Rosita era blanquita como la leche y tenía unos ojazos verdes que volvían locos a todos en el barrio. El padre era uno rubianco y de ojos azules al que le decían Juan el Isleño, que era tabaquero y trabajaba desde toda la vida en la misma tabaquería torciendo vitolas… muy estricto y religioso él. La madre era una mulata blanconaza de muy buen ver, de rasgos muy finos y de ojos verdes. Todas las mañanas de domingo se les veía salir muy endomingados, para ir a la misa en la iglesia del Carmen en Infanta y Neptuno.
En aquella época yo vivía en San Miguel entre Aramburu y Soledad y cuando no estaba tratando de tocar la vieja guitarra que había sido de mi abuela, me la pasaba jugando a las cuatro esquinas en la calle con mis socios del barrio: Chicho, al que todavía no le decían el Caótico, Manolito que aún no era el Muñanga y con Papi que aún no se había ganado el sobrenombre de La Horca. Otras veces todos nos íbamos para el Parque Trillo a corretear y a encaramarnos en la estatua de Quintín Banderas para ver quién lograba subirse y sentársele en los hombros al General para después gritar ¡Viva Cuba Libre! Quintín Banderas era el jefe de la infantería de los mambises y creo que por eso en su estatua no estaba montado en un caballo.
“Eribo ribó ribó ribó Yuánsa ribó ¡aé!”, cantábamos cuando también le dábamos vueltas a la Ceiba gigante del parque para ver si veíamos alguno de los antepasados muertos, porque como los babalaos y los santeros decían que era el árbol sagrado de los dioses y que si uno caminaba a su alrededor se podían ver los muertos de la familia, yo pensaba: —Coño, a lo mejor me encuentro con mi abuelita y hasta me deja tocarle las masitas que le colgaban del brazo, como hacía cuando era chiquito… Pero no, nunca vi nada. Bueno nada no, porque uno de esos días en los que la muchachada le dábamos vueltas a la ceiba me tropecé con el isleño y la familia que iban para la iglesia y los ojos se me fueron hacia Rosita, que entonces era sólo una jovencita a la que ya se le empezaban a notar sus teticas y todavía no le decíamos Rosita la Titi. Eso vino después. Ella me lanzó también una mirada fugaz y vi como un esbozo de sonrisa en sus labios… Bueno, eso me pareció o fue lo que quise ver.
Lo cierto es que a partir de ese día yo me la pasaba velando en la esquina para ver si la veía, pero la suerte no me acompañaba, aquella casa siempre estaba cerrada a cal y canto, como si allí no viviera nadie. Una mañana la noticia estremeció al barrio: —Juan el Isleño se ahorcó, lo encontraron colgado en el baño. De inmediato el molote se armó frente a la casa y los más curiosos se atrevieron a entrar, Pancha la Gorda, se abrió paso entre los curiosos y yo me aproveché para colarme pegado a ella y cuando vine a darme cuenta estaba parado frente a la puerta del baño detrás de Pancha y allí estaba colgado el isleño, yo no lo podía ver completo porque la mole de la Gorda cubría casi toda la vista, pero sí le podía ver la cara, que la tenía toda negra y con la legua, como doblada medio afuera. Fue entonces cuando escuché que Pancha la Gorda dijo como en un susurro: –Dios mío, si tiene la cosa pará…
En realidad a mí no me interesaba mucho ver al muerto y en mala hora lo miré. Yo lo que quería era verla a ella. Para entonces la casa estaba ya llena de gente y nadie se atrevía a descolgar al pobre hombre, decían que había que esperar a la policía. Me moví entre la gente y fue entonces que la vi. Estaba en un rincón, pegada a la pared, con sus ojazos verdes muy abiertos mirándome, pero no lloraba, abría y cerraba la boca, pero no decía nada. Entonces me le acerqué y sin decirle nada puse su manita blanca entre las mías y ahí fue que empezó a llorar, pero en silencio, sin un sonido, con la mirada fija en mí.
