena, verlo alejarse de la playa y luego prenderle fuego como hacían los vikingos. Tiene que burlar la muerte una vez más y no dejar que su séquito tome lo que quede del cuerpo para reducirlo a la nada, como hizo el tiburón con el pez del viejo. Dejar al toro pesado y negro sobre la arena.
El apartamento de la calle Infanta es pequeño, muy pequeño para albergar tanta muerte, tanto olor. Te preguntas si puede un hombre oler su propia muerte y para quitar el miedo nada hay mejor que los tragos, y cuando los tragos se suben a la cabeza hay que ir a la selva o a una corrida de toros, dejar caer la muleta sobre el hocico del animal. Cegarlo y cazar. Matar y volver a matar. Pero en Cuba no hay corridas, apenas charlotadas, y una y otra vez el viejo le asalta en sueños: Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. Y sale corriendo hasta la máquina de escribir para no olvidar el número. Los números: la cantidad exacta de palabras, y como un sonámbulo ataca las letras; quiere escribir sobre Leopoldina y La Catedral. Leopoldina y el Floridita, Leopoldina y el cáncer que se la llevó, pero no se atreve. Vuelve al hombre que lucha por llevar el cadáver del pez más grande que se ha pescado en Cojímar: El viejo se sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien: Pero soltó el sedal del arpón y lo dejó correr lentamente entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver, vio que el pez estaba de espaldas, con su plateado vientre hacia arriba.
En la finca Vigía el hombre permanece despierto, no soñaba ya con tormentas ni con perseguir submarinos alemanes, ni con grandes acontecimientos, ni grandes peces, ni grandes peleas, ni con Jane Mason, Martha Gellhorn, ni fornicaciones desaforadas en la torre con la condesita Adriana Ivancich, ni con Mary Welsh, su esposa, solo soñaba con toros en la playa y Leopoldina en el mar… El rojo del pañuelo de la mulata enceguece al animal que desde la furia embiste. El público grita, el viejo se agiganta, el pez es tan grande que se gana el Nobel. Quiere guardar la medalla como hacía con sus animales disecados, para mirarla como a Leopoldina en la novela que jamás va a escribir. Tiene que dejarla ir, allá en el Cobre la virgen espera.
Desde la pared de la sala, el hombre contempla la cabeza taurina. Su mirada tiene destellos de una antigua grandeza. Mirada de viejo: sus ojos tienen el mismo color del mar, pero ya no eran ni alegres, ni invictos.
Dulce María Sotolongo Carrington
(Foto cortesía de la autora)
Dulce María Sotolongo Carrington. La Habana, Cuba, 1963. Licenciada en Filología. Escritora, editora, y periodista. Ha publicado más de diez libros entre ellos. De la letra a la vida; (Ensayo, 2002). Agustín Marquetti, número 40; (Testimonio, 2008); En el balcón aquel (Testimonio, 2008); y las antologías de cuentos Té con limón, en coautoría con Amir Valle (2002) y recientemente Nosotras dos (2012). Ha recibido varios premios, entre los cuales se encuentran el «Benito Pérez Galdós» 2011, Premio Abdala 2009, «La edad de oro» 2007.
Genial! Cuento completo. Gracias Dulce María, lo he disfrutado mucho.