A los viejos que vivimos solos no nos es fácil lograr que la gente nos visite. A las viejas se les hace más llevadero, porque suelen atraer con el guiño de una cena, un chisme, una natilla. Pero para los que no sabemos cocinar, ni tenemos dinero que dejarle a la familia joven, la tarea es casi imposible.
Cada día que pasa, la proporción de personas más jóvenes crece casi exponencialmente, y a las nuevas generaciones no les interesan los cuentos de “cuando los perros se amarraban con longaniza”. Los pocos que van quedando de nuestra edad ya no manejan y nos hacen la visita por teléfono, y a veces, ni eso; y cuando uno llama, no responden. ¿Quién va querer oír una vez más de los achaques o las quejas sobre el cambio de los tiempos?
Con las visitas imaginarias tampoco resulta muy fácil el asunto. Con suerte, logra uno en una tarde de otoño, con el pretexto de un té acabadito de comprar, que venga Virginia Woolf y se siente un ratico con uno a escuchar pacientemente un comentario sobre uno de sus cuentos. Sus manos casi transparentes sostienen la taza, y sonríe más con los ojos enormes que con la boca de labios tan delgados… Lógicamente, qué le podrá importar ya a ella lo que yo pienso de los alfileres de Slater…
A veces la visita puede ser más elocuente, todo depende de cuán despierta tenga uno la imaginación; como la noche de insomnio en la que Mark Twain se sentó en mi cama a quejarse él -¡Mire usted qué cosa!- del poco caso que le habían hecho a su novela El visitante maravilloso. Y en ese momento único de confesiones, me reveló que su idea de la relación entre Tom Sawyer y Huckleberry Finn era más intensa y profunda, como un romance infantil que él había tenido a la orilla del Mississippi, pero no se atrevió escribirlo. Con el tiempo, aceptó que era mejor así. Que ya entenderían los que entenderían, de lo contrario quizá nunca se la habrían publicado.
Lo dejé hablar toda la noche, me quedé dormido escuchándolo y soñé con otro Mark Twain que había escrito otras novelas, famoso por ese romance gay de dos chicos del Mississippi.
Sin embargo, hay visitantes que se niegan a venir. ¡Qué paradoja! Por más que me siento en la silla plástica del jardín (los bancos se pudrieron hace tiempo), a esperar que el olor de la picuala atraiga a Dulce María, no viene. ¿Por dónde andará? Quisiera preguntarle si se acuerda de aquel muchachito con el que un día habló a través de los barrotes que permitían vislumbrar su descuidado jardín. Ella recogía romerillos que invadían los canteros. Yo no me atreví a decirle que sabía quién era, y simplemente le dije: “Señora, por qué recoge usted esas florecitas tan chiquiticas”. Y ella me respondió: “Es que se hace un cocimiento muy bueno para la tos (o para el estómago, ya no recuerdo bien)”, y se alejó sin más. Dejándome con la palabra en la boca. Si viniera, posiblemente no se acordaría de aquel encuentro, aunque yo sí me acuerdo de su sonrisa ausente, posiblemente ni me había visto bien a través de sus gruesos espejuelos. Y si me hubiera visto, cómo me iba a reconocer ahora que yo estoy más viejo que lo que era ella en aquella tarde de los romerillos.
Quien sí vino una vez, mientras cabeceaba sentado en la silla del jardín, fue un ser extraño, vestido con una túnica blanca. Se paseaba por el jardín como quien juzga y condena. Es que se ha vuelto más manigua que otra cosa… Entre las hojas verdísimas de la guanábana medio caída, me miró fijamente a los ojos, con un reproche y un disgusto que hicieron que me despertara con falta de aire. ¿Habré tenido otro derrame? Me dije. Es un peligro esto de dormir una siestecita acabado de almorzar.
Las mejores visitas en el jardín son los gatos; los muertos, claro, porque los gatos vivos andan por ahí viviendo su vida y soñando sus sueños. Pero qué alegría el ver cómo se acuerdan de uno y vienen, y maúllan bajito, diciendo cositas de su idioma milenario, y le pasan a uno el rabo por las piernas. Algo es algo.
En esas visitas imaginarias también vienen los vivos. Una vez vino un escritor indignado, mientras yo preparaba una donación de libros para la Cancer Society, y me increpó: “Me has plagiado”. Casi me caigo de la escalerita; aparecerse así, a plena luz del día, y para insultarlo a uno. “Nada de plagio, esa idea la tenía yo hace tiempo”, le dije. “Es más, yo estaba escribiendo una novela con el tema y tú te me adelantaste, y como tienes fama y dinero a ti te lo publicaron y te lo pagaron. Para publicar mi novela hubiera tenido que pagar yo y por eso no lo hice. Sabes bien que las coincidencias son muy frecuentes. De alguna parte vienen esas ideas, esas voces, que cada quien escucha a su manera”.
Bajó la cabeza; porque sabía que yo tenía razón, pero así y todo se fue disgustado. Y yo me quedé preguntándome, cómo se había enterado de mi novela, si yo nunca la publiqué… Preferí dejar los libros tranquilos, pueden ser peligrosos cuando la imaginación se muestra inquieta.
Me puse a fregar, algo que siempre me relaja, porque sobre el fregadero está la ventana que da al jardín y me encanta ver los juegos de luz y sombra sobre la bromelia de la Sierra Maestra que se despeña desde el mango, y cómo va cambiando con las horas la expresión del putto que con su canastica de frutas parece que va a entonar un pregón santiaguero.
Fregando estaba, cuando sentí unos ojos clavados en mi espalda y me volví sobresaltado. Ahí estaba: espléndida, bellísima, luminosa. Nada de manto negro, ni guadaña, ni calavera… Era el ser más bello que había visto en mi vida. Sus ojos me miraban con una ternura, que ni mi madre me había dado, y su sonrisa invitaba al beso, a la fusión, a algo maravilloso. Me tendió los brazos con una gracia… divina; y yo, nervioso, apenas pude secarme las manos enjabonadas. “¡Al fin!”, le dije, y me caí muerto.
Daniel Fernández
(Foto cortesía del autor)
Daniel Fernández estudió Licenciatura en Literatura Hispanoamericana y Cubana en la Universidad de La Habana, y trabaja actualmente como crítico de música clásica y columnista de el Nuevo Herald, en Miami. Perteneciente a la llamada Generación de El Mariel, el autor escribió una novela en Cuba La vida secreta de Truca Pérez, por la que fue sancionado a cuatro años de privación de libertad. Fue indultado en 1979, año en que llegó a Estados Unidos. Autor de la trilogía ‘La edad de la idiotez’, de próxima aparición y de obras dramáticas, además de poemas y cuentos dados a conocer en distintas publicaciones y escenarios.
Delicioso!