3
Al final de múltiples intentos, el marido de Mercedes Robles, derrotado, lloraba inconteniblemente en la madrugada. De nuevo, no había alcanzado la erección. O en alguno de los lances, acaso, una mortecina que no resultaba suficiente para abrir camino, irse hasta adentro.
¿Por qué ocurría?
¿Cuál el motivo?
El viacrucis había comenzado una noche, inesperadamente, como acostumbran a llegar las desgracias, cuando a él, sin más ni más, no se le paró.
El trabajo, el cansancio, el desasosiego en fin de habitar en un país donde la competencia ruda y múltiple, y la sucia según el medio y el momento, prevalecían con constancia, podían lograr que no pocas personas anduviesen con el alma y la mente en máxima tensión, pendientes del golpe (probablemente a traición) que podría venirles encima en cualquier instante. Incluidos quienes, como en el caso de Mercedes Robles y su marido, corrieran sobre rieles de maravilla: trabajo fijo, un buen rango de vida si se comparaba con el de la masa sin currar estable o más aún con la muchedumbre de tragafuegos que si han resuelto la comida de hoy, lo han hecho pensando desde ya en cómo conseguirán la de mañana…
Existir bajo tanta compresión, dicho así en sentido general, aun sin contar con un informe de los efectos precisos que esta causaba por esas fechas en el marido de Mercedes Robles, puede originar, sin dudas, entre otros desajustes de mente o de cuerpo, que el hierro de un varón, a la hora de la contienda, falle.
Esa primera noche él trató de calmarla destinándole una masturbación que Mercedes —según las alusiones que me comentó— recibió como eso, como el paliativo que era; y que en poco la apaciguó. Ya antes, en el bregar precoito, el besuqueo ígneo, de bazuca, el lamido de senos, el chupetear en los sitios clave, Mercedes Robles había alcanzado un estado de torridez que solo la macana partiéndole el eje de gravedad podría sofocar.
Así, por primera vez en su vida padeció ella esa sensación desconcertante: no poco de rabia, no poco de pesadumbre por la cópula que no llegó a ser.
Pero la noche siguiente y la otra y la otra ocurrió lo mismo.
Y ella se preguntó y le preguntó al marido: ¿es que acaso ya no te gusto, te aburriste de mí?
Y llevó a cabo un ataque que, comprendió luego, resultó injusto: a él no se le paraba porque no se le paraba. Solo eso. Algo raro sucedía en el cerebro o en el organismo de su hombre.
Con el pretexto de que necesitaban mitigar la mente, se valieron de suegras y suegros, amigas, amigos para que les cuidaran al par de hijos, varones, de ocho y diez años (aunque superfluo, este dato existe), para pernoctar ellos, alguna que otra noche, en hoteles no solo de esta ciudad, sino también de otras. A ver si el cambio lograba que de nuevo la pinga del marido, como no hacía tanto y tres o cuatro veces a la semana, se mostrara enhiesta solo de rozarse con los muslos de ella, solo de ser acariciada con las suavecitas manos de Mercedes Robles. Pero resultó lo mismo; es decir, no resultó.
Ella, como si fuera una idea propia, le aconsejó al marido lo que yo le recomendé:
—Ve con una puta, te autorizo.
Lo había asimilado: no habrá traición, Mercedes, en semejante lance.., toma en cuenta que una vastedad de hombres casados y leales, cuando la mujer está en cuarentena, luego de un parto, por ejemplo, visitan prostitutas para calmarse, para solazarse; los hombres, Mercedes, son mucho más animales sexuales que las mujeres; eso hasta los perros lo saben.
Él lo llevó a cabo.
Fue con una puta, con otra, con otra, con otra, hasta sumar siete, y le ocurrió lo mismo que con su mujer (y ya sabemos que una puta, hasta con una hoja de servicios promedio, se la puede parar a un santo).
