Revista Conexos

Una revista de arte y literatura, sin fronteras generacionales ni geográficas

Fuimos jueves en Londres

ARMANDO VALDÉS-ZAMORA

 

-Óiganme ustedes –exclamó Syme con énfasis desusado-.
¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo?
Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo.
Sólo vemos por detrás: por eso parece brutal.
Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol;
aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube.
¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara?
¡Si pudiéramos salirle al paso al mundo y verlo por enfrente…!

G.K. Chesterton,
(El hombre que fue jueves)


 

I

Adolfo estaba convencido de que el fracaso en los intentos por derrotar al gobierno se debía a la falta de intelecto. El uso de la fuerza bruta no podía funcionar ante enemigo tan poderoso, argumentaba, con medio siglo en el poder y controlando todas las instituciones y organismos del estado. Cada conspiración –aseguraba Adolfo cuando nos reunía- basada en planes bélicos o en atentados personales, terminaban mal, tanto por la desigualdad de fuerzas como por haber sido infiltrados previamente por agentes dobles del tirano. Eran predecibles y se decidían en un acto; sin hablar de una disidencia a lo Gandhi –le gustaba repetir- que cree, como una superstición, en la divina opción electoral ¡con gente que no hace elecciones!, decía antes de sentenciar:

Adolfo: -La inteligencia, la discreción y la sorpresa, deben ser las bases de una nueva batalla relámpago y de élite: decapitando al faraón cae la pirámide.

(Dejo al lector la reflexión sobre la evidente paradoja que puede provocar una primera lectura de esta sentencia: la de conjugar felizmente la mezcla del reinado de la razón y de la inteligencia, con la intención manifiesta y final de liquidar al tirano).

Comienzo hablando de Adolfo porque fue a él a quien se le ocurrió la idea de crear un club que reflexionara sobre un plan contra el poder despótico. Eso sí, a condición de dirigir la puesta en práctica de sus ideas, no las ejecuciones concretas.

Adolfo: -Con siete personas basta para comenzar. Tejamos el club como la espiral de un caracol.

Tanto Adolfo como Rodolfo,  los otros y yo mismo, éramos jóvenes recién graduados de escuelas de arte, y el hecho de haber sido enviados de manera obligatoria a integrar un colectivo artístico, encargado en realidad de animar veladas culturales a ingenieros de la Ciudad Nuclear, lo vivimos desde el principio como una humillación.

Esta deshonra intelectual, para quienes nos imaginamos en puestos más o menos a la altura de lo que creíamos ser, nos fue sumergiendo en un estado de descontento que desembocó en un comportamiento hostil. De la decepción pasamos al rechazo de lo que nos rodeaba en aquellos parajes de futuros electrones en ebullición. No había sido cuestión de un día o de dos, sino un largo y paulatino proceso que sólo vi dibujarse mucho tiempo después, o ahora, cuando se trata de mirar atrás con varios años de por medio.

A medida que el tiempo pasaba y aquello de trabajar dirigidos por la sección ideológica del Partido, se volvía insoportable, nos fuimos alejando del cumplimiento de esas órdenes para crearnos un universo codificado e íntimo. Leíamos más literatura extranjera, nos informábamos sobre lo que ocurría en el mundo; nos poníamos de acuerdo para hacer grandes escapadas a la capital a ver películas, festivales de teatro, exposiciones. Desgraciadamente cada vez nos llamaban al orden desde la Ciudad Nuclear, y nos exigían volver como estaba establecido en no sé qué contrato con el ministerio de cultura.

Nuestra inteligencia (al menos la que creíamos poseer) era menospreciada en aras de la diversión de un numeroso grupo de ingenieros y técnicos formados en Moscú, para operar la primera Central Nuclear del país. Convertidos en bufones de tecnócratas, Adolfo supo ingeniárselas, una de esas tardes de ocio en que preparábamos un monólogo u otras versiones de canciones del folclor nacional, para convencernos de crear el selecto grupo conspirativo.

