Tenía 30 años haciendo de gallina, como cada viernes a las doce del mediodía, la sirena anuncia una reunión, los empleados abandonan sus cubículos, la pluma sobre el escritorio, el ordenador con la página de dibujo abierta, en el gabinete manuales, libros topográficos, de arquitectura, geografía de la Florida. Carlos impulsa la silla lejos del buró, la columna vertebral encorvada, los brazos entumecidos, mira el reloj en la esquina derecha del monitor, estira las piernas sosteniéndolas en el aire por espacio de un minuto, dentro del apretado zapato de vestir, los dedos desperezándose, agradeciendo la avalancha de sangre, músculos y tendones retomando función. Se ajusta la corbata, el cuello estrecho de la camisa pegándose a la piel, el nudo torcido, irrefutable prueba de su torpeza para estas labores. Su silueta contra la superficie oscura del monitor se va incorporando con lentísimo ánimo. Las voces de sus compañeros le llegan desde la puerta, hey Carlos, hey Carlos, apúrate, no querrás disgustar al señor Weed, te esperamos en primera fila, las risas entremezcladas se van alejando. Acomoda la caída del pantalón sobre sus zapatos y abandona el cubículo finalmente.
Cuenta los puntos amarillos sobre la alfombra, el pasillo desierto, oficinas en abrupto silencio, papeles por leer, cartas por responder, proyectos por terminar, en la cocina alguien abandonó una media tostada, la cafetera con su jarra de cristal llena del líquido reverenciado, un frasco para la crema, sobres con azúcar dietética, café americano, no lo resiste, cuánto diera por un café de verdad, no ese agua de enjuague. Una taza de café cubano, con una cucharadita de azúcar blanca, “viciado”. Nueve horas desde el primer buche, nueve horas para el siguiente sorbo, tu mujer aguardando taza en mano, zafar los zapatos, tirarte al sofá, la colada lista, el aroma recibiéndote. Otro llamado de la sirena lo obliga a afincar el paso. Un largo pasillo cubierto de espejos lo conduce al vestíbulo. Sillones y sofás de confortables almohadones acomodan a reducidos grupos, mientras la restante masa de empleados aguarda de pie la señal dando inicio. Las voces acartonadas, las bocas almidonadas, se saludan con ostentosos hola, hace tiempo que no te veía, el saludo caluroso, enmascarando indiferencia.
Las tres puertas de doble hoja se abren; el salón de conferencias decorado con banderillas, globos, manteles, centros de mesa; los forros en las sillas de color rojo, azul y blanco. El logotipo de la compañía cuelga al fondo; un serrucho, un martillo, y una gallina roja conforman el borde al nombre RENNAL. Desde el podium, el Presidente les da la bienvenida, micrófonos a la derecha e izquierda del escenario. De ciento cincuenta o doscientas sillas ordenadas con meticuloso cuidado forman un perfecto rectángulo a lo largo y ancho del recinto.
Los nuevos empleados se sientan al frente; rostros orgullosos, con determinación; marcados de angustia, nerviosos; variedad de expresión. A sus espaldas los veteranos les lanzan palabras de aliento, el conglomerado agrupado por oficinas, cada equipo votando por su novato; las apuestas susurradas a voz baja, los jefes de departamento lanzando miradas de aprobación a su team. Dale George, que tú puedes; la voz imponiéndose sobre la multitud. George desde la segunda hilera se levanta impelido por el grito, y comienza una danza triunfal, los brazos sobre la cabeza, los puños unidos trazando círculos en el aire, las risas y vítores lo alientan. Algún que otro fanático rezagado en imitación, lanza un voto de fe a su favorito.
Buenas tardes, hoy como cada semana nos reunimos para darle una calurosa acogida, dentro de la empresa, a nuestros nuevos empleados. RENNAL se enorgullece en liderar una de las organizaciones de mayor crecimiento en el estado y la nación. Nuestro lema, “Calidad, Integridad y Ética”, nos ha merecido este privilegiado puesto. Sin más demora, llamo al estrado a Carlos Granado, a sus acompañantes y a James Couper del departamento de Construcción, quien hará los honores como primer participante –el público comienza una tanda de aplausos–. Un joven de las primeras sillas se pone de pie, en su mano una tarjeta roja que guarda en el bolsillo de la camisa. Desde diversas partes del auditorio se van levantando algunos trabajadores, hasta reunir diez. Un equipo de música incrustado en una de las paredes comienza a emitir una tonada campestre.
