Hacía morosos clics aquí y allá, vagando sin mucho interés entre las publicaciones que iban apareciendo en la pantalla, y solo a veces, como en chispazos caprichosos, permitía que el instinto para identificar candidatos a quienes pedir amistad arrastrara su atención. Nada especial, simple olfato de cazador.
La entrada casi simultánea de tres comentarios remeció su abulia. Pocos sonidos consideraba tan eficaces como aquellas notificaciones de feisbu, dos breves notas de firme exigencia –igual que yo, empecinadas–, casi diría que triunfales. Los comentarios traían más o menos las naderías de siempre. El primero nunca había oído hablar antes de los indígenas yanomami; el segundo hacía una comparación absurda entre las casas colectivas de estos y las sociedades comunistas modernas; el tercero era de Ceica, una de sus más constantes seguidoras, quien consideraba esa última publicación como la mejor de la serie sobre las viviendas de los pueblos originarios de América. Se ve que usted es un viajero incansable. ¿Por qué no se decide y abre un blog?, preguntaba Ceica. Él dejó un momento la mirada sobre las líneas del comentario. Pensaba en una respuesta al mismo tiempo inteligente y evasiva cuando sonó el celular.
—Dime, Samantha –contestó.
—Pa, please, llégate a la cocina y chequea si quedó alguna hornilla encendida…
—Ninguna hornilla está encendida.
—¿Sure, Pa? Acuérdate de la vez…
—Hace un rato fui a servirme café y todo estaba apagado.
—Qué alivio, Pa. Los muchachos make me crazy con su revolico a la hora de salir para el colegio…
—No hay problemas. Cierra, que estoy ocupado. Bye.
Una solicitud de amistad lo esperaba en la pantalla. Cliqueó de inmediato sobre el circulito encarnado y su nombre apareció junto a una foto demasiado pequeña para que pudiera distinguir detalles. El nombre, sin embargo, se leía en rotundas letras azules, a buen tamaño. No el apócrifo que usaba para escribir sobre los hábitos constructivos de los grupos humanos, sino las veintidós letras que la casualidad y el capricho de sus mayores habían ordenado para él sesenta y dos años atrás; el santo y seña que, aparecido en la pantalla por alguna razón ajena a su voluntad, reconoció instantáneamente como su más constante pertenencia. Según informaba la notificación, su nombre real y su nombre apócrifo no tenían un solo amigo común en feisbu.
El cursor tembló mínimamente al hacer clic encima de su propio –y ahora también enigmático– nombre. Como respondiendo a un mecanismo de causa y efecto, en ese instante el celular volvió a sonar. Lo levantó sin dejar de observar la pantalla del ordenador.
—¿Sí?
—Suegrito, ¿no han llamado los de Wells Fargo preguntando por mí?
—¿Ahora por la mañana? No.
—Si llaman, les dice que desde hace una tonga de meses no vivo ahí. Que me separé de su hija y fui echando a finales del año pasado, así que usted no tiene ni idea de dónde estoy.
—Anjá…
—Oiga, no se me arratone con amenazas de acciones legales y esas cosas… Usted ni sabe ni quiere saber de mí, all right?
De haber sido otro el momento, seguramente se le habría ocurrido un buen comentario sobre no querer saber de él. Pero era este momento y se limitó a contestar:
—Copiado. Ahora te dejo que estoy viendo algo aquí –y cerró.
Lo que veía era una página de perfil como cualquier otra de feisbu, en la que él posaba vestido de piloto junto a una avioneta de vivo color azul, mientras en el ángulo inferior izquierdo su rostro –ese que lo enfrentaría ahora mismo si se asomara a un espejo– lo observaba con expresión satisfecha, suficiente. A lo alto y ancho de la pantalla todo se percibía en su lugar; tanto, que por un instante creyó sentir el olor a aceite y gasolina que debió de estar respirando el otro él en el momento de la fotografía. Bajó con la ruedita situada sobre el mouse. Lentamente. Esculcando los detalles de la biografía. Nacido en Holguín… graduado de ingeniero civil en la CUJAE… Construction Manager en Lennar Company… residente en… los datos eran exactos, salvo que después del accidente él había venido a refugiarse en Miami, mientras aquel otro decía vivir en Raleigh y posaba de pie en una foto sin dudas reciente. Era su nombre, su apariencia, parte de su historia –tiene que haber un truco en esto, ¿a qué cabrón se le habrá ocurrido la broma?–, pero apenas dos semanas atrás aquel hombre exacto a él atravesaba túneles de imponentes olas sobre una tabla de surf y fumaba en una playa jamaicana junto a varios negros con trenzas. Algo estaba jodido allí, algo en todo aquello hacía malignos esfuerzos para confundirlo…
Su desconcierto no paró de crecer a medida que se descolgaba por aquel muro. Algo más de dos mil personas seguían al él que no era él, decenas de ellas comentaban entusiasmadas las imágenes de su participación en la maratón de Berlín o sus explicaciones sobre el entrenamiento que debía realizar un equipo antes de lanzarse a ascender el Everest o… y de nuevo timbró el celular. Era el primo Armesto. Ni siquiera hizo el intento de acercar su mano al aparato, que siguió rabiando hasta sucumbir en un breve ruido de cristales quebrados. Lo menos que necesitaba en ese momento era el parloteo esclerótico e interminable del primo Armesto, oírle repetir seis o siete veces que el único error imperdonable de cualquier hombre era no saber morirse a tiempo.
