UNO
Maite y Giorgio los esperaban en el apeadero de Anthéor Cap-Roux. Los dos iban con pantalones cortos y camisas blancas. Sonreían. Y Maite sonrió aún más cuando vio a su prima correr hacia ellos. Orestes la seguía con las maletas. Giorgio lo alcanzó. Bienvenido a la Riviera. Y le estrechó la mano. Luego besó a Olga, la abrazó y los cuatro caminaron hacia el aparcamiento. Él se mantenía delgado y, aunque ya tenía el pelo blanco, seguramente no cumplía los cuarenta y cinco. Ella tampoco. Giorgio guardó el equipaje y la tienda de campaña en el maletero del Passat. Una vez en el coche, preguntó si les había costado coger el tren en Niza. Niño, a ver, ¿tú me conoces?, dijo Olga, ¿cuándo has visto que yo no llegue a una fiesta? Los otros rieron. Lo digo de verdad, fue fácil, aunque acá el amigo estaba como el guajiro que se ha perdido en La Habana, ¿o no? Orestes alzó los hombros y procuró mirar hacia la calle. Al otro lado de la ventanilla del Passat —se daba cuenta— se hablaba otro idioma. Era como haber pasado página y entrado a un mundo nuevo. Un mundo, donde las cosas no solo tenían nombres diferentes, sino donde sus palabras —las que él había usado toda la vida—, no servían de mucho, eso, por no atreverse a decir, que no servían de nada. Y no quiso imaginarse lo que sería llegar solo a un sitio como aquel. ¿En cuánto tiempo aprendemos un idioma a los cuarenta años? Giorgio los miraba por el retrovisor. He dejado unas cervezas en el frío y seguro ya están, como dicen ustedes, que se parten. Porque con este calor no apetece otra cosa, ¿a que no? Mami seguro que las bajó para que no se congelaran, dijo Maite, porque nosotros salimos hace un rato y ya sabes cómo es ella: que no se pierde una. Por cierto, dijo Olga, ¿tía cómo está?, que no te he preguntado. ¿Mami? ¡Encantada!, que te lo diga Giorgio. ¡Mejor que nunca!, dijo él. Orestes volvió a mirar hacia la calle. Las casas iban de un color pastel al otro, como si estuviera prohibido gritar y los vecinos se hubieran puesto de acuerdo para guardar la calma. Solo el azul del mar y el verde de los jardines interrumpían tal silencio. Ah, los quiero advertir, dijo Giorgio, las medusas no están dejando nadar, así que ¡ojo! En todos sus años en la Riviera él nunca había visto algo así. Era una plaga. Y si esto es aquí, dijo Maite, ya se pueden imaginar cómo será en el resto del Mediterráneo, con toda la mierda que lanzamos a diario. Es una lástima, dijo Giorgio, pero este mar terminará convertido en un charco de aguas albañales. Lo había leído no hacía mucho: el ochenta por ciento de los peces se ha ido al carajo y tampoco hay biomasa, ¿entonces de qué cojones estamos hablando? A pesar del acento, Giorgio hablaba muy bien el español. Así daba gusto. Maite se ladeó en el asiento y se volvió hacia ellos. Antes, todos los días, yo salía a nadar un kilómetro, pero este verano imposible, salí tres veces, y las tres veces las medusas me llenaron de quemaduras. Lo que tú dices, dijo Olga, si aquí en la Riviera está así, imagínate de Italia para allá. Ahora, lo que sí está bien y nosotros ya tenemos pensado ir, es el Mar Negro. Aquello hay que verlo, dijo Giorgio, vale mucho la pena. ¿De verdad?, dijo Olga. De todas formas, aquí, con un poco de suerte y un coche todavía encuentras alguna playa; solo que ya no es lo mismo. La calle terminaba en una cuesta. Por delante, cruzaba una carretera salpicada de tiendas y restaurantes. Allí es donde Giorgio compra las ostras, dijo Maite mientras señalaba a su derecha, hacia una pescadería pintada de azul y blanco. Ya vendremos, dijo él y aceleró y giró hacia la otra mano. Este —y la voz de Maite sonó agrietada— es el bulevar Eugène Brieux, pero según Giorgio, es la misma Via Biancheri que llega hasta el puente de Ventimiglia, ¿es así, amor? Sí, lo que por el camino