7
La mirada tórrida de Mercedes Robles me está dando en los ojos. No la miro, no miro su mirada. Pero la siento. Intento seguir concentrado en mis números, mis registros, mis sumas y restas, rayas y dobles raya, Debe y Haber. Pero lo consigo solamente por unos pocos minutos. Ahí está su mirada. En mi cara. En espera de que yo levante la vista y mis ojos se encuentren con los suyos, que ya estarán como idos hacia otros mundos, aunque los mantenga fijos en mí (o más claro: milésimas de segundos fijos en mí, milésimas perdidos en el espacio astral). Cuando levanto la cabeza, su mirada, como siemre en los inicios de estos trances que padecemos, tiene ese fulgor que me convoca a la pelea. Pero también, lo distingo, lo distingo perfectamente…, sé separarlo bien del resto de su mirar… hay tristeza, hay tristeza… Ella se levanta, pasa el pestillo. Deja sus ojos en mí y sus brazos se pierden detrás del escritorio. Mis brazos igual. Desenfundo. Mi falo ya se halla en actitud. Tensísimo. La boca de Mercedes se entreabre, aspira como si el aire de la oficina y del globo terráqueo todo no le alcanzara. Hinca su contemplación entonces en el movimiento acompasado de mi brazo derecho. “Ah…ah… ah…”, va diciendo, “así, así, así…,”, va diciendo, va repitiendo, avisa, “ya, ya ya ya”, aceza, pero sus ojos, vidriosos ahora, y que me observan como si ella fuera cayendo de frente a mí por un barranco, o algo así, siguen el movimiento acompasadamente lento de mi brazo, mi hombro derecho. “Viene otra vez…” “viene otra vez…” repite, repite, “viene otra vez”, “viene otra vez”. Yo ralentizo más mi movimiento. En espera. Ella al fin apoya su mejilla izquierda en la superficie del escritorio y gime, gime y su brazo toma mayor velocidad “ay…ay… ay qué rico” diciendo “ayayayay, qué rico…”. Yo lentifico aún más el accionar de mi mano. La blancura recia de su rostro —de la porción que puedo ver— va tomando cada vez más ese tono rojizo. Su boca continúa entreabierta. Hala aire. Mucho. Y lo exhala en cada tiro con más fuerza. Sus ojos pasan de hallarse entreabiertos a expandirse a todo dar. Y la boca se abre a lo sumo. Los ojos se expanden todavía más y más se abre su boca. Mirándome. De Chanfle. Mirando mi brazo derecho. El compás que lleva este. Acezando. “Ahora, ahora, ahora… ayayay, ahora…”. “Ayayyay ahora… ahora” y ya sus ojos están cerrados, apretados como si intentase romperlos con los párpados “es la última… tómala, te la doy… es la última”. Entonces de nuevo mirándome o medio mirándome. “Tú, tú conmigo… es la última, te la entrego, ay te la doy, tómala, te la estoy dando toda”. Su vista zigzagueando en mi brazo, mi hombro derecho, que se han embalado, “avísame, por favor, toma la última mía, pero ay, la tuya, no seas malo, suelta la tuya”, repite, repite, clama incrustando ayes, lloriqueos, sin dejar de observar con la vista extraviada, de parpadear en parpadear, mi cara, mi hombro, mi brazo derecho. Aumento la velocidad. Me voy hacia delante. “Ay… ah… ah… qué rico, así, así, conmigo… qué rico”, exclama casi en alta voz, “así, qué rico… qué rico, así así así…” cuando mi torso rebota, me espasmo repetidamente, mi boca se entreabre, halo aire, halo aire, la vista se me desploma contra la superficie del escritorio y mi mano izquierda se apoya con toda fuerza en el borde de este y continúo cimbrando unos instantes con los ojos cerrados mientras la escucho, masticando las frases, “así así conmigo conmigo… ayy… ayyy… aaaahhhh… gracias, gracias…”.
Se arregla la falda. Se enjuga las lágrimas. Espera ocho o diez minutos. Respira con naturalidad. Ha desaparecido el matiz rojizo de su rostro. Se pone en pie. Descorre el pestillo. Se nota que pone toda su fuerza en reprimir los sollozos. Yo también.
11
Me vino a la mente aquel predicador comunista y repensé mi semidecisión de antes. Pero no: ni por la patria ni por nadie me juego la vida. Ni siquiera por el amor todo o solo por la tarta de una mujer —¿no será lo mismo?—, lo cual, como he dicho antes, resultan mi primera razón de ser en este valle de lágrimas, no obstante haber cargado con los tarros no pocas veces —mi autoalegato: pero solo de amante— luego que me iniciara como cornudo aquella niña de los bucles…
Cuando llegué a la oficina de Panchito iba yo más y más iracundo.
Bueno, desde que amanecí esta mañana andaba colérico en suma. Y ya, no tengo dudas, me dije al amanecer, se debía al dique que —con voluntad de piedra, se le notaba fácilmente, es justo decirlo— me aplicaba Mercedes, afincada en que mientras no resultase penetrada se sentía segura de que no había engañado al marido. Por supuesto, esta filosofía que tomara para sí, sería el último clavo al que se agarraba para no sentirse emputecida, traicionera.