Siguió examinando publicaciones que a veces sobrepasaban los doscientos me gusta y los sesenta comentarios, negado a reconocer que aquella quisquillosa minuciosidad en la exposición sobre los mejores ríos de México para practicar rafting le resultaba cercana, personal, tan reconocible como la sonrisa de su idéntico sentado tras el timón de un vehículo completamente cubierto de polvo, rodeado por otros hombres igual de sucios y sonrientes. Era una sonrisa de hacía siete meses y formaba parte de un álbum con más de veinte imágenes donde el amarillo crudo del desierto, la polvareda, los vehículos de diversas formas y aquellas personas poseídas por un entusiasmo incomprensible terminaron causándole la repulsión de un abrazo no deseado. Domando el rally de Dakar se titulaba el álbum de fotos.
Dejó de rodar la pequeña esfera situada sobre el mouse en el día de hoy pero un año atrás, cuando en la foto el otro levantaba una latica verde junto al negro Pachango y Vicente el Canguro, sentados los tres en un banco del parque San José. En la patria, con los socios, declaraba el pie de foto, y no pudo evitar un escalofrío ante la delgadez del negro y la expresión ajada del Canguro –parece que les pasó un tren por encima, coño–, ante lo distante que le resultaba aquel lugar al que nunca quiso regresar y que ahora, sin embargo, tampoco lograba sentir como una pérdida.
Pasó la mirada sobre dos o tres fotos más de ese álbum, observó con escasa intensidad aquellos edificios y calles que habían acogido su juventud y que ahora, ajenos y envejecidos, le hacían evocar la atmósfera de los museos. Se apartó de la mesa y desplazó la silla de ruedas hacia el fondo de la casa. Recogió de paso la media que uno de sus nietos había dejado sobre la mesa del comedor y la guardó en el bolsillo izquierdo del pijama. Más allá de la ventana, una ardilla encaramada sobre la cerca de tablas lo vio cruzar por la cocina. En el patio hacía calor, aunque el sol ni siquiera lograba atravesar las ramas de los mangos, que él examinó con la apatía de lo muy conocido.
En ese trance estaba cuando descubrió el enorme avión descendiendo a lo lejos y supuso un ruido tan atronador como imposible de ser escuchado a aquella distancia. Al mismo tiempo que sintió llegar desde el interior de la casa el sonido de una notificación en feisbu, creyó percibir un instantáneo guiño que le enviaba el sol al golpear contra el remoto fuselaje –ya vi un resplandor como ese antes, ¿pero cuándo?–, y tuvo la certidumbre de que recuperar el significado de aquel guiño podía ser decisivo. Se frotó los ojos y volvió a levantarlos, buscando. El avión había desaparecido y el sol solo se dejaba suponer a través del calor.
De regreso al interior de la casa, bajó la temperatura en el aire acondicionado. Después, gastó un lento tiempo frente al ordenador, con la mirada fija sobre la pantalla ennegrecida. Al mover la cabeza, percibió un fugaz resplandor corriendo sobre la negrura de la pantalla –¿ese brillo soy yo?–, y empezó a mover la cabeza hacia ambos lados, persiguiendo aquel resplandor que se mostraba y desaparecía, buscando fijarlo el tiempo suficiente como para permitirse identificar la nariz roma, el ancho trazo de sus cejas, la chiva breve y bien recortada, la intensidad de unos ojos chisporroteando brillo contra brillo.
Empezaba a ver cocuyitos cuando extendió el brazo derecho, tocó el mouse y la pantalla se iluminó. Saltó de aquel muro a un tiempo próximo y distante hasta su publicación sobre las casas de los indígenas yanomami y leyó el comentario recién llegado, que aplaudía entusiasmado la propuesta de Ceica: debía de hacer un blog. Entonces tecleó: Tiene usted razón, estimada Ceica, viajar ha sido siempre la pasión de mi vida. Precisamente estoy acopiando fotos y escribiendo los primeros textos para abrir un blog de viajero. ¿Sabía usted que hace siete meses participé en el rally de Dakar?
Este texto pertenece al libro de cuentos Sutiles.
José Fernández Pequeño
(Foto: cortesía del autor)
José Fernández Pequeño. Escritor. Cubano de origen, español de raíz, dominicano por agradecimiento. Ha sido editor, gestor cultural y profesor universitario en Cuba y República Dominicana. Vive en esa tierra firme de la edad en que ejercer la memoria resulta un privilegio.