va cambiando de nombre cada dos kilómetros: algo típico francés. Y les sonrió desde el espejo. Maite llevaba tres pendientes en la oreja izquierda y por su cara uno podía pensar que estaba en la vida por pasar el tiempo. Orestes evitó mirarla. Por cierto, ¿quién canta? Jorge Drexler, dijo Giorgio, ¿lo conocen? Me suena, sí. ¿Y esa música se escucha en Italia?, dijo Olga. Yo le he producido algunos conciertos y se va conociendo algo más, sobre todo después que ganó el Oscar con Al otro lado del río. Esa canción es preciosa. Y que lo digas, dijo Maite. El sol acentuaba el verde plomo del capó. Por cierto, dijo Giorgio, vive en Madrid. El coche se detuvo sobre la carretera. El clic de los indicadores acompañaba la música. Aquí es, dijo Maite y señaló hacia una reja corrediza que ya se abría. El edificio estaba pintado de un amarillo muy claro. Las puertas de los apartamentos daban sobre un pasillo de losetas rojas que olía a comida. La madre de Maite salió a recibirlos. Era una mujer tan alta y delgada como su hija, vestía un bañador y se cubría las piernas con un pareo. Orestes se fijó en sus brazos, no eran más anchos que las muñecas y parecían tubos. Le decían Cuquita y era la prima del padre de Olga. Una vez dentro sorprendía la claridad. El apartamento terminaba en una terraza sobre la carretera, separada del salón por unas puertas de cristal. Si mirabas hacia ella, primero tropezabas con una mancha de luz blanca y después, no bien el resplandor se hacía a un lado, encontrabas el azul del mar. Era como estar viendo una pantalla de cine. Orestes cruzó hacia el fondo y salió afuera. La brisa golpeaba contra los toldos. Se apoyó en la barandilla y procuró no parecer emocionado, pero sí que lo impresionaba la profundidad de aquel azul, y sobre todo el contraste con el rojo terroso de la costa. Nunca había visto un mar así. Giorgio trajo un cubo con hielo y una botella de vino, pero no la abrió, solo dejó el cubo y volvió dentro y regresó con un par de cervezas. Le ofreció una a Orestes y le señaló una silla al otro lado de la mesa. Bienvenido a mi casa. Los dos se sentaron y entre ellos, como la escenografía de un banquete, quedaron los platos, los vasos, las servilletas. La vista es genial, dijo Orestes. Giorgio sonrió. Estas son todas mis vacaciones. Nosotros tenemos dos pisos, este y justo el de aquí abajo, pero este es mi castillo, ¿sabes por qué?, porque ese mar de ahí no tiene precio. ¿Has escuchado que los elefantes regresan a morir donde nacieron? Yo no nací aquí, pero se lo tengo dicho a mi hija, si no puedo hacerlo por mí mismo, que por favor no me deje morir en Torino. Orestes miró sobre la barandilla y vio un patio de losetas rojas como las de la entrada y una tumbona. ¿Y el otro apartamento? Lo tienen mi madre y mi hija para ellas, a las dos les encanta vivir sin que los demás las molestemos. Y Giorgio sonrió otra vez. Es increíble lo que se parecen. Desde el salón llegaba la música de la película Buenavista Social Club. ¿Y tú trabajas como productor? Giorgio miró al mar. Promocionamos world music, ¿sabes lo que es? Pues eso hago. Olga me contó que tenías una discoteca. Con dos amigos, sí, pero ahora mismo me importan más otras cosas y, sobre todo, ya no me divierto. Nightmoves se ha convertido en un trabajo y cuando eso pasa es un buen momento para recoger tus cosas y largarte, ¿no te parece? ¿Y la producción? Siempre ha sido un sueño, ¿sabes?, un sueño que se ha vuelto real y luego tengo algunas ideas, tal vez abra una pequeña discográfica, pero aún no sé, todo está por ver. Dicho en cubano: de momento, voy tirando. Giorgio se levantó, entró al salón y regresó con una caja de puritos Montecristo. ¿Te apetece uno? Ya no fumo, pero un día es un día, ¿no? Pues claro, hombre. Y Giorgio le acercó los cigarros y un paquete de cerillas.
