Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Tras los pasos de Ícaro y Tiempo de higos

OMAR SANZ CÁRDENAS

 

Tras los pasos de Ícaro
 

Eran las seis de la tarde, cansados de haber querido establecer la línea con Antonia. Los dos pintores de enfrente, esos que pintan almendrones, amaban a la Eiriz, los dos pintores de almendrones tienen que pagar el alquiler del espacio, el alquiler en La Habana, los dos pintores de almendrones tienen que comer. En medio de la búsqueda de Antonia y ya sin fuerzas para más, suena el teléfono. Aguafiestas, es Ícaro, estoy en La Habana, no se lo digas a nadie, nos vemos a las diez en la Plaza, debajo del mural de Sosabravo. Necesité tiempo para entender, las margaritas amarillas hoy me saludaban, los almendrones eran cada vez más bellos, el sueño de Alicia conjugaba una mala pasada, comenzar a ver lo maravilloso. Ícaro en La Habana, ese que nos enseñó y convenció a los escépticos que sí se podía llegar a la Ítaca celeste.
  Faltaba una hora para la cita y decido visitar a la Amapola, esa que ahora vive sola. Empezada la conversación, le miento de un romance que tendré en minutos con una bella mulata percusionista, fanfarronear se me da muy bien y sigo contándole de las maravillas sexuales que lograba ese demonio rumbero. Entusiasmados ya por el chisme, decidimos salir a comprar algo de comida, unas maravillosas croquetas de a peso y un intrigante arroz salteado que se había convertido desde las seis en un sorprendente arroz salteado. Ver a la Amapola feliz me hacía feliz, la estupenda Amapola y su don por decir la verdad. Me despido y me apresuro para subir a un almendrón, faltaban catorce minutos para las diez en punto. Soy el segundo en sentarse en la parte trasera; contando a los dos que están delante, más los tres de atrás y el chofer, teníamos el seis maravilloso, ese de la buena suerte, ese de llegar a tiempo. El señor de la izquierda saca un transmisor de policía, esos con antenitas a los que contantemente hay que decir cambio y fuera, cambio y fuera. Por el aparato negro le comunicaban que se acercaba al objetivo y que iba para la Plaza. Asustado, trato de no mirarlo y ya llegando, le pido al chofer que me deje a mediación de cuadra, me bajo y, para mi sorpresa, no se quedó. Miro hacia el mural, y como en efecto, Ícaro estaba. Cruzo rápido y el abrazo no se hizo esperar. Tenía la dicha, el sueño, las ganas de reencontrarlo, podía borrar la idea de no verlo más. De ahí la imagen, Ícaro no cayó al mar, estaba frente a mí con el mejor regalo que se le pueda traer a un Aguafiestas, un buen libro.
  Como todo auténtico Aguafiestas, lo imaginaba, pensaba que el título trataría sobre un desnudo, pero no. Se encontraba la mujer con dos toallas, una en el cuerpo y otra a la cabeza. La palabra “desnudo” por ninguna parte. Solo el gran nombre de Bonnie, el amor de Ícaro, la mujer que había logrado hipnotizarlo. Bonnie, ese ser que tanto quiero y admiro, que al igual que Ícaro, escribe. Lo real maravilloso aumentaba y aumentaba. Bonnie se había acordado de mí y no de la Amapola. Bonnie quiere mucho a la Amapola y siempre se estaban riendo. Pero me prefiere a mí y eso es inevitable. Ícaro no había podido venir con Bonnie y aunque me entristecía, lo tenía que comprender. El costo del pasaje, los compromisos en el trabajo y la urgencia familiar hacían que la noche no fuera perfecta. La indecisión, el no saber escoger o escogerlo todo. La primera y rápida pregunta fue sobre el camino a seguir, Vedado o Habana Vieja, y la palabra más corta fue la optada. Caminábamos felices, no parábamos de hablar, de caminar, de hablar, de caminar, de reír, de hablar, de hablar, de caminar. Reina, G, Veintitrés, Malecón, San Ignacio, Obispo, Monserrate, Dragones, Monte, Águila, hasta llegar a Corrales, hasta llegar a la casa de la Amapola. Por el camino buscábamos un maldito lugar agradable y no tan caro donde pudiéramos conversar y beber. Por el camino veíamos y sentíamos La Habana con todos sus personajes medio locos, estado normal en una isla roja. Por el camino recordábamos los lugares que fueron y en los que vivimos experiencias.
