Otro cobarde
Se llamaba Luna, Juan Vicente Luna, y estaba enfermo de cáncer y soberbia. Sabiendo que llegaba al final de sus días mandó a matar a su peor enemigo. Contrató un asesino a sueldo, le pagó con treinta monedas de oro —alegó que matar a sangre fría también era otra forma de traicionar a un hombre, a todos los hombres— y le entregó un sobre lacrado con la hora y el lugar donde debía ejecutar a la víctima.
A las tres y media de la madrugada, en uno de los callejones que desembocan en el puerto, bajo la luz mortecina de un farol, escucha unos pasos que se acercan y aprieta el puño del bastón. El asesino entra en el cono de luz y los dos hombres cruzan una mirada donde no se pide clemencia ni se busca perdón. El hombre que ha venido a matar saca su revólver y dispara a quemarropa, primero en el pecho y después en la frente del hombre que vino a morir.
Con un pañuelo se limpia unas gotas de sangre que le salpicaron la cara y el hombro derecho del abrigo, le da la espalda al muerto —que ya comienza a deshacerse bajo el cono de luz— y vuelve sobre sus pasos. Se pierde en la garganta de la madrugada hablando en alta voz con su eterno silencio:
—Otro cobarde que no tuvo valor para matarse.
Duelo a muerte
Están parados frente a frente, con los torsos desnudos, y apuntan sus armas —del mismo calibre— al pecho del contrario. El que ha retado a duelo cuenta hasta diez y dispara primero. El otro, que no tuvo más opción que aceptar el desafío, es atravesado por una bala que lo cuartea en mil pedazos, toma una última bocanada de aire y también dispara.
La descarga le parte en dos mitades la existencia, lo ahoga, le ciega la memoria y se desploma. El hombre que había exigido desagravios nunca supo en cuál lado del pecho estaba el corazón del hombre que moría en el espejo.
Una esquina sin nombre
El paso de los siglos calcinó las calles, derrumbó los pechos y arruinó los muros de la ciudad para que dos desconocidos se encontraran en una esquina sin nombre.
Se sentaron —como buenos suicidas— en un banco de piedras muy gastadas, bajo el sol de una plaza vacía. Habían olvidado las palabras, todas las palabras. Se tomaron las manos, se palparon los rostros y lograron recordar el calor que anidaba entre los hombres. Se miraron a los ojos, esperaron hasta el último segundo, se besaron profundo y como dos animales golpeados por el hambre y la rabia, comenzaron a morderse los labios, a matarse.
Germán Guerra
(foto: cortesía del autor)
Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966). Poeta, ensayista, fotógrafo y editor. Ha publicado Dos poemas (Strumento, 1998), Metal (Dylemma, 1998), Libro de silencio (EntreRíos, 2007), Oficio de tinieblas (Aduana Vieja, 2014) y Nadie ante el espejo (Bokeh, 2017). Prologó y fueron incluidos varios de sus poemas en Reunión de ausentes: Antología de poetas cubanos (Término, 1998), textos suyos también aparecieron en Island of My Hunger: Cuban Poetry Today (City Lights, 2007), en la Antología de la poesía cubana del exilio (Aduana Vieja, 2011) y en 13 poetas (Hypermedia, 2017). Reside en Miami desde 1992.