Delante de ellos, siguiendo la carretera hacia las montañas, se alcanzaba a ver un puente y un edificio beige sobre el que flotaba en unas letras gruesas y negras el letrero de Hotel. ¿Y con qué artistas trabajas ahora? ¿Conoces a Khaled? No. Pues tengo algo con él, algo con Drexler y algunas propuestas para los World Music Days, en Hong Kong. Después del hotel, el paisaje quedaba vacío. Aparecía el mar. Las voces de las mujeres a ratos saltaban sobre la música. El tabaco le dejaba un sabor agrio en la boca y francamente necesitaba otra cerveza. Hizo que se servía de su lata ya vacía, pero no consiguió que Giorgio se percatara del gesto. De pronto, sus ojos se incrustaban en ese paisaje que podía quedar a sus espaldas y hacia el que Orestes evitó volverse. Miró entonces hacia la carretera y volvió a fumar. Al cabo, como si hubiese contado hasta diez, dijo: ¿otra cerveza? Giorgio regresó de donde pudiera estar, alzó su lata y sonrió. Yo estoy bien. Orestes entonces hizo por levantarse, pero el otro lo contuvo. Tranquilo, dijo, ya voy yo. Y fue hacia la cocina. Por unos instantes el silencio pudo con todo y Orestes lamentó haber pedido esa cerveza de más, pero hizo por no pensar en los detalles. Piensa en el azul, se dijo, y al hacerlo se dio cuenta de lo lejos que ahora mismo quedaba su vida de aquel lugar. Y sin quererlo, como si actuara en contra de su voluntad, pensó en sus padres y en la casa de Santa Cruz de los Pinos. La única casa en el mundo que podía llamar suya. Y sintió lástima, una lástima profunda y también un poco de vergüenza. Qué era el mar para ese par de viejos, si no unos caminos interminables hasta una playa a la que llamaban Dayaniguas, que en verdad no era un mar, sino un charquito verde y fangoso, envuelto en el zumbido de los mosquitos, como una laguna. Agradeció la cerveza y luego de un par de sorbos, le preguntó a Giorgio por ese puente entre las montañas. Pues justo debajo, está el campismo donde ustedes tienen reservado, es un sitio bonito, les va a gustar. Orestes sonrió. Seguro. Y al decirlo, se dio cuenta de que nunca, ni siquiera cuando vivía en Cuba y eran tan populares, él había estado en un campismo. Tampoco, en un hotel. La gente entonces no solía moverse mucho, no al menos la que él conocía. No te puedes imaginar, dijo Giorgio, la de músicos cubanos que han pasado por Nightmoves. Él lo miró. Yo creo que todos, fíjate. El humo de un nuevo cigarro le cubrió la cara y Giorgio contó con los dedos: Paulito, Manolín, Adalberto, Isaac, los Van Van, Compay, Ibrahim, Eliades, Revé, David Calzado y no sé ¡hasta el Guayabero!, para que veas. Casi todos. Si te lo estoy diciendo, Torino ha bailado conmigo. Giorgio llevaría un par de días sin afeitarse y la barba le oscurecía el bronceado.