Con sólo cerrar los ojos y pronunciar su nombre me estremezco treinta años después: La semana. Ese sería en adelante el nombre de nuestro club, al cual le dedicaríamos tres años de nuestras vidas. Evocar La semana desde un café de Londres, como hago ahora, me provoca una extraña mezcla de estupor y de regocijo que quizás sólo tengan en común la satisfacción de haber sido una experiencia única a una edad, y en unas circunstancias, que hubieran podido asfixiarme lentamente de agobio o de mediocridad.

Adolfo sería Domingo, claro, y cada uno de nosotros asumiríamos el nombre de otros días de la semana. Yo que había llegado de último a la Ciudad Nuclear fui nombrado Sábado. Pascal, sería Lunes, Lázaro Martes, Miguel Miércoles, Rodolfo Jueves, y Rolando Viernes. Aunque, como es de suponer, las cosas no estuvieran claras al principio, nos enfrascamos en avanzar ideas en cada reunión semanal. A los miembros de La Semana nos unía una frase que Adolfo Domingo decía haber inventado. Esa clave dialogada era el contacto que nos protegería, en circunstancias de peligro, de cualquier infiltración enemiga:

UNO: -Pan en griego significa Todo.

DOS: -Pero también significa Pánico.

Si la fecha de reunión era un lunes, era Lunes quien tenía a cargo la dirección de la misma, y así sucesivamente. Fue Rodolfo, un jueves, quien tuvo la idea considerada genial que se convertiría en nuestra primera misión hacia la liberación de la tiranía: robar el uranio. Como es sabido, sin uranio no puede funcionar un reactor nuclear.

Este hallazgo le dio cierta aura protagonista a Rodolfo Jueves en el grupo, vale la pena aclarar. No sólo competía con Pascal Lunes en eso de leer un libro por día (algo que a todas luces irritaba a Adolfo Domingo que perdía protagonismo intelectual), sino que ahora se aparecía con una proposición atractiva a los ojos de los aspirantes a conspiradores que éramos entonces. Y esto explica en parte, querido lector -como veremos más adelante-, el título de lo que ahora está leyendo.

Según nuestras informaciones, la nación, ante la carencia de los habituales suministros de petróleo del extranjero, necesitaba con urgencia la terminación de la Central Nuclear. De acuerdo a nuestros cálculos, un golpe como el que preveíamos tardaría la recuperación de la ya tambaleante economía, exaltaría a la población, y aceleraría la caída de la tiranía. Si bien estábamos conscientes que ese golpe debía ser simultáneo a otros, ése era el principal objetivo de nuestra actividad reflexiva.

Como es de suponer, lo más complicado de una guerra que se base en el intelecto, consiste en pasar a la acción. Era tan evidente esta realidad que al preguntar alguien en la reunión de un jueves por el comienzo de las acciones, un silencioso ángel se paseó entre los asistentes. La popularidad relevante no sólo de Rodolfo Jueves por iniciador, sino incluso de Adolfo Domingo por ser Jefe de La Semana; se vieron afectadas unos días, ante la falta de proposiciones concretas que dieran al fin inicio al combate en el que sustentaban sus existencias.
 
 

II

Cada vez que rememoro el comienzo del desenlace de este trance, me repito que, por mucho esfuerzo reflexivo que hiciéramos, no sabríamos si era Dios, el Diablo o simplemente el destino, quien enviara al Ingeniero Cuervo a nuestra puerta.

Debo mencionar para preparar la entrada por la ventana de nuestras vidas de Cuervo que, para alojar a los miembros de La Semana, la dirección política de la ciudad nos había asignado un caserón de madera medio en ruinas, a la orilla del mar y a unos dos kilómetros de la Ciudad Nuclear. En un portal destartalado que conservaba, vale reconocerlo, algo de su antiguo esplendor copia de ciertos chalets de madera de Atlanta o de New Orleans; nos dábamos sillón un atardecer cuando vimos venir a un visitante.

Ingeniero Cuervo: -Buenos días. Discúlpenme que los moleste.  Soy ingeniero nuclear en la Obra del Siglo, pero me apasiona el arte. Los he visto actuar a ustedes en una de las veladas culturales de la Ciudad Nuclear y, según tengo entendido, se les puede contactar si uno es aficionado al arte. Por eso he venido a verlos.

