Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Mi amigo Juan

GEORGES FERDINANDY

 

Sin embargo, estoy aquí. Yo, que detesto la muchedumbre, ¡en un congreso! ¡Y para colmo, un congreso de literatura! Sumergido en el gentío, busco una cara: la de Juan, mi amigo.
  Encuentro un espacio libre en la barra. Si es verdad que ha venido, también mi amigo Juan recalará aquí.
  Como en aquella época, tomo Coca-Cola con ron. Quizás un poco más fuerte: hay menos coca y más ron. Con él, bebía con más cuidado aún. Tenía toda la vida por delante, me preservaba. Él ya había pasado de estas pequeñeces. Me miraba burlón al vaciar su copa llena de una mezcla mortal como veneno.
  –Es fácil para ti –le dije alguna vez. ¡Tú ya escribiste tu obra!
  Juan se levantaba al mediodía, y, tal como estaba, dormido, estropeado, bajaba a la orilla del mar, a la barra, donde los pescadores tomaban su primer vaso de vino blanco del país.
  ¡Qué buenos viejos tiempos! Los callejones estrechos de Los Boliches no estaban todavía acordonados por los condominios del Paseo Marítimo. Desde la cantina, la vista no daba sobre paredes desnudas, sino sobre el agua infinita. Desde el mostrador, veía a los pescadores salir a la caída de la noche y regresar con la aurora.
  Los primeros extranjeros se aparecían solamente por la costa. Dos pintores, un viejo inglés que ya había venido en la época de la guerra civil, soñadores solitarios. Juan pertenecía a estos últimos.
  Los de aquí los acogimos. Eran misteriosos, interesantes. No sospechábamos que, después de ellos, pronto desembarcarían los promotores, y, en pocos años, la costa sería invadida por otros extranjeros muy diferentes.
  Para mí, la llegada de Juan fue un regalo inesperado. Yo tenía veinte años, acababa de abandonar el seminario. Escribía versos, el periódico local los publicó por primera vez. Recuerdo que el suplemento del domingo se paseó de mano en mano por el café.
  –¿Lo escribiste tú? –me preguntó.
  A partir de ese día, tomábamos juntos el ron que hacía oficio de desayuno para él, y de digestivo para mí. Era un muchacho menudo; digo bien un muchacho, ya que su sonrisa era torpe como la de un adolescente, y su mirada tímida y atónita. Su pelo estaba siempre erizado y se lo peinaba con los dedos en el cafetín.
  Hasta el mediodía, solamente gruñía, con la colilla calcinada de la víspera en los labios. Sólo después del tercer vaso sus ojos se ponían a brillar. Aun entonces hablaba poco: prefería escuchar.
  ¿Quién era? Eso lo aprendí más tarde. Por aquellos días estaba yo leyendo Pedro Páramo. El pintor que me lo prestó me dijo que era un libro único. Tenía razón: las lágrimas se me saltaron desde las primeras páginas. ¡Cuántas veces me imaginaba que un día iría a la montaña y encontraría a mi padre! En vano sabía ya que estaba en el fondo del mar, en vano vi, día tras día, que los pescadores volvían sin él. Detrás de Los Boliches estaba la sierra, con las leyendas de la guerra civil; no renuncié nunca a la idea de subir.
Cuando se lo conté a Juan, se le dibujó una agria sonrisa:
  –¿Sabes cómo me llamo? –preguntó.
  –¡Claro! ¡Juan!
  –¡Juan, Juan! –gruñó–. Quiero decir: ¿Sabes, ¿quién soy yo?
  Yo no lo sabía.
  –Juan Rulfo, me dijo entonces, avergonzado de su declaración.
  –¡Rulfo!
  Se inclinó sobre la llama del fósforo. Más tarde, le vi a menudo ese gesto: retiraba la barbilla, y sus labios se ponían a temblar.
 