Yo recuerdo —Orestes se revolvió en la silla y bebió un poco más de cerveza— un programa de televisión de por la tarde, allá en Cuba, en el que entrevistaron a alguien, que se quejaba de que los músicos cubanos salían al extranjero, tocaban en cualquier bar de mala muerte y al regreso había que escucharles el cuento de que habían actuado en no sé cuántos grandes escenarios y la gente se lo creía, claro. Mencionaban a unos empresarios italianos que, decían, estaban haciendo su agosto con la música cubana, ¿no serías tú uno de ellos, no? Giorgio procuró sonreír y se restregó una mano contra la barba. Seguramente, dijo, porque en esa época yo contrataba bastante. Ahora, de ahí a que mi discoteca sea un bar de mala muerte, no lo creo. Tal vez la veas algún día: te va a asombrar. Hombre, no es eso lo que quise decir. Lo sé, lo sé, solo aclaro tu comentario. Giorgio cruzó una pierna sobre la otra y miró otra vez hacia ese algo detrás de Orestes. Yo llegué a La Habana, fíjate, en febrero del noventa. No conocía Cuba, pero de los tres socios que somos en la empresa, el único que hablaba español entonces era yo y por eso fui. Mejor dicho —y sonrió—, me mandaron. Y créeme que no me gustó lo que vi. ¿Qué podía pedir a cambio de un contrato para actuar dos meses en Italia, en un país ocupado por la miseria? Hay cosas, como las buenas oportunidades, que en las crisis pierden su valor y la gente lo puede dar o perder todo por conseguirlas. En economía eso se llama inflación, pero en la vida tiene otros nombres y sabes lo peor, que el olor de la sangre llama a los lobos. Yo siempre traté de ser justo y ni siquiera a Maite la traje de allá, la encontré en Torino, fíjate tú, sola y recién divorciada de un grandísimo hijo de puta italiano. Giorgio hacía por sonreír. Se sirvió el resto de su cerveza y dejó caer la ceniza dentro de la lata. Por lo menos te ahorraste ese viaje. Giorgio sonrió al fin. Pero con el tiempo me ha salido igual de cara, no creas. Olga llevó la ensalada a la mesa. ¿Me ayudas? ¿Qué hago?, dijo Orestes. No sé: trae el pan. Giorgio mantuvo la sonrisa y atrajo a Olga hacia él. ¿Te gusta mi terraza? Orestes se levantó, le dio un sorbo rápido a la cerveza y dejó la mesa. La vista es preciosa, ya se lo decía a Maite, esto aquí es vida. Orestes estaba por entrar al salón, cuando Cuquita vino hacia él con una cazuela de barro que humeaba. Se apartó y miró dentro. Parecía pescado en una salsa como mayonesa. Luego Maite pasó con el pan. Ya está todo, le dijo. Giorgio se hizo con la botella de vino, la abrió y en el brindis volvió a desearles unas felices vacaciones. Maite entonces los invitó a servirse, ellos primero. ¿Qué te parece el rosé de los franceses?, dijo Giorgio al rato. Hombre, muy bueno, dijo Orestes, aunque era la primera vez que probaba un vino rosado y de hecho, una de las pocas que tomaba vino sin gaseosa. Los franceses, y eso hay que admitirlo, tienen muy bien guardado el secreto de este vino y a diferencia de los rosados italianos y españoles es muy agradable. Los hay exquisitos, sin dudas. Ahora, yo no conozco nada que los acompañe mejor que las ensaladas de mi mujer. Maite sonreía. De repente el aire olió intensamente a mar, pero no con ese olor a azufre que él solía confundir con el olor del mar, sino con un olor diferente, como el del sargazo cuando aún no se ha podrido en la orilla. Así olía. Orestes volvió a servirse vino. ¿Qué tiene la ensalada?, dijo, está muy buena. Honor que me haces, dijo Maite, porque Giorgio siempre cobra sus elogios. Payment in kind, un método tan antiguo y fiable que no deberíamos plantearnos otro, ¿qué me dices, Orestes? A ver, pues tiene, dijo Maite, brotes de lechuga, albahaca, salmón, canónigos, tomates cherrys y cumatos, pasas, queso de cabra y alcaparras. Solo eso. Joder, prima, ¡solo eso? La brisa se hizo más intensa y el ruido de los toldos se unió a la música, a la