De más está decir la sorpresa provocada entre los miembros de La Semana. Recuerdo bien que Rodolfo Jueves, que se balanceaba a mi lado al mismo tiempo que rasgaba una guitarra y canturreaba algo sobre un unicornio azul, creo, paró en seco el sillón y sus alaridos, para ponerse de pie e invitar a entrar a la sala de la sede del club al visitante.

No es necesario explicar que poco a poco y con brevísimos intervalos de tiempo, cada uno de los siete miembros del club nos dimos cuenta que el tal Cuervo era la buena pieza que podría ayudarnos a salir del pantano práctico en el que nuestra idea genial se encontraba.

Adolfo Domingo se encargó, como jefe, de hacer visitar a Cuervo la casa (además de dormitorios teníamos un pequeño teatro y varias oficinas), y lo invitó a tomar parte como actor (claro, después de tomar un breve curso de formación) de una versión de Tartarin de Tarascón la obra que preparábamos en esos momentos.

El Ingeniero no podía disimular su entusiasmo por estar entre nosotros. Nos sentamos todos alrededor de él en el salón, y Pascual Lunes le sirvió una tisana de hierbas aromáticas (a falta de té, aclaró). No se preocupe, he estado muchos años tomando té en Moscú durante mis años de estudiante nuclear…además, mi mujer Vera es soviética, replicó Cuervo, y poco faltó para que nos frotáramos las manos al unísono ante la presa que venía a caer en nuestras redes, algo que sí haríamos instantes después, al escucharle su respuesta a la pregunta -casi colectiva- de cuál era su trabajo en la central nuclear:

Ingeniero Cuervo: – ¿Mi trabajo aquí? Soy el ingeniero responsable de compras para el funcionamiento de la central (Por suerte estábamos sentados en butacas y en un canapé, y no en las mecedoras del portal, y no nos pusimos a rodar por tierra al dar nuestros respectivos y mal disimulados brincos). No paro de hacer viajes a Moscú ahora que estamos terminando, agregó casi con una especie de fastidio que se me antojó profesional.

Cuervo se entusiasmó con la tisana y más aún con los tragos de una botella de ron que Rolando Viernes salió a buscar y encontró entre los vecinos del modesto pueblo de pescadores que estaba frente a nuestra casa, y nos contó su vida. Su hermano era artista, pero a él le dieron la misión familiar de ser el aplicado estudiante de la familia y lo enviaron a Rusia, perdón a la Unión Soviética, corrigió. De alguna manera siempre había sentido una especie de nostalgia por el mundo bohemio y auténtico de su hermano, confesó haciendo una pausa que interpretamos como un elogio a nuestro club, el cual, por cierto -y reparando otro olvido del narrador que soy-, de manera pública y oficial, ostentaba el nombre de Brigada Artística.

De más está decir que una vez marchado Cuervo, y con unos cuantos tragos de ron de más, el entusiasmo de La Semana fue general. Entre abrazos con palmadas en la espalda, gritos y otros ruidosos gestos de entusiasmo, Adolfo Domingo trató de poner un poco de orden. Una vez vueltos a sentar en el centro de la sala, le pidió a cada uno de nosotros exponer hipotéticas ideas para comenzar a servirnos de la reciente amistad con Cuervo.

Teniendo en cuenta que el ingeniero con inquietudes artísticas se mostraba interesado no sólo por el teatro sino también por la música y la poesía, podíamos acercarnos a él cada uno de los especialistas en esas disciplinas. Yo, responsable de la poesía en la Brigada Artística, quiero decir en el club, no dudaría en hacerle escribir algunos versos si era necesario por tal de ir sacándole información sobre el uranio y el funcionamiento del motor nuclear, por muy futurista como estilo que eso pareciera. Yo sería su Marinetti, pensaba entonces.

No hubo que hacer mucho esfuerzo para acercarnos a Cuervo: el venía casi todas las noches a la casa a cantar a coro, ensayar el papel protagónico de Tartarin que se le había asignado, o a que yo le corrigiera poemas que en secreto comencé a llamar nucleares.

En cada encuentro, el alcohol y la camaradería forzada hasta las borracheras y el intercambio de chismes, hacían locuaz a nuestro científico invitado. Hasta el día en que nos confesó que partía de viaje a Moscú a inspeccionar los últimos materiales que debería enviar en barco y llegar en unos meses para la fecha de inauguración de la central.