Una de las veces que hacíamos el “mutuo” a distancia —ella en su escritorio, yo en el mío—, me pidió con voz llorosa, convulsionada, “déjame vértela”. Nunca escuché una mala palabra proveniente de la boca de Mercedes Robles, pero si dijo “vértela”, naturalmente, elipsis mediante, estaba diciendo “pinga”. Era de humanos que luego de tanta carencia de ello, contemplara un miembro viril bien alzado, no que solamente lo adivinara según mis movimientos tras el escritorio. Accedí. Me puse en pie y Mercedes, llorosa igual, boquiabierta, me hizo una señal de cabeza que significaba “acércalo”. Se lo acerqué lo suficiente, al alcance de su mano, pero ni entonces ni luego lo tocó. Solo lo observaba desde tan breve distancia y continuaba su masturbación hasta rematar. Yo dije: “déjame verte los senos”. Eran pétreos; de blancor esplendente, caían en ladera pero eran pétres, me la rifaría un millón contra uno a que lo eran, si bien cumplí su pedido “pero no me los toques”; los pezones tenían cierto matiz castaño claro. Desde ese día me di a finalizar mi ciclo onanista contra sus senos.
Eso es, digo…, que semejante plante de Mercedes me tenía furibundo en extremo. Cada día más. Y triste por rachas. Aun llegué a dictaminar que tanto sufría ella debido a la impotencia del marido como yo por los límites que ella, con voluntad sin par, se imponía, me imponía. En esos instantes en que se hallaba a punto de darse la venida final y me solicitaba la mía, su olor a hembra, más que antes o después, explosionaba la oficina.
¿Sabría Mercedes que la mujer, como el pez, muere por la boca? No me permitía besarla. La miraba apretarse los labios, tragar en seco, pero sacudía la cabeza murmurando “no, no, no” cuando yo se lo pedía o intentaba acercar mi cara a la suya.
Traicioneras
(CreateSpace, 2017)
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Félix Luis Viera
(Foto cortesía del autor)
Félix Luis Viera nació en Santa Clara, Cuba, en 1945. Ha publicado los libros de poemas: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac 1976, Ediciones Unión, Cuba); Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba); Cada día muero 24 horas (Editorial Letras Cubanas, 1990); Y me han dolido los cuchillos (Editorial Capiro, Cuba, 1991); Poemas de amor y de olvido (Editorial Capiro, Cuba, 1994), La que fue (Red de los Poetas Salvajes, México, 2008), y La patria es una naranja (Ediciones Iduna, Miami, 2010; Edizioni Il Foglio, Italia, 2011 —Premio Latina in Versi—; Alexandria Library, Miami, 2013). Los libros de cuento: Las llamas en el cielo (Ediciones Unión, Cuba, 1983); En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983, Editorial Letras Cubanas, reedición 1988) y Precio del amor (Editorial Letras Cubanas, 1990; Alexandria Library, Miami, 2015). Las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la Uneac, 1987, Premio de la Crítica 1988, Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (Ediciones Unión, Cuba, 1995); Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003; Edizoni Cargo, Italia, 2005; Editorial Eriginal Books, Miami, 2012; y Editorial Verbum, España, 2015); El corazón del rey (México, 2010), y la novela corta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997).
Su libro de cuentos Las llamas en el Cielo es considerado un clásico en su país. Sus creaciones han sido traducidas a varios idiomas y se han publicado en antologías en Cuba y otros países. En su país natal recibió varios reconocimientos por su trabajo en favor de la cultura. En Italia se le conoce por su novela Un ciervo Herido, editada con el título El trabajo os hará hombres (Edizoni Cargo, 2005), que aborda el tema de las Umap (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), en realidad campos de trabajo forzado que existieron en Cuba, de 1965 a 1968, adonde fueron enviados supuestos desafectos a la revolución castrista, como religiosos de diversas filiaciones, lumpen, homosexuales y otros.
Su novela El corazón del rey incursiona en el decenio de 1960, cuando en Cuba se establecía la llamada revolución socialista, y expone el mundo marginal de esa época. Ese mismo año dio a la luz el poemario La patria es una naranja, Ediciones Iduna, Miami, 2010; publicado en 2013 por Alexandria Library, Miami; y que en 2011 fuera traducido al italiano por ediciones Il Flogio y resultara merecedor de uno de los Premios “Latina in Versi”, otorgados en Italia.
En 1995 fijó residencia en México, país del cual es ciudadano por naturalización.