conversación. Orestes se recostó a la silla y respiró hondo. Los otros lo miraron. ¿Estás bien?, dijo Giorgio. Sí, no te preocupes. ¿Estás mareado? Olga sonrió. Eso es susto; con el de hoy, este fue el segundo avión de su vida, ¿no? Si desde que llegó a España todavía no había ido a ninguna parte. Cuántos años te pasaste indocumentado, por lo menos tres, ¿no? Orestes intentó no pensar. Unos cuantos. Ya ves. Los papeles se los hice yo, por la tienda. Hiciste muy bien, dijo Cuquita. Todo por traerme el guajiro a la Riviera, quién me lo iba a decir. Es lo que tiene, dijo Giorgio. Hija, pero por algún viaje se empieza siempre, dijo Maite, ¿o tú naciste aquí? Oye, que era broma, dijo Olga. Él la miró y sintió ese calor en las orejas, sobre la cara. El pescado era bacalao y estaba hecho al pilpil. Maite explicó que se hacía con ajo y aceite, liando la salsa, sí, como una mayonesa, efectivamente. Y Orestes no supo en qué momento de sus vidas los demás aprendían tales cosas, cómo conseguían llegar a ellas. Él se había licenciado como profesor de Artes Plásticas. No por ningún motivo en especial, que para la pintura ya sabía de sobra que no tenía talento, sino porque fue la única carrera a la que consiguió llegar: no tenía notas para más. Se graduó con una escultura, mientras pensaba que él era un fotógrafo, es decir, alguien con la sutileza suficiente como para conseguir la misma imagen que un pintor, sin pasar por la necesidad de copiarla. Y había leído algunos libros, visto un poco de cine y durante un tiempo había intentado estudiar música, pero en ninguna ocasión de su vida había tropezado con una asignatura o un manual que explicara cómo disfrutar de ella. Su vida y las vidas de quienes habían estado a su alrededor, casi siempre terminaban en palabras tan poco divertidas como «esfuerzo», «sacrificio», «austeridad». De eso él sí sabía bastante, pero se daba cuenta de que ese no era un buen tema en ninguna mesa. Salió de Cuba a los treinta y cinco años, y para su sorpresa, comprobaba ahora, estos años no lo habían cambiado. Aún era el hijo de Nieves y Natalio (su padre era camarero en el restaurante de Los Pinos) y el hermano menor de cinco mujeres. Entre sus platos favoritos estaban el arroz con frijoles negros, la yuca frita y el pollo ahumado. Y su bebida era la cerveza. Maite llevó a la mesa otra botella de vino y una bolsa con quesos. Dejó frente a Giorgio una tabla y un cuchillo que parecía solo de metal. Para el que no quiera, dijo ella, tengo helado. Prima, está muy bien así. Orestes asintió. Perfecto. Y todos se quedaron viendo cómo Giorgio deshacía los envoltorios de papel, colocaba las piezas sobre la tabla y las iba separando en pequeñas porciones. Nadie hablaba, como si nunca antes hubieran visto cortar queso. Él bebió y regresó la vista al mar. En la carretera, a lo mejor por la hora, ya se notaban los coches y el ruido de los motores interrumpía el paisaje. ¿Una casa aquí cuánto podrá costar? Olga lo miró. Orestes, por favor. No tiene importancia, dijo Cuquita. Giorgio terminó de masticar un trozo de queso. ¿En venta o en alquiler? ¿Tú alquilas esta? Olga se levantó y recogió la ensaladera. Estás irreconocible, le dijo y se marchó a la cocina. No le hagas caso, dijo Maite, tú pregunta lo que quieras, que ya te lo ha dicho mi madre: estamos en familia. No quería, dijo él. Nada, tú a lo tuyo. Sí, solemos alquilarla, dijo Giorgio, como te decía hace un rato, nosotros venimos veinte días en agosto y el resto del año, aunque no lo creas, está cerrada. ¿Y la semana a cómo sale? A ochocientos, pero solo en verano, porque en invierno aquí no viene ni Dios. ¿Y si la vendieras? Giorgio sonrió y Cuquita y Maite lo imitaron. No son baratas, es lo único que te puedo asegurar, el precio no lo sé. Maite le acercó una vez más la tabla con el queso. Ese oscuro, le explicó, está curado en ceniza y es uno de mis preferidos, te a va a gustar.