Fueron semanas de intensa actividad, las desarrolladas por La semana durante la ausencia rusa de Cuervo. Si en conversaciones, esta vez más personales con Adolfo Domingo y Rodolfo Jueves, parecía concretizarse lo de la compra y el traslado del uranio desde Rusia en una fecha inminente, había que apresurar el conjunto de las otras acciones que desestabilizar  el poder de la tiranía.

Para estos fines se llegó a la lógica conclusión que harían falta dos cosas: formar a grupos de discretos agitadores que llegaran a cabo nuestras calculadas actividades subversivas, y, sobre todo, buscar financiamiento. Porque la verdad es que lejos estábamos de tener capacidad monetaria con nuestros salarios de saltimbanquis, para ejecutar lo que nuestro orgullo consideraba un letal plan de ataques sucesivos.
 
 

III

Durante varias semanas cada miembro de La Semana se dio a la tarea (así se decía retomando el lenguaje oficial de la burocracia partidista), de formar células encargadas de crear el caos en diferentes sectores de la sociedad. Las órdenes eran estrictas: las reuniones tendrían lugar con los miembros reclutados en una fortaleza militar colonial al abandono, y no en la sede de la Brigada Artística. Los nuevos integrantes del club sólo conocerían a uno de los seis jefes guías de la semana, teniendo en cuentan que Domingo debía ser protegido de posibles delaciones y que dedicaría su tiempo a reflexionar y supeditar el trabajo del colectivo.

Dicho de paso, esta fortaleza colonial en ruinas (que los pescadores solían nombrar con tremendismo  castillo), sería con el tiempo el lugar ideal para enterrar nuestros documentos confidenciales: un registro policíaco en el caserón sería decepcionante porque nada comprometedor encontrarían.

Volviendo al programa de La Semana, Adolfo Domingo nos repetía que teníamos que ilusionar a la gente. Ilusionarlos con la instrucción y convencerlos que mediante el coctel de instrucción y acción, el poder terminaría por ceder.  Porque no podríamos  comprarlos ni recibir ayuda del extranjero; nos acusarían de la más peligrosa de las injurias: ser mercenarios del enemigo.

Claro, nuestro líder demoró en detallarnos lo que preveía como acciones que, por más que se maquillaran eran acciones de sabotaje. También nos escondería (y esto lo supimos mucho después) que desde aquel rincón inhóspito él dirigía de manera paralela otros clubs en la capital. Uno de ellos (según me aseguraron el tiempo que estuve preso) estaría directamente encargado de tomar la cúpula del estado y ejecutar su presidencia.

Por lo que a La semana corresponde, cada célula estaba obligada a cumplir un exigente programa de lecturas. La cobertura de pertenecer como aficionados a la Brigada Artística, justificaba las reuniones, y el trasiego constante de libros entre los miembros. Además de las obras literarias fáciles de adquirir por haber sido editadas en la isla en español, Adolfo insistía en divulgar autores prohibidos, y, sobre todo, obras filosóficas -por supuesto no marxistas- que poco a poco nos fueron llegando por diversa vías desde el extranjero.

Recuerdo que las novelas y ensayos de Borges, Octavio Paz, Vargas Llosa y traducciones españolas de Milán Kundera, circulaban entre nosotros discretamente forradas con el periódico del diario del partido comunista. Sin contar a filósofos como Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Hannah Arendt publicados principalmente por editoriales argentinas.

Hago un paréntesis para aclarar algo y pueda comprenderse este viaje mío a Londres: quizás hayamos sido Rodolfo Jueves y yo, Apolonio Sábado, los únicos que compartimos con Adolfo Domingo la intimidad de una rara referencia libresca. Esa complicidad involuntaria nos hizo en apariencia más cercanos a él, pero, con sinceridad, más cómplices a Rodolfo Jueves y a mí.