No sé cuanto tiempo estuvimos así. Sólo recuerdo que alguien me agarró por los hombros empujándome hacia la puerta y una voz que decía: —Los que no sean de la familia pa’fuera. De pronto me vi otra vez parado frente a la casa con el grupo de curiosos. Allí había un carro de la policía y un camioncito cerrado de color gris. Al rato sacaron el cuerpo en una camilla con un forro negro como de piel y lo metieron en el camioncito y los policías se montaron en el suyo y se fueron. La puerta de la casa y la ventana del frente cerradas y un silencio que se podía cortar con un cuchillo.
Luego comenzaron a circular los rumores y las versiones sobre el caso. Unos decían que el hombre se ahorcó porque la mujer lo había tarreado. Otros que si la cosa dejó de funcionarle… Versión esta a la que no se le podía dar mucho crédito si nos guiamos por lo dicho por Pancha la Gorda frente al difunto. Al final se supo que el Isleño había tenido una discusión con el jefe en la tabaquería cuando le dijo que no podía trabajar el domingo porque tenía que ir a la iglesia y que el hombre había tirado a mierda sus creencias religiosas y que Juan entonces le había dado una trompada que le partió la nariz y la boca y que por eso lo botaron del trabajo y lo acusaron de agresión y que eso le podía costar ir a la cárcel.
Después de ese día del ahorcamiento del isleño y de la visión que tuve del hombre colgado y del llanto silencioso de ella con su blanca manita entre las mías, mi vida ya no fue la misma. Me despertaba en medio de la noche temblando y sudando a mares. Noche a noche tenía la misma pesadilla, o más o menos igual: La casa llena de los mismos curiosos pero inmóviles, como detenidos en el tiempo y ella y yo en el mismo rincón. Yo agarrándole la mano y mirándola muy fijo mientras le corrían las lágrimas y cuando me atrevía a acercar mi rostro al de ella para limpiarle las lágrimas con mis labios, y teniendo mi cara ya muy cerca de la suya de pronto sólo veía muy cerca la del isleño ahorcado toda negra, y con la lengua como doblada medio afuera. Y ahí yo comenzaba a recular y a tropezar con los curiosos inmóviles que caían al suelo y se pulverizaban como si fueran de arena. Entonces me despertaba aterrorizado y en medio de un charco de sudor.
Otras veces el sueño era más bien erótico, aunque muy parecido, todo igual con los curiosos inmóviles como detenidos en el tiempo, pero ella y yo estábamos desnudos en el rincón y entonces yo estiraba mi otra mano para acariciarle uno de sus pechitos y de pronto lo que casi estaba a punto de tocar era el rabo parado del isleño ahorcado y vuelta de nuevo a recular y a tropezar con los curiosos inmóviles que se caían al suelo y se pulverizaban como si fueran de arena y ya saben me despertaba temblando y todo sudoroso en medio del terror.
De ella y de su mamá nunca más se supo. Un día, dicen que llegó un camión y cargó con todos los muebles de la casa. Unos días después llegó otro camión cargado de muebles y vino otra familia a vivir en la casa. Y el tiempo siguió su curso inexorable.
Para entonces ya yo había casi que olvidado el horrible incidente del ahorcamiento de Juan el Isleño y mis pesadillas ya eran cosa del pasado, aunque a decir verdad a veces me acordaba fugazmente de ella y de sus enormes ojazos verdes, pero de repente ya su piel no era blanca ni sus ojos verdes y es que ya me resultaba difícil pensar en alguien que no fuera Barbarita Pimentel, pero como diría Kipling “ésa es ya otra historia”.
Diego Rodríguez-Arche
(Foto cortesía del autor)
Diego Rodríguez-Arche, Cienfuegos 1945. Director de Cine y Periodista. Ha realizado varios documentales como Palo Mayor y Líbano: La guerra interminable y obras de ficción como Doble crimen a bordo, Esta larga tarea de aprender a morir y La Crin de Venus. En 1990 se fue a Italia donde realizó el documental Jugoslavia Addio. Desde 1992 vive en los Estados Unidos donde ha trabajado como traductor. Actualmente trabaja para la compañía American Media.
Te la comiste Dieguito…muy buena tu memoria literaria….Felicidades…!