El vino al sol sentaba pesado, pero fue un viaje corto, no más que a quinientos metros de la casa, hasta el puente del ferrocarril. Justo debajo estaba la entrada al campismo. Luego, una pequeña carretera llevaba hasta una tienda que hacía las veces de oficina. Habló Giorgio, en francés. Del otro lado del mostrador los atendía un hombre con el pelo amarillo y rizado como si usara rolos. Giorgio dijo que ellos eran cubanos, que estaban de visita y que además tenían una reservación, ¿podía comprobarlo? O no, quizás no dijo exactamente algo así. Él solo entendió la palabra cubaine y supuso el resto. El hombre les sonreía. Abrió una carpeta y siguió una lista de nombres. El de Olga era de los últimos. Los documentos, dijo Giorgio y esperó frente a ellos como un agente de aduana. Él entregó su pasaporte cubano y Olga el suyo, español. El francés miró por encima de los documentos y luego se entretuvo más con el de Orestes. En algún momento dijo Castro, Havane, cigares. Aún sonreía. Ya tienen un amigo, dijo Giorgio. ¿Por? Dice Jules, que él estuvo en La Habana en el setenta y nueve, cuando un festival de la juventud y que desde entonces fuma puros cubanos, ¿que si han traído algunos? Dile que venimos de Madrid, dijo Orestes y también sonrió. Ya lo sabe, dijo Giorgio, era una broma. Olga firmó la reserva y pagó. Junto con el cambio, el hombre les entregó una chapilla con un 22 escrito en pintura negra. ¿Y eso qué es? El número de la parcela, dijo Giorgio, la tienen que devolver al marcharse, ¿el sábado, no? ¿Tienes prisa? Olga sonreía. Para nosotros es un gusto y lo sabes. El hombre fue hacia un armario al fondo de la habitación y sacó una extensión para corriente y se la colgó al hombro. Luego volteó el mostrador y vino hacia ellos. Nos vamos, dijo Giorgio y se adelantó hacia el coche por el equipaje. Orestes lo siguió. La tienda donde iban a dormir era solo un tubo atado a una de las maletas. Tomaron por una calle estrecha que subía hacia las montañas. Giorgio y el tal Jules iban delante y conversaban. Las mujeres los seguían. En una parcela, a la derecha, estaban aparcadas las autocaravanas. Más de treinta, seguro. Eran como casas. Algunas tenían hasta su portal y un jardín de hierba artificial. De las ventanas de otra, colgaban un par de maceteros con flores rojas. Subieron por unas escaleras a una grada de tierra junto al muro del campismo y una vez arriba, Giorgio se ocupó de las instrucciones. De aquí hasta allá, dijo y señaló unas marcas dibujadas sobre el muro, es de ustedes. Sobra, dijo Orestes. Yo cumplo con avisar —Giorgio sonrió— para eso me pagan. Y así debió de contárselo al otro, porque los dos rieron. Orestes cruzó la mirada sobre las autocaravanas. Sí, jodía muchísimo que alguien hablara por ti. La electricidad, continuó Giorgio, se toma de esos cuadros. Y señaló hacia unos muretes que se repartían a lo largo de la calle, como los postes de una cerca. Para el agua había fuentes en todo el campismo y en la cafetería, claro. Los baños eran aquellos techos al otro lado de esas roulottes. Todos miraron hacia donde decía Giorgio y sí, cruzando por encima de todos los árboles, como incrustados en la ladera de una montaña, aparecían unos techos rojos.