Carlos, en la saleta contigua, termina de ponerse las patas amarillas, el cuerpo de plumaje rojo, de cabeza gigante con cresta colorada, pico crema, ojos amarillosos con dos orificios por donde se distingue el azul anacrónico de sus pupilas de hombre. El público comienza una ovación, cloqueos, quiquiriquís mal intencionados; ¡Carlos!, ¡Carlos!, ¡Carlos!, su nombre coreado bajo rítmicas palmadas le resulta ajeno, las notas adquieren vacía resonancia; el hombre bajo el disfraz abandona su identidad. Hace su aparición ante la efervescente ola de cuerpos, se coloca al centro del grupo de diez personas; conjunto compuesto por los peores bailadores de la empresa, seleccionados con exclusividad por el Presidente, el señor Weed. Los elegidos tienen la honorable tarea de danzar cada viernes ante sus compañeros de trabajo, hasta que para su beneficio otro patón sea nombrado para sustituirlos.
Carlos eleva las alas en señal y el joven Couper comienza a recitar un poema. La historia sobre una Gallinita Roja y un Gallo Blanco, el gallo se queja de la escasez de alimentos y rehúsa buscar lombrices en lugares nunca antes escarbados, mientras tanto la Gallinita Roja se afana hurgando la tierra árida y seca. Al final del día la Gallinita Roja está llena y satisfecha y el Gallo Blanco está hambriento y por desfallecer. Moraleja no seamos como el gallo que sólo produce cuando el momento es oportuno, seamos como la Gallinita Roja, preparada para prosperar en tiempos buenos o temporadas rigurosas.
La atmósfera de creatividad y divertimento, hacer de payaso, burlarte de ti mismo, contonear las caderas al gusto de la multitud. Otro nombre desde el micrófono, el Presidente aguarda impaciente; Carlos la lengua atascada, cara, cuello enrojecidos, la tarjeta de cartulina roja en sus manos, el poema memorizado, el horror a hablar en público, enfrentarse al auditorio, el miedo inmoviliza sus miembros, su voz desobedece. ¡Cómo!, ¿no quiere recitar?, que haga de gallina entonces –exclama el señor Weed y el nuevo empleado elige o recita o baila o hace de gallina, los espectadores burlándose de los desaciertos de los declamadores; y Carlos escogió, treinta años haciendo de gallina. La “idea inteligente”: reunir al cuerpo trabajador en dos horas de sano entretenimiento, reconocer al empleado más entusiasta, al de mejor disposición, quien recite el poema con un tono original; no hay daño, no hay error en el espectáculo, la productividad como fin; conformar la familia de obreros, administradores y dueño, abolir títulos, el nombre de pila en la solapa. La intención “honesta” trueca su propósito ante la presión del grupo, ejecutivos ignorando la personalidad del individuo, su elección a abstenerte; desde el instante en que la fuerza-masa obliga, en el hecho del dueño presidiendo la obra existe el chantaje velado; el temor al despido, la evaluación negativa, “no confraterniza con sus compañeros”; la renuncia al salario seguro; la compañía con buenos beneficios, qué son dos horas de cada viernes haciendo de gallina, el individuo en libertad ha muerto. Los buenos días y la conversación falsa, la pregunta mentirosa sobre la familia, la patada por el culo si te veo fuera de este edificio, el seguir de largo como que no te conozco, nunca fuimos presentados. Eso elige la gente, un círculo de ficción de máquinas productoras de alegres situaciones, reír del chiste repetido, hombres, mujeres tomando a juego la vejación, del otro lado del mundo presientes, igual composición de poderes.
La Gallina Roja camina entre el público, las manos aguardan para tocarla, frotar el plumón rojo como amuleto de buena suerte. La cabeza avícola picotea, cacarea, embiste a la multitud; se encarama sobre las mesas, hace piruetas planea, toma impulso y corre por los pasillos, el gentío pendiente de ella. Un banco de trabajo colocado a un costado del recinto; la Gallina Roja finge trabajar la madera, ajusta el tornillo apretando el tablón, manipula con el martillo, y levanta el serrucho para finalizar el corte, eleva entre sus alas el contorno plano del logo, la Gallinita Roja con serrucho y martillo.
El hombre tras la máscara se regodea en la idea de creerse ausente, lejano, fuera del alcance del mundo, en un agujero inviolable, entre el calor asfixiante de la tela y su cuerpo un espacio sólo suyo. Él, único habitante, un lugar seguro donde nadie pruebe a llamarlo. Treinta años haciendo de gallina; el sueño americano escapándose entre sus pezuñas, sometiéndolo, el hombre bajo el acose diario. Carlos liquidaron el retiro, Carlos la unión fracasó, Carlos el jefe te llama, Carlos el trabajo no estuvo a tiempo, Carlos la fiesta de Navidad en la empresa, Carlos el bono de fin de año, Carlos las vacaciones pagas, Carlos el seguro médico, Carlos la letra del carro, Carlos subió la renta, Carlos el niño tiene fiebre, Carlos murió tu madre, Carlos la ceremonia, el entierro, las flores, el terreno, Carlos deja el cigarro, Carlos el hospital es incosteable, Carlos no comas más, Carlos la bebida te embrutece, Carlos escucha cuando hablo, Carlos reza o irás al infierno. El sueño americano, el sueño humano, ¿adónde va el alma, en qué lugar se esconde, a qué ignorada dimensión se dirige?, ¡oh qué espiritual el individuo, oh qué hermoso!, el sueño americano, el sueño humano!, el dato conocido, al fin descubierto, a do camina el espíritu y la factura de hospedaje lista para ser cobrada.