***
 

Miro a la gente; estoy seguro de reconocer a mi amigo. Pienso, por un instante, que quizás ya no toma. Pero desecho enseguida la idea. Juan amaba desesperadamente la vida.
  Allá, en la barra de Casa Tirita, por poco me convenció de abandonar la poesía. “¡No tengas prisa!” –me dijo–. “¡No la escribas, vive la vida!” Tenía un viejo catamarán. De vez en cuando, zarpábamos, al caer el día, cuando el viento de la sierra se levantaba y nos llenaba los ojos de espuma salada.
  –¡Vivir! –me gritaba. Sacaba el pecho, ebrio de velocidad. La cantimplora estaba siempre en su bolsillo trasero: ni en alta mar paraba de beber.
  No sé de dónde sacó el tiempo para escribir. A decir verdad, no se me ocurrió que las novelas nacen en una mesa, con lápiz y papel. Además, una vez me lo dijo. Le interrogaba ese día acerca del éxito:
  –¡El éxito! –gritó interrumpiéndome–. ¡Que el cielo te proteja del éxito!
  –¡¿Y tú?! –le pregunté–. ¡¿Y tú Juan?!
  –¡Mírame! –dijo con rabia–. ¡El que logró sus metas, está perdido! ¿Para qué seguir viviendo?
  Creí comprender. Había escrito Pedro Páramo en uno de sus momentos privilegiados, y ahora tenía miedo de no alcanzar nunca más esas cimas vertiginosas.
  Sin embargo, lento, concienzudo, seguía leyendo mis manuscritos. Luego me enseñaba los dientes, y borraba los primeros párrafos.
  –¡Borras lo que es más difícil de formular! –le dije más de una vez.
  –Llegar al mundo es la cosa más difícil –me contestaba, viéndome desesperado–. Sin embargo, la vida empieza sólo después. Y el dolor del parto desaparece sin dejar huellas. Aprendí mucho de él, pero su consejo, que era lo más importante, no lo seguí. Quise irme, descubrir el mundo, ver y vivir, para poder escribirlo todo, como hizo él.
  Cuando se lo comuniqué, mi amigo gimió, como si le hubiera abofeteado la cara.
  –¿Para qué? –gritó–. ¿Acaso quieres destruir tu felicidad?
  Mi  felicidad, yo no la conocía aún en aquella época. “Naciste aquí” –prosiguió–. “Es aquí donde tú debes decir lo que los demás no saben expresar. ¿Entiendes? ¡Pero haz lo que te parezca mejor!” –añadió, socarrón, cuando logró tranquilizarme.
  Estuve a punto de escucharle. ¡Ojalá lo hubiera hecho!; pero el verano volvió, y yo conocí a la extranjera que cambió el curso de mi vida.
  En la barra, el público se dispersó. La orquesta tocaba todavía, y el mozo llenó mi vaso sin que yo se lo pidiera.
Hace diez años que vivo solo, y no me gusta recordar la forma en que perdí a Juan. Era feliz, sí, es una vergüenza decirlo, pero era así. Mi mujer, muy celosa, no quería a mis amigos. Para ella, Juan era un fracasado.
  Empezó una nueva vida conmigo, pero esa vida sencilla pronto la aburrió. Me dijo que estaba destinado para algo mejor, y que permaneciendo allá perdíamos el tiempo. Recordé que, en otra época, también yo había querido vivir, y fue entonces cuando decidí emigrar.