Adolfo Domingo nos había pedido que tradujéramos del italiano antiguo al español su libro de cabecera Delle acutezze de Matteo Peregrini. Hasta donde sé,  de este Tratado sobre la agudeza (o sobre el ingenio) publicado en Boloña en 1669, un año después del nacimiento de Giambattista Vico, sólo existe la versión en italiano y una traducción al inglés. “Sin este libro Vico no hubiera podido concebir La Scienza Nuova, aunque por supuesto le deba mucho a Baltasar Gracián el Peregrini”, nos deslumbraba entonces Adolfo Domingo como suelen deslumbrarse los jóvenes a quienes alguien que le lleva algunas ventajas (como el carisma y las lecturas) deja con la boca abierta; en la admiración o en la obediencia.

El trabajo de traducción nos llevó meses y nos hizo más cercanos a Rodolfo Jueves y a mí, encerrados horas en la improvisada biblioteca de la casona, y repartiéndonos los capítulos al azar. Aunque fuera nuestra cercanía una cercanía surgida más de la impotencia que de los aciertos o la afinidad: terminamos traduciendo como nos diera la gana. Nuestros rudimentos del latín, el  italiano precario, y la desidia; nos desmotivaron. Únicamente cierto respeto hacia Adolfo Domingo nos hizo terminar de traducir el tratado cuyo alcance creíamos estaba sobrevalorado por el jefe de La Semana. Así por ejemplo, en el pasaje el capítulo VI,  Peregrini enumera las siete fuentes de la agudeza o del ingenio de la siguiente manera: “lo incredibile o inopinato, ingannevole, concerto, imitazione, entimematico, sottointeso, derisivo”.

Nuestras propuestas de traducción distaban de manera alarmante. En lo que yo ponía: lo maravilloso, lo ambiguo, lo aberrante, la metáfora oscura, la alusión, lo ingenioso y el sofisma, Rodolfo Jueves traducía: lo increíble, lo inesperado, el concierto, la imitación, lo enigmático, lo sobrentendido lo irrisorio. Digamos que lo cierto es que esta manera de salir del paso como se pudiera para dar la impresión de avanzar, iba definiendo cada uno de nuestros actos, a todas luces incompletos por apresurados o incoherentes.

Con el tiempo, y después de muchos años en París, he situado mejor esa obsesión de Adolfo Domingo por Peregrini. He llegado a sospechar primero, y a concluir más tarde, que se trataba de un desvío de la reflexión hacia zonas más cotidianas del espíritu para explotar mejor sus capacidades de dominación, dejando a un lado, fuentes más agotadas y de intenciones políticas evidentes, como la de Il Principe de Maquiavelo.

Lo cierto es que Adolfo Domingo sospechaba que mientras más pasaba el tiempo, el encanto de su palabrería se jodía si no iba acompañado de realidades. Para completar su imagen fue ordenando acciones a todas luces descabelladas que podrían infundir temor o susurrantes sarcasmos, ante los subordinados de él que habíamos pasado a ser.

La lista de proyectos era muy amplia, pero recuerdo algunos de ellos, quizás por ser los más insólitos y agresivos:

1 Tratar de descomponer los alimentos de los comedores colectivos tanto de los ingenieros como de los obreros. La intención era clara: crear un creciente malestar que provocara protestas colectivas y reiteradas. Anoto que al menos dos miembros de La Semana lograron convencer a miembros de la cocina para lograr este objetivo.

2 Ponchar o provocar desperfectos mecánicos en los autobuses que llevaban y traía al personal a la central. Los de hacer explotar los neumáticos recuerdo que lo hicieron varios miembros de La Semana, pero lo de robar piezas, alterar circuitos de los motores, etc, necesitaba un personal capacitado que también logró reclutarse.

3 Cortar con frecuencia la electricidad y el agua de los apartamentos del personal para provocar el mayor desasosiego posible en todas las instancias. Recuerdo bien que un poeta aficionado llamado Saturno se ocupó de esto. Saturno era técnico electricista y fue uno de los habitantes de la Ciudad Nuclear más apegado a La Semana.

4 Distribuir octavillas donde se detallara un programa sin firmar que, era, claro el de La semana. Está de más decir que este supuesto programa (basado en citas de lecturas de filósofos o escritores) llamaba al desorden por la desobediencia pacífica. En el proceso para imprimir esto, utilizando papel y tinta de la imprenta de la central nuclear, fue que le apareