Un auténtico Rottweiler
A Manso las visitas prolongadas de su amo a la playa lo aburrían enormemente. Era un suplicio para él mantenerse quieto. A veces se complacía observando cómo otros perros corrían solos por la orilla cuando hacía mucho calor.
Se diría que Manso sentía envidia. Ya que perro era, al menos, ladraba. Quizá por eso de que perro que ladra no muerde, nadie le temía. Lo que aumentaba su necesidad de ladrar. Ladrido que en muchas ocasiones se tornaba en aullido. O en queja. Sólo entonces, su amo, que no soportaba ningún ruido, lo dejaba correr detrás de los pájaros, o hurgar entre los basurales.
Apenas se separaba unos metros, los bigotes gritaban: Manso. Manso ven aquí. Manso tráeme esto. Manso tráeme aquello.
Si el hartazgo fuera posible en los animales, podría decirse que Manso estaba harto. Siendo un perro joven parecía viejo. Ni las perras en celo lo buscaban a pesar de su brillante pelo y de sus hermosos dientes. Si la calentura en los perros provocara la misma ceguera que en los hombres, podría decirse que Manso estaba ciego de calentura.
Ciego y todo no era un perro ordinario. Tenía estirpe. La estirpe aburrida de su aburrido amo. Pero él lo quería porque no le impedía lamerlo a gusto.
A él le gustaba lamer, ¿qué podía hacerle? La lengua de un perro, aunque áspera, lengua es. Y si se la observa bien, tiene ventajas en cuanto a largura y movilidad. Por lo menos con su lengua estaba satisfecho Manso.
Aunque ella se dejaba poco, en varias oportunidades, había intentado lamer las piernas peludas de su ama.
Manso esperaba que ella se sentara a leer, y acto seguido, arrastraba en el aire el único músculo que le era permitido ejercitar. Esperaba que le acariciaran la cabeza. Entonces empezaba a lamer despacio.
Su ama lo apartaba cuando él, creyendo que a ella le satisfacía las muestras de afecto, aumentaba el ritmo y subía de la tibia al fémur. Hasta el fémur llegaba su ama con los pelos de punta. De ahí para arriba era territorio vedado para Manso que sólo aspiraba a complacer a todo el mundo. Sobre todo a quien le daba de comer.
Era una frustración con la que debía luchar y poner buena cara. Cara de manso para hacerle honor a su nombre. Porque si el entendimiento fuera posible en los perros, podría afirmarse que Manso entendía todo. Incluso que su nombre era un adjetivo y no un sustantivo ni un adverbio. Por eso amaba a los amos por aburridos que fuesen. En especial al amo, cuyos bigotes saboreaba porque sabían a yerba del bosque. Después de lamerlos tomaba mucha agua.
Y ladraba. Entonces el amo le permitía adentrarse en los arbustos, donde con toda seguridad saciaría la sed en algún charco.
Por eso aprovechó que la mujer de la carpa vecina se había ido y ladró con todas sus fuerzas hasta que lo dejaron ir.
Trotó detrás de las pisadas aún frescas en la arena. Era simpática la intrusa que le había jugado con la cartera.
Quizá, si aumentaba el ritmo, la encontraría en el bosquecito. Y la lamería. Sólo un poco, se corrigió Manso. Esto, claro está, si corregirse fuera posible para un perro.
Fatiga
En lugar de fijarme en sus rostros, me fijo en los pies de mis vecinos. Los pies, enguantados siempre, son como archivos secretos, expresan y almacenan todo lo que el rostro oculta, diariamente, con sus disfraces.
Un rostro puede disuadirnos, perturbarnos, y si es muy bello puede hacernos perder la razón y hasta lograr que cometamos crímenes, y con lo cambiante que son, podemos tardar años en llegar a conocer el rostro madre, aquel que no sospechábamos, que nos impulsó a empresas sin sentido.
La matriz de un rostro puede ser nuestra tumba.
Pero los pies no mienten.
Mi vecino más próximo, por ejemplo. El del lado, cuya ventana de la cocina desemboca en mi ventana de la cocina, y cuyos ojos yo sé que me buscan con avidez mientras prepara las tostadas; ése camina rápido. Más de lo común.
Estoy en condiciones de asegurar que mi vecino huye de su mujer que camina lento. Es la más lenta del edificio. Lo compruebo todas las mañanas. Apenas abro la puerta, él asoma por la suya y se me adelanta. A veces he retardado en cinco y hasta en diez minutos mi hora de salida con el propósito de ponerlo a prueba. Mi vecino está siempre alerta. Llega primero al ascensor y lo detiene. Intuyo que me mira con sorna. Yo solo observo los zapatos gastados y pienso que si el roce fuera pausado, ahorraría en suelas. La velocidad no es avara ni escatima, aunque para sostenerla se precisa el dinero que mi vecino no tiene.