Abuelo, abuelo ¿mañana puedo ir contigo al trabajo?, es el día de llevar a tus hijos al trabajo. Anda llévame contigo. La excursión de niños visitando los recintos de la compañía. Una gorra y un pulóver para cada uno con la Gallinita Roja impresa al frente, sobre el fondo azul de la tela; una bolsa con souvenir mostrando el logotipo, estuche de plumones, lápices, libro para colorear; y en el almuerzo los manteles, platos, vasitos, servilletas, y la Gallinita Roja allí. Ejecutivos ante la nueva generación, niños y niñas sentados en el piso, sus ojos infantiles concentrados en la pantalla, una película relatando la odisea de la Gallinita Roja, el poema actuado. Al finalizar la proyección, los padres se reúnen con sus hijos en el comedor; el almuerzo familiar, la hermandad del colectivo. Un trabajador feliz equivale a un trabajador eficaz, imponer la felicidad, matizar la cordialidad, forzar la afabilidad, todo sea por el bien del equipo; funciona, ya lo han dicho los que saben, psicólogos, psiquiatras, estudiosos humanistas, escritores de autoayuda; un obrero feliz es un obrero productivo, hay que esculpir la dicha en las caras, taladrar la sonrisa en los labios, obligar el saludo.
¿Quién me dice cual es el lema de la empresa RENNAL?, las manos se levantan apresuradas, el Presidente señala a una niña, el padre orgulloso ante la envidia de sus compañeros –me he ganado puntos con el jefe parece proclamar su rostro. Y a ver, a ver quién me dice ¿por qué La Gallinita Roja es importante? Los chicos se han quedado en silencio sólo una mano se levanta, un niño de ocho años pide responder, es tanta su alegría que a duras penas puede mantenerse sentado, se apoya sobre las rodillas, mientras clama yo, yo, yo; el Presidente lo señala, el chico contesta, porque ustedes están obsesionados con la Gallina. Una carcajada general recorre la sala, los empleados en un súbito desahogo han dejado escapar su frustración, el Presidente ríe junto al micrófono, una risa corta, ilegible, la mirada irónica, su voz lanzando la broma, pero esa palabra te la enseñó alguien, obsesionados. Esa palabra la tuvo que escuchar de alguien, ¿quizás en la casa? Carlos cambia de color y sonríe con timidez. Éste será el próximo Vicepresidente de RENNAL decreta el Presidente, señalando al niño. La audiencia aplaude la proclamación.
De regreso en su cubículo, Carlos recrimina al nieto, ¿de dónde sacaste esa idea, por qué dijiste eso? Un desfile de furtivos compañeros, de uno en uno y desconociéndose entre sí, se acercan para felicitarlo, estrechar la mano del chico que los revindicó, y dejar una palmada de solidaridad sobre el hombro de Carlos, llevo años deseando decirle eso al jefe –le dicen.
Tenía 30 años haciendo de gallina, cada viernes de cada semana y las voces yendo a casa consigo, permeando su cuerpo, cada noche de cada día, y su voz respondiendo, estoy bien mujer, el trabajo va bien. Todo bien mujer, todo bien –otro viernes de gallina, calla para sí.
Eva M. Vergara
(Foto de Rodolfo Martínez Sotomayor)
Eva M. Vergara (La Habana, Cuba, 1966) llegó a los Estados Unidos en 1989. Cursó estudios de Literatura Inglesa en el Miami Dade College. Ha publicado el libro de relatos, Mirada desde un submarino blanco (Editorial Silueta, 2009). Uno de sus cuentos fue incluido en Palabras por un joven suicida (Editorial Silueta, 2006). Este relato pertenece al cuaderno inédito Ceremonia de salutación.
Eva has descrito la tragicomedia de muchas vidas que se niegan a si mismos para vivir una vida ajena.La resignación ,el miedo,el sueño de la vida correcta. Excelente relato.Mi en hora buena.
Muy buen cuento. «El rey está desnudo», y el niño fue el único que se atrevió a decirlo. Me encanta la sinceridad de los niños y me ha encantado este relato. Evita siempre me sorprende. Felicidades, amiga.