  La llegada a la casa de la Amapola fue de sorpresa. Le grito por el balcón y sale, me pregunta qué pasa y le digo que abra. Ícaro permanecía escondido bajo el balcón. La Amapola se encontraba fumando en el sofá, entro y me pide que cierre la puerta, espero un momento y rápido entra Ícaro. La Amapola puso cara de amapola, abrió la boca y se le aguaron los ojos. Se abrazaron y ella solo decía que no lo creía, que no podía creerlo. Conversamos por un momento y nos marchamos. Esta vez fue Corrales, Águila, Monte, Monserrate, Bernaza, Teniente Rey, Mercaderes, Obispo, Monserrate, Monte, Águila y Corrales. Logramos encontrar el lugar, perfecto después, mas no tan perfecto porque faltaban treinta minutos para cerrar, y es que en esta triste Isla no hay donde estar después de la una, después de las dos, después que todo es tan caro y tan malo. Pero todo era maravilloso, la mismísima ciudad maravilla. El bar-restaurante Dandy fue el elegido, decoración acogedora, las luces amarillas en perfecto contraste con la vieja Habana. El puntal alto de enormes puertas dejaba el clima maravilloso con dos Cristales y un refresco negro. Ícaro no tomó una gota de alcohol, bien sabía el valor del pecado. Ya habíamos hablado de literatura, de Bonnie, de la vida de ambos, del trabajo explotador, de literatura, de cine, de literatura y los cuentos eran cada vez más interesantes. Los momentos más claros eran los de las recomendaciones y el de los adorables chismes literarios, tan disfrutables en la ciudad maravilla. La Amapola anunció que creía haber visto una obra de Ícaro en el pequeño librero azul, justo detrás del autor. Ícaro se volteó y encontró dos, pero el pasmo fue mayor para mí, cuando vi el primer libro de Bonnie e Ícaro. Todo un quehacer intelectual enorme. No dudé en robarlo, ya el otro lo tenía. Ícaro disimuló mi acción hojeando el otro. Yo estaba emocionado. El libro no tenía cubierta pero por lo demás estaba muy bien conservado y ostentaba una vieja dedicatoria de ambos: Al lector potencial e ignorado de este libro. No lo podía creer. Tenía casi todos sus libros, solo me faltaban el de Rosales y este, que ya estaba dedicado a mí. La magia lo inundó todo y, no obstante, seguimos y entramos en mi estudio. Ícaro vio, dejando bendecido cada cuadro, dejando el recuerdo de poderlo imaginar siempre junto a ellos. Una cámara fue testigo, en las fotografías se veía un campo de margaritas amarillas con dos relucientes lirios y una bufandera Amapola. En un banco de madera pintado de verde seguíamos haciéndonos fotos, eran las pruebas de haberlo visto, de que no fuese un sueño cuando al despertar, no estuviera. En el mismo parque continuó la dedicatoria haciendo un círculo para que lo firmara Bonnie. Por el camino Ícaro compró ocho latas de refresco negro y yo un paquete de galletas de soda. En la casa de Amapola puse agua a calentar para el té. Tomamos en un inicio refresco, y ya con mayor clase, té negro a las cuatro de la mañana, en lujosas tazas de porcelana de Sèvres. Antes de llegar al apartamento, las conversaciones tenían el mismo adorable asunto, el tema literatura fue el fuerte, el tema literatura siempre era el más deseado.
  Llegado el momento de la despedida, el sentimiento de pérdida era mayor, La Habana iba dejando de ser la maravilla, las luces se tornaban por partes blancas, los borrachos en las esquinas y el insoportable olor a orine viejo, orine de perro, orine de caballo, orine de gato, la ciudad orine, siempre. Los derrumbes se ya se veían. Lo acompañamos hasta Reina, seguíamos hablando, hasta que una calabaza gigante, blanca y azul a manera de un lujoso carruaje con seis bellísimos corceles, llegó. Le dicen el A-43. Subió, nos dijo adiós y de pronto las luces amarillas se perdieron por completo, desapareció el campo de margaritas amarillas. Me tocó dormir en casa de la Amapola, ya que la próxima calabaza no pasaba hasta las siete, ya llegaba el siete a mi vida y la oscuridad gobernaba.
  Amapola estaba muy emocionada, tanto fue así que en cuanto cerró la puerta, me besó, apretándome mi órgano copulador. Abrió la portañuela, mordió mi labio inferior, se agachó para besarlo, para apretarlo, para besarlo, cogiéndolo como manguera para darse en la cara, para hacer que se prendieran las luces amarillas, el campo de margaritas amarillas pronto lo podía ver de nuevo, olerlas y hasta comérmelas. Logrando seis orgasmos a las nueve de la mañana. Logrando sentir la alegría, la verdadera línea con Antonia. No se pinta lo que se ve, se pinta porque se pinta. Se pinta solo cuando vemos la Ítaca celeste.