A esa altura es probable que su mujer todavía esté recogiendo la cartera, buscando las llaves.
A él solo le importa esta pequeña carrera matutina y los escasos minutos que compartimos en tres metros cuadrados, con el ascensor detenido, hasta que llega su mujer.
Entonces quita los dedos del botón y mira para otro lado.
En los zapatos de la vecina concentro luego toda mi atención. Hace tres años que usa los mismos y ya hubiese perdido todo interés si no fuera por la gran protuberancia que infla de manera espectacular el zapato derecho.
No bajo por las escaleras y soporto a mis vecinos porque estoy a la espera de ver, por fin, el juanete.
Y porque, probablemente, si una mañana yo me adelantara y lo esperara en el ascensor, mi vecino perdería la energía inicial. Temo que sería un mal presagio para su día, hasta es posible que pierda el apetito. Y si me le adelantara muchas mañanas seguidas, podría llegar a perder, incluso, las ganas de vivir.
El de arriba también es un departamento A. Grande y espacioso como el mío. Por lo que me resulta difícil comprender por qué la vecina zapatea justo sobre mi cabeza hasta altas horas de la noche. Intuyo (ya que nunca he conversado con ella), que es bailarina. Más exacto: bailarina de flamenco.
Taconea. Taconea. Taconea. Taconea.
Taconea.
Taconea sin descanso.
Dicen que los que bailan flamenco están obligados a expresar sus sentimientos con los pies. Yo se que ella llora. A veces me cuesta dormir pensando qué tan sola debe estar. En lugar de contar ovejas, invento historias sobre su vida. Una cosa buena tiene: me concentro tanto en ella que olvido mis propios problemas. En otras ocasiones me da envidia esa facilidad que tiene para llorar. Siento rabia. Me gustaría subir y pedirle que se vaya con su lamento a otra parte. Pero para eso tendría que tocar a su puerta y mirarla a los ojos. Esto me paraliza de terror. ¿Y si tiene un rostro bello? Podría llegar a perder objetividad.
Soy esclava del rigor.
Anoche, por ejemplo, me guardé la furia para cuando me la tropiece por las escaleras, o en algún descanso.
Es un esfuerzo. Pero estoy dispuesta a dejar de tomar el ascensor, a descuidar el juanete de la vecina. Subiré. Bajaré. Subiré y bajaré, a cualquier hora, sólo para encontrármela y tirarme a sus pies y romperle los zapatos de cuero duro y tacón bajo.
También me fascinan los pies del viejo del fondo del pasillo. Sobre todo porque vienen acompañados. Tiene dos perros que no lo dejan ni a sol ni sombra.
Las patas de los perros y de los viejos son igual de amarillas, como todo lo que roza el polvo.
Esto puedo asegurarlo porque, increíblemente, en verano, he visto por el pasillo diez patas arrastrándose descalzas, sin pudor. Los espacios comunes quedan impregnados del vaho inconfundible dejado por esta familia que vive sin sobresaltos.
A pesar de que he hecho de todo para llamar la atención (incluso pedí prestada una perra en celo para usarla de anzuelo), ellos me ignoran.
Como él, machos son los perros. Como él, están castrados. Ya aburren con esa tendencia que tienen a la descomposición y a la tristeza.
A pesar de que me gustaría si tuviera una buena excusa para hacerlo, nunca me detuve a observar la puerta de todos los departamentos. Aun así los tengo contados. Hay cinco por piso, pisos son ocho. Trato de imaginar quiénes los habitan, pues de algunos sé poco, sólo me llagan retazos. Aunque a veces, inoportunamente, se activa mi imaginación cuando escucho ecos de extrañas conversaciones que atraviesan los muros, que entran por las ventanas.
Ahora mismo acabo de enterarme que, presa del terror, la octogenaria del 6to D ha dejado de mirarse al espejo y que para evitar todo tipo de reflejos, el hijo mandó a empapelar las paredes.
Voy a dejar de lado cualquier tarea absurda, ahora sólo iré por sus pies.
María Elena Hernández
(foto: Alberto Abreu Arcian)
María Elena Hernández Caballero (La Habana, 1967). Ha publicado los poemarios: El oscuro navegante, Donde se dice que el mundo es una esfera que dios hace bailar sobre un pingüino ebrio (Premio David de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1989), Elogio de la sal (1996), Electroshock-palabras (2001), La rama se parte (2013) y Yo iba tranquila dentro de una bala (2016); además de la novela Libro de la derrota (2010; 2015). Poemas suyos aparecen incluidos en antologías sobre poesía cubana actual, como son: Retrato de grupo, Un grupo avanza silencioso, Otra Cuba Secreta, entre otras. Además, colabora con diarios y revistas literarias latinoamericanas, españolas y de Estados Unidos. Reside en Miami desde octubre del 2016.