  Mientras tanto, trabajaba como una bestia, con los dientes apretados. Cada vez vi menos a Juan. Dicen que después de mi salida, él también volvió a su país. Y ahora yo me encuentro aquí.
  Curiosamente, en estos últimos tiempos, he pensado a menudo en mi amigo. Escribí un libro yo también, aprendí a borrar. Sé también que malbaraté mi felicidad. Cuando se sintió bastante segura, mi compañera me abandonó sin escrúpulos, como yo abandoné mi país.
  La sala lentamente se vacía, alguien agarra mi vaso.
  –¿Juan? –exclamo como despertando de un sueño.
  –¿Es su amigo? –una intelectual achispada me lanza una sonrisa melosa.
  Dicen que el Palacio de los Congresos es un templo de la arquitectura moderna. A mí, sus cortinas pesadas y sus alfombras gruesas me recuerdan a los burdeles de la belle époque. A la entrada, una dama corpulenta prende mi nombre sobre mi pecho. Y penetro en la sala.
  Es temprano, la tarima está vacía. Una penumbra indecisa se extiende en la sala, la luz se filtra por detrás de los paneles, envolviéndonos en una suave iluminación indirecta. Me siento. Ya sólo faltan las muchachas: un bolero pegajoso serpentea bajo las aspas lentas del ventilador.
  Cuanto más se llena la sala, más solo me siento. Algunos guapetones barbudos deambulan, rodeados por muñecas envueltas en nubes de pachulí. Ni un autor, ni un lector. Solamente esa categoría anodina: la de los parásitos.
  Todo el mundo se conoce: una muchacha con gafas me da un beso en la boca. Mi vecino, un Cristo de seis pies, deletrea en inglés mi nombre que se avergüenza sobre mi pecho.
  –¿Los Boliches? –me pregunta.
  Es lo que había inscrito en la etiqueta. Para que Juan se diera cuenta de que no había renegado del pasado.
  A la hora, no había llegado todavía. La reunión comienza sin él. El rector habla de la cultura universal, el decano saludó a los presentes.
  Luego el público inicia la ronda de preguntas. Los autores, Edwards, Julio Ortega, Amado, se miran perplejos. El contraste entre las apariencias mundanas de los participantes y el esfuerzo pedante de las preguntas es irresistiblemente cómico.
  –¿Por qué vive en Chile? –le preguntan a Edwards, y el diplomático calvo traga saliva.
  –¡Porque soy chileno! –contesta.
  Una hetaira despechugada hostiga a Jorge Amado porque, según ella, no defiende la liberación femenina.
  –¡No más que la de los hombres! –comenta el viejo hombre de letras, rojo hasta la nuca.
  –¿Cuál es su opinión! –preguntan a Ortega, el peruano.
  Su opinión está en sus libros. Sin embargo, no lo dice. También él se va por la tangente, como sus colegas.
  Aún así, los envidio. Mañana se irán, olvidarán pronto que estuvieron a punto de aprender el arte de dar largas a todo lo que les preocupa.
  Los genios locales, expertos en la materia, responderán en su lugar. En el agua turbia de su discurso, el pensamiento se ahoga.
 