 

 

Tiempo de higos

Para E y C


 

A menudo recuerdo los días de mi infancia. Me cuesta trabajo levantarme de la comadrita, pero necesito buscar la caja de madera tallada. En lo último del armario, junto a la muñeca de la abuela ꟷmi compañera de cuarto por aquellos añosꟷ, era donde creía haberla visto por última vez, pero ahora no está. Abro la ventana, toco la tierra de la maseta y me percato de que hace días que no riego el cactus, a veces lo olvido. Pongo a un lado los vestidos y el poncho del abuelo se cae. Qué bien lucía cuando se lo ponía por las tardes, con su pipa negra, jugando con la barba, riéndose de mis travesuras, sentado en el sillón de los elefantes. Ahora el poncho tiene ese olor a ropa guardada. No logro distinguir bien, pero sé que no está la caja, he tocado con mucho cuidado cada una de las cosas. Voy para la cocina, del aparador cojo el vaso y por un momento imagino que puede estar en el arcón. Tomo agua y me apuro. Trato de abrirlo, pero está cerrado con llave. No recuerdo dónde puede estar. La última vez que lo abrí fue para buscar las fotos de la casa. La tía llevaba tiempo insistiéndome para verlas. La casa era muy bonita. Antes todo era distinto. Estos cambios no han sido para bien. Conservo todo como en la infancia, creo que el patio se debe de ver mejor, al menos huele excelente. Las fiestas acababan con las plantas, pero a papá le gustaban. Los imagino en uno de sus festejos, el patio siempre era el lugar preferido, uno de los más fabulosos patios interiores, nada que envidiar a los de Sevilla, se lo escuchaba decir. Mamá se esmeraba para que así fuera, hasta un pavo real tuvimos una vez, el lujo de la vida. Verlo era olvidarse de todo. Los chillidos estremecían y, al mismo tiempo, daba la sensación del disfrute de la naturaleza. Podía estar leyendo todo el día. Al abuelo le fascinaba que le leyera, entonces mamá hacía a las tres de la tarde el mejor té de La Habana. Posiblemente dentro del reloj de péndulo haya guardado la llave. A veces ahí guardo las cosas importantes. El arcón es difícil de abrir, mas insisto, lo logro y estoy muy contenta. La manta negra de la familia, las fotos, los sombreros y, al fin, la caja tallada, no recuerdo lo que tenía esculpido, pero, por lo que toco, se trata de algo circular. Le quito el pasador y no fallo, los higos secos estaban, solo cinco. La abuela Canuta los guardaba como su mayor tesoro, se le había olvidado a la tía contarme de su existencia. No eran de la abuela, fue después de la muerte del abuelo que se obsesionó con la caja. Resulta que es un fruto obtenido de la higuera. Ayer Carlos, mi amigo de la infancia, me leyó que desde el punto de vista botánico no es un fruto, sino una infrutescencia, un conjunto de frutos. Con una gran variedad de especies y algunas que se comen y otras, no. Los higos son semejantes a los humanos y tienen la mismísima variedad y complejidad, nos reímos con mi loca apreciación. Tener estos higos verdes en mi mano me hace imaginar tantas cosas que no dudaría en creer que son mágicos. Deben de medir unos seis centímetros. El olor es extraño, extraña también la textura. La primera semilla es para sembrar. La segunda es para sembrar. La tercera es para hacer pan, la cuarta es para hacer helado, el tan nombrado pan de higo, y la quinta, la quinta se quedará en la caja, de recuerdo. El problema está en saber cuál es comestible y cuál no. Carlos traerá a un amigo biólogo mañana. Aunque pensándolo bien, no haré pan ni helado, más importante que el pan y el helado es tener una higuera. Imagino cubrir mi cuerpo con sus hojas, la higuera será el broche de oro para el patio. Lo puedo imaginar. Aprovecho y le digo a Carlos que ponga la casita de maya debajo de la higuera, ahí podrá dar a luz mi perrita pequeña, mi perrita blanca y negra. Dice el veterinario que va a tener dos cachorritos. Tener una higuera es la prosperidad, es sentirse vivo. Buscar su sombra para la calma. Despedir el día y comprender. Podré escuchar el sonido de sus hojas. Tocarlo debe de ser sentir la misma suavidad de la piel más joven. Ese era el regalo del abuelo, esperó hasta el final para dármelo, llegó a decírselo a la tía, pero lo olvidó, desmemoria diagnosticada. Fue mi culpa haberme marchado ese verano para Santa María del Rosario. Aunque no niego que jamás olvidaré ese parque, por supuesto que la Iglesia, la humedad del lugar, el silencio y la calma. Una calma que reinaba y se hacía envidiar. Papá me tiró varias fotos en el jardín de la iglesia. Hay una en que salgo sentada en la fuente que está detrás y vi un pájaro muy bello, un cabrero. Lo malo fue cuando llegamos a casa. No podía creer que abuelo Constancio estuviese muerto. Sus besos con pelo, la barba peinada y manoseada. Pensar que de Castilla la Vieja vinieron, ahí se casaron abuela Canuta y Constancio, en el mil novecientos diecisiete, vivieron muy cerca del castillo de Peñafiel. La abuela me contaba que en las noches hacía tanto frío que no paraba de temblar, ella sí nació en Valladolid, ella nunca entendió la partida. Algunos dicen que era por problemas con un tal Ballester, otros que por deudas, nunca me lo explicaron, de ese tema no se hablaba. Sí sé que vivían en unas de las primeras casitas después de cruzar el puente. Canuta vendía flores y Constancio era empleado en una finca ganadera a unos cuantos metros del Convento de San Pablo. En la sala está el cuadro gigante de la Plaza del Coso, abuela lo trajo, junto con los muebles y muchas cosas, hasta el juego de té que le regalara su madre el día de la boda. En el cuadro podía ver desprenderse las partículas de arena con el aire, el juego reiterado de la arena, el sol explotándola y demoliendo la silueta. Habitaba en la plaza la espera, si me fijaba mejor, podía distinguir a los toros con furia levantado la arena, en señal de muerte. En su cuarto estaba uno pequeño en el que aparecía el Castillo, en un primer plano salía el puente y, en un pedacito, la casa de ellos. Canuta siempre extrañó las margaritas amarillas, sus salidas con el abuelo al Campo de Peñafiel, el Valle del Cuco era uno de los lugares preferidos, los pinos, las campiñas, los arroyos, el aire seco, las bodegas de tejas rojas. La tía Emilia fue la única que nació allá, papá nació aquí. A Emilia le decimos Cucusa, me reía mucho cuando todos los domingos se reunía la familia y se llamaban: “Canuta, coge la ensalada”, “Cucusa, tráeme el anís”. Abuelo preparaba el mejor asado castellano, todo un chef. Recuerdo el lechazo asado, creía que llevaba leche, o el cochinillo asado, con el que papá se volvía loco. Ambos eran servidos en unas enormes cazuelas de barro. Abuelo les daba vuelta y los iba pinchando para saber si estaban tiernos, abuela se molestaba por el maldito hollín que ensuciaba toda la casa. Abuelo siempre rectificaba la sal, era bien estricto con ese tema. Cuando terminaba, ocupaba su comadrita negra y no volvía a entrar a la cocina. De lo demás nos encargábamos nosotras. Papá practicaba en el piano y el tío Celestino, esposo de Emilia, le leía el periódico al abuelo. Pero abuela no se quedaba atrás, la repostería era su gracia, mi dicha, lo amaba. Podía estar horas escuchándola hablar sobre las rosquitas panaderas, y probar los gloriosos mantecados de Portillo. Abuelo Constancio se le quedaba mirando de una manera muy tierna, el primero en probarlo tenía que ser él. Cuando lo hacía le besaba la mano y alguna que otra vez le acariciaba el pelo. Cuando cumplí los quince, el regalo de la abuela fue hacerme para mi solita un auténtico Hojaldre de San Lorenzo, tradición de la familia. A las diez de la noche me regaló una pequeña talla de San Roque del Valdobar. Me contó el accidente que sufrió cuando pequeña, en el paraje de Valdobar, cayó en el río Duratón. No se acuerda cómo, pero al amanecer se la encontraron muy cerca de la Ermita de San Roque de Valdobar. Su familia se pasó toda la noche buscándola, desde entonces siempre le rezaba a San Roque y yo le sigo pidiendo en nombre de ella. Cuánto quisiera que se diera la higuera que sembré. La tía Emilia me dijo que Constancio cogió esos higos de una mata que estaba al lado de la torre del Reloj de Peñafiel. Fue el único recuerdo que se llevó de su padre. Imagino que mi bisabuelo vendrá de noche y con el susurro más próximo hará crecer el recuerdo de su infancia, dejándome ver los higos más verdes desde mi remota Peñafiel. Imagino los higos cayendo, dejando el cumplido familiar. Entonces podré hacer pan, helados, cócteles, y el abuelo estará orgulloso de mí. No dudo que estos sean tiempos de higos, son los tiempos de poder salir con una libre aprobación. Los higos tienen muchos poderes, por desgracia no podré verlos.

 

Omar Sanz Cárdenas
(Foto: cortesía del autor)


 

Omar Sanz Cárdenas (La Habana, 1991) Escritor y fotógrafo. Su quehacer plástico ha sido recogido en diversos libros y revistas culturales. La Galería Municipal de Centro Habana La Moderna exhibió su muestra de retratos Fijar el eterno instante en 2014.

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Esta entrada fue publicada el 18/03/2017 por en Narrativa.
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