El hombre se acercó a ellos y les ofreció la mano. Él se marchaba. Feliz estancia, dijo en español. Gracias, dijo Orestes y se ocupó de desembalar el equipaje. En algún momento vio al tal Jules regresando calle abajo. Caminaba con una especie de trote, como si llevara prisa. La tienda de campaña la compró Olga de oferta en un supermercado. Según la etiqueta era para cuatro personas. Pero una vez abierta se veía bastante pequeña. Los colores eran todo lo feo que se podía esperar: azul ceniza y gris. Y armarla, según las instrucciones y aunque Orestes nunca había armado una, no debía resultar difícil. Según aquel papel, la tela llevaba unos dobladillos por donde había que pasar unos flejes de acero, que venían doblados como bastones de ciego. Después, solo había que asegurar los extremos a unas estacas de plástico. Y sí, funcionaba, aunque conseguirlo le costó algo más de trabajo de lo que decían las instrucciones, pero al final allí estaba la tienda en medio de aquel jardín que no conseguía ser verde, como una casita de perros. A su alrededor todo era la Riviera francesa. Metieron dentro el colchón de aire que Olga había comprado, porque a ella los sacos de dormir le daban claustrofobia y primero Orestes, después Giorgio y finalmente Maite y Olga, lo hincharon a patadas con una bomba de pie, comprada el mismo día y en el mismo supermercado que todo lo demás. Hacía calor y el ejercicio los hacía sudar. Orestes bajó hasta la calle y conectó la extensión. Coló el otro extremo por uno de los respiraderos de la tienda y se metió dentro. El colchón se movía hacia los lados como una balsa de playa. Enchufó a la corriente una pequeña lámpara, una de esas que traen las bombillas enjauladas, y la sujetó al techo. Entonces le pidió a Giorgio que le alcanzara las maletas. Dejó una a cada lado de la puerta y antes de salir miró a su alrededor. La claridad era una penumbra del mismo color del agua después de lavar muchos pinceles. Caminaron en parejas hacia la salida del campismo. Giorgio iba a su lado, pero apenas si dejó escapar alguna frase. No parecía que estuviera pasándola bien después del trabajo de la tienda. ¿A quién se le ocurría venir aquí y de ese modo? El viaducto adelantaba una sombra pesada sobre la carretera. Antes de subir al coche, Maite dijo que los esperaban a las nueve. Te quiero, prima. Orestes sintió la mano de Olga entre la suya. El Passat giró despacio frente a la tienda. La vamos a pasar bien, ya verás. Giorgio les hizo un gesto con la mano y aceleró. El motor dejó un golpe de humo y el ruido de un espasmo. Te invito a una cerveza, dijo Olga, ¿te parece? Se sentaron en la terraza de la cafetería. La brisa arrastraba un zumbido de insectos del fondo del campismo. El camarero los saludó en francés. Ellos se miraron y Olga dijo en español, yo quiero algo sin alcohol. Coca Cola light, please. ¿Coke? Yes, yes. ¿Y tú quieres una cerveza? A beer, dijo él. El chico asintió. Orestes miró hacia la carretera. Al otro lado de la barrera metálica, el mar era una franja violeta antes de tocar el cielo. El camarero regresó y dejó sobre la mesa el refresco y una botella de agua. Orestes lo miró. No, no, dijo. Pero ya lo sabía, las palabras, definitivamente, se volvían inútiles e hizo un esfuerzo. Please, a beer, no water. El camarero señaló hacia la mesa. This´s ok, this´s E-vian. ¿Qué? You asked me one Evian water. Olga reía. Excuse me, one beer, please. One beer? El chico sacudió la cabeza. Ok. Sorry, dijo Orestes, one Heineken, please. Joder, tío, dijo Olga, tu inglés sí que es malo; mucho peor que el mío. ¿Y qué? Pero como me dijiste que no me preocupara. Yo solo dije que de hambre no nos íbamos a morir, nada más. Ese pobre —y Olga miró hacia la cafetería— no sabe la cantidad de viajes equivocados que todavía le quedan. ¿Y quién se lo va a contar, tú? ¿Estás molesto? Para nada, dijo él e insistió en mirar hacia el mar. El chico se acercó con la cerveza. Please —Orestes abrió una mano y se la mostró— in five minutes other Heineken, ¿ok? Ok. Y el chico les sonrió casi al mismo tiempo que los dejaba solos. Olga lo imitó y su sonrisa quedó en el aire, suspendida, como si aquel no fuera