***
 

Tomo un café. Me doy cuenta cabal de que algo no encaja aquí. ¿Qué buscaría mi amigo en esta sala ostentosa? No hay aquí lugar para él ni entre el público, ni en la tarima. ¿Qué podría decir él, tan callado? ¡Y a esta gente! Las palabras sencillas, humanas, ¿acaso tienen un sentido aquí?
  Vuelvo a mi asiento. Un hombre esbelto, ligeramente inclinado, espera su turno frente al micrófono. Su pelo ralo es gris, tiene gafas con la montura oscura. Es un poco triste, un poco hastiado. No sonríe ni por equivocación. Alguien lo presenta:
  –¡Juan Rulfo! ¡El gran autor en persona!
  ¡Rulfo! Alrededor mío, la sala da vueltas. ¡Porque ese hombre severo, vestido con traje gris, no es mi Juan! ¿Qué está pasando aquí? Mis lágrimas brotan, no entiendo nada.
  El otro está hablando. Su voz es, ella también, extraña. Busca las palabras, duda:
  –Vivo en la sierra –explica–, lejos del mundo, hace ya veinte años. Ya no escribo novelas; me ocupo de los indios.
  –¿Por qué? –le preguntan. El público está decepcionado.
  Yo entiendo. “No se puede vivir dos veces la vida”, me dijo Juan en la barra de Casa Tirita. “Pero se puede ser útil” –dice ahora este señor–, “basta con descubrir a los demás”.
  Ya no se habla más de literatura. En el estrado se habla sólo de los indios. Hay todavía cincuenta y ocho tribus. Su verdad hay que expresarla en cincuenta y ocho idiomas.
  –Cuando supieron que se iba –cuenta– lo ataron a un árbol. Así amarrado, tuvo que esperar la aurora. Por poco se muere de frío. Los indios creen que el que abandona a los suyos, pierde su alma. Por eso lo ataron: por compasión, para que lo encuentre su alma, si decide volver.
  Me digo que los pescadores de Los Boliches deberían haberme amarrado. No me arrastraría ahora así, sin alma. En esa larga noche fría, quizás hubiera cambiado de planes.
  Salgo. La luz me arrasa los ojos. Tengo frío. Soy un zombi tiritando: no encuentro mi sombra bajo el sol tropical.
  Más tarde, me pongo de codos en la barra de un café. A mi lado un joven flaco, arrugado. Me enseña el periódico del domingo, me sonríe.
  ¡Decir lo que los demás no saben expresar! No seguí tus consejos, Juan. ¿Quién eras tú? Ahora ya da lo mismo. A ti te debo todo lo que sé, esta es mi única seguridad.
  –¿Viene del congreso? –me pregunta una voz ronca. Me llama por mi nombre: había olvidado la tarjeta que traía en mi pecho. Un instante, y me entregaría el periódico.
  Le doy la espalda. ¡No, no esperen de mí la explicación a sus equivocaciones y torpezas!
  Juan. Ahora es cuando lo entiendo. Me aferro a la barra, un dolor miserable me atenaza. Si hubiera sabido quién era, nunca le hubiera abandonado. Pero yo creía firmemente que era Rulfo, el inaccesible, el triunfador, quien se encontraba a mi lado.
  ¡Qué horror irreparable la juventud! Mi pueblo natal desaparece tras la niebla de los años. Es tarde; sé que no subiré nunca a la sierra; que no encontraré a mi padre, ni tampoco a Juan. Los recuerdos ya reposan en el fondo del mar.
  Avanzo hacia el abismo de esta enorme noche tropical. El horizonte se va tornando gris. Me limpio en la manga de mi camisa. No sé por quién lloro: por el amigo perdido o por mí mismo.
 
 
Este cuento pertenece al libro El niño perdido: Selección de cuentos (Editorial Silueta, 2017).
 
Para adquirir un ejemplar, pinchar en el enlace: https://www.amazon.com/dp/0996872485?m=AAUKR7RDTGA89&ref_=v_sp_widget_detail_page
 

El niño perdido (Editorial Silueta, 2017)

El niño perdido
(Editorial Silueta, 2017)


 

Georges Ferdinandy (Foto cortesía del autor)

Georges Ferdinandy
(Foto cortesía del autor)


 

Georges (György) Ferdinandy nació en 1935 en Budapest, Hungría. Abandonó su país después de la revolución antisoviética de 1956. Vivió en Francia, donde publicó sus primeros libros en francés; por los que obtuvo el Premio Mundial Cino Del Duca, en 1961, y el Premio Literario Antoine de Saint-Exupéry, en 1964. Hizo su doctorado en la Universidad de Estrasburgo. Durante treinta y seis años se desempeñó como profesor en la Universidad de Puerto Rico. Entre 1976-1986, fue crítico literario de Radio Free Europe, en Munich. Desde el 2000, vive entre Miami y Budapest. Ha publicado más de cincuenta libros, y su obra ha sido traducida al español, alemán, búlgaro e inglés. Recibió entre otros, el Premio Pen Club de Puerto Rico en 2000. Es miembro de la Academia de las Bellas Artes de Hungría.

Anuncio publicitario

Información

Esta entrada fue publicada el 18/03/2017 por en Narrativa.
A %d blogueros les gusta esto: