Si Jean-Michel Basquiat aseguraba que sus pinturas estaban hechas con un ochenta por ciento de rabia, me atrevería a decir que una cantidad equivalente de desacato ha ayudado a Nedine del Valle a crear su ya extensa obra. A esta artista no se le da la complacencia, todo lo contrario. Eso debe haberlo notado aquel funcionario de la UNEAC que la amenazara con cerrar su primera muestra, llamada “La chivichana”, en el salón Flora, Marianao, La Habana. Era el año 1995; recién traspuesta la llamada crisis de los balseros, el país ebullía en el llamado período especial y según el funcionario-censor los títulos de esos cuadros debían ser cambiados, o se desmontaría la exhibición. “La chivichana” duró un día. Nedine no acató las reglas del juego de la institución, adscribiéndose a ese don presente en algunos artistas por el que “rebelarse” es “revelarse”.
De formación autodidacta, refiere haber comenzado a pintar a escondidas en esos barrios de Diez de Octubre donde vivió, la Víbora, Lawton, Luyanó, aunque naciera en Marianao, en 1973. Prescindiendo de la academia, desanduvo los caminos de su padre, artista plástico y graduado de San Alejandro (y del sistema carcelario del país que se lo tragó por más de veinte años en una extraña causa de espionaje). Crecer en una isla –que al decir de la poeta Lilliam Moro “es una porción de tierra rodeada de paranoia por todas partes”– era un desafío para cualquier creador porque el arte estaba sujeto a pasar por un filtro de decantación, por hablar de la manera más condescendiente posible. Nedine prefirió seguir el camino más difícil, desplegando un imaginario presto a fustigar la enfermedad de las circunstancias. Lo atestiguan obras como “Mi vecino, el Chivatón de Melón”, “El policía” o “La puta de La Habana”. Acometidas con gran hambre de color, de ferocidad, hablan de un mundo que se ha adiestrado en parir ciertas abyecciones, que Nedine se apresta a bautizar como salación, el pollito esquizofrénico, el cromañón marginal… Cabría tomar prestada una frase de Octavio Paz al describir la pintura de Jean Dubuffet: “Su obra no es una celebración de la realidad sino un enfrentamiento a ella, una venganza más que un acto de amor.” Estoy hablando de una gran totalidad de su obra comenzada en Cuba, continuada en México, a donde emigró en el año 2008, y en Miami, donde vive desde hace algún tiempo, pero luego me referiré a las excepciones a este conjunto.
Obras que clasificarían dentro del llamado neo-expresionismo, al verlas reunidas nos darían la impresión de presenciar un carnaval interminable. No el carnaval subversivo que según Mijaíl Bajtín, descoloca el orden de cosas por un tiempo limitado. Tampoco el que le opone Umberto Eco, que refuerza la estructura de poder al conservar dentro de los límites usuales a participantes y espectadores, sino el carnaval perpetuo, donde no hay rostro humano reconocible, sino su mueca, su máscara. Máscara que potencia la emoción, la referencia, sea de rabia, de exaltación, de locura, como en el antiguo teatro griego donde la máscara se convirtió en el recurso visual para esclarecer el contexto anímico, porque la voz resultaba insuficiente para permear el espacio. Máscara que trata de quitarse la figura de “La recogedora y los demonios”, tal vez para emitir un grito, una advertencia. Carnaval diario donde se mezclan la sangre, el semen, la saliva; donde la menstruación se metamorfosea en dios, y un orisha puede ser adicto, no a la sangre sino a los hidrocarburos. Mundo primitivo, primigenio, donde no se esconde la entronización del sexo, ni el falo es tabú, ni la orgía es realmente liberadora. Telas que muchas veces soportan mensajitos, frases, palabras que refuerzan o enrarecen aún más lo representado, pudiendo llegar a la provocación. Repaso esa pieza soberbia “Todos los caminos conducen a Roma”, con su pirámide escalonada, su reguilete triunfal, y esas palabras que a modo de ecuación se concatenan: sociedad = padre de familia = prejuicios = represión = gobierno = diablo = infierno = Cuba = Habana = ciudad = Roma. Ajuste de cuentas con el modo en que está estructurada nuestra historia, fatum que nos somete a una suerte de teocracia política y doméstica que ha dejado sus huellas en todos los basamentos. Poderes infernales que se reflejan en eventos aparentemente triviales como el que retrata Nedine en esa pieza llamada “La foto de los quince”, donde la única sonrisa es lograda a tirones.
¿Y de este otro lado del mundo? ¿Qué parodiar cuando ya se ha dejado atrás la isla, su paranoia, sus coartadas? ¿Por qué arremeter contra el barbecue, ese acto “inocente” del asado familiar en la libertad de un patio que es otro tipo de reclusorio? ¿Habrá algo en su pintura que escape al desacato? Esa zona de descanso o alteridad la he encontrado en su incursión en las abstracciones, los mandalas y en algunas piezas figurativas donde el color casi desaparece, las composiciones pierden interés narrativo para posesionarse de una fuerza totémica más arcaica, de celebración. Celebración que puede tener una impronta sicodélica u onírica en obras como “Bienvenido a Tijuana” y una muy particular que dice titularse “N” y que es como la contraposición de “Todos los caminos conducen a Roma”. En “N” los poderes terrenales se diluyen frente al poder imaginativo. La presencia de un cortinaje y un escenario pueden remitirnos al teatro mágico de la vida. Una figura medita, una cabeza que conecta con la figura que medita, escaleras, huellas, emanaciones de un reino que a diferencia de Roma, se da por elección. Referencia posible a esos espectáculos integrativos de música, proyección de diapositivas y meditación zen que Nedine del Valle estrenara un día, junto a otros colaboradores, en el teatro del Museo de Bellas Artes, en la Ciudad de La Habana, y repitiera en Miami recientemente en una puesta diferente. Las diapositivas de la artista nos trasladan a un mundo de silencio vegetal, de libélulas desmembradas, mundo anterior a la palabra, al concepto, pero no a la poesía. En estas puestas en escena la máscara o la mueca son inútiles: hay un sonido que llena todo el espacio y condiciona el cuerpo a la contemplación.
La máscara también ha desparecido de ese imponente mural –una de las últimas piezas que ha hecho Nedine en Miami– donde una figura blanca de su bestiario personal se arquea de forma asombrosa. La figura tiene pintadas esas piezas como de recortable o cuquitas, y de su vientre, como un ofrecimiento, han brotado unos arbustos, cuyas raíces lo traspasan por debajo. El monstruo y el mundo vegetal han empalmado. No sospecho que pintará Nedine del Valle en lo sucesivo, pero puedo asegurar que los augurios son tan promisorios como los antecedentes. Al menos ha sobrepasado esa edad en que Basquiat murió, en el apogeo de su karma de marginal encumbrado por el también monstruoso mercado del arte. Si la sometiéramos a la profilaxis medieval de extraerle la piedra de la locura, se repetiría aquella escena que pintara el Bosco, ese gran provocador: en lugar de guijarro dentro de su cabeza encontraríamos una rara flor. Pero no lo haremos; dejémosla crecer ahí adentro, esa flor inclasificable, agazapada, que no nos atreveremos a extirpar.
Obras de Nedine del Valle
María Cristina Fernández
(Foto de Maite Calas de Mazola)
María Cristina Fernandez. Narradora. Tiene publicados los libros de cuentos Procesión lejos de Bretaña, El maestro en el cuerpo, y No nací en Castalia (Editorial Silueta, 2016), además de otros dos volúmenes para niños. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías de Cuba, Estados Unidos, México, Italia y España. Desde el año 2006 vive en Miami.