su lugar. Quizás no estemos tan mal aquí, dijo. ¿Y por qué íbamos a estarlo? No es eso, pero tal vez hubiésemos podido estar mejor. A mí me gusta. Ella iba con un vestido largo y verde. Él se pasó una mano por el pelo y lo sintió graso. El lugar es bonito. Lo es —ella se descalzó y subió los pies a una silla—, ¿pero sabes qué creo? No. Que las cosas habrían podido ser muy distintas. Pero son así, ¿y qué más da?, se trata de ser felices con lo que tenemos, ¿tú lo eres? Olga echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Ahora mismo sí. ¿La escuchas? Sí, dijo él. ¿Quién será? Ni idea, ¿cómo quieres que lo sepa? Pero tiene bomba. Orestes miró al cielo, todavía azul, sin nubes. ¿Y eso cómo lo sabes? Joder, tío, porque lo siento; una voz así termina por metérsete dentro, ¿a ti no te pasa? Lo tuyo son las americanas, ¿no? Sí, dijo Olga, y de los ochenta, ¡esas son las mías! En la piscina aún quedaban niños y los padres los vigilaban desde las tumbonas o sentados en el borde con los pies colgando dentro del agua. La gente allí parecía a gusto. Él también lo estaba. Alguna vez había pensado que nacer en las afueras de un pueblo, sin otra importancia que servir de parada a los ómnibus que hacían los doscientos kilómetros entre La Habana y Pinar del Río, le había quitado horizontes a su vida. Después, el tiempo le había ido mostrando otras verdades y de algún modo, sobre todo si se comparaba con sus hermanas ya casadas, con hijos y a punto de envejecer, él había llegado adonde ellas ni siquiera imaginaban que fuera posible llegar. Ahora mismo, si pudieran verlo, se estarían preguntando qué lugar era este, en qué país estaba su hermano y por asombrarse se habrían quedado con la boca abierta mirando la altura de ese puente, el equilibrio que parecía hacer entre las montañas. Ellas no se lo podrían imaginar, nunca habían visto un puente así y a lo mejor hasta les daba miedo que el tren pasara por allá arriba, tan alto y como sobre un hilo. No te molestes por lo que voy a decir, dijo Olga, pero en otros tiempos las cosas hubieran sido diferentes. Orestes sintió un temblor en el estómago, bebió y buscó con la mirada al camarero, pero no lo encontró. No entiendo. Es algo que no se me va de la cabeza y tengo que decírtelo o me ahogo. Pues hazlo. Cuando yo vivía en Tenerife y todavía estaba casada con Chema Arzuaga, estos iban dos veces al año a visitarnos. ¿Estos, quiénes? Maite y Giorgio. ¿Y? Allá se pasaban semanas, tío, y Chema siempre los alojaba en su hotel, siempre ponía un coche a su disposición y siempre cenas, vinos, viajes y todo, por supuesto, gratis, ¿y para qué? Orestes volvió a buscar con la vista al camarero y esta vez tuvo suerte. No te entiendo, tú fuiste la que quiso que viniéramos para acá. Sí, pero yo entonces no sabía. ¿Qué? Que estos tenían dos casas, una arriba y otra abajo, y eso Maite se lo calló, pero no ahora, no, sino todos estos años. Bueno, ¿y qué? ¿Y qué! Olga procuró sonreír. Nada, Orestes, nada; pero créeme una cosa: si lo llego a saber antes y todavía tengo que venir aquí a gastarme un dinero que no tenemos y a dormir en esa tienda como dos pobrecitos, yo no vengo. Ni muerta. El camarero dejó otra cerveza sobre la mesa y él se apuró en alcanzarla. Bebió largo, como si tuviese mucha sed. Las sombras de las montañas se volcaban ya sobre el campismo. Mira, aquí hay dos caminos: o intentamos pasarla bien o te pones a revolver la mierda, pero que lo sepas, cuando revuelves la mierda, apesta.
Fragmento de la novela Chantaje (Hypermedia, 2014).
Chantaje (Hypermedia, 2014)
Ladislao Aguado (La Habana, 1971) es un escritor y periodista cubano. Ha publicado los libros Un adiós para Violeta (Premio «Gabriel Sijé» de novela, España, 2007), Zona de silencio (Premio «Hipálage» de poesía, España, 2006), Abril de whisky y viernes en las rocas (Premio «Cuentos de Invierno», España, 2001), Al final de las tardes todas (poesía, México, 1998) y Cantar Cansa (poesía, Cuba, 1995). Ha trabajado como director editorial de la revista de arte La gaveta; del magazine cultural Otrolunes, y de Spanorama, la publicación a bordo de la aerolínea Spanair. Dirige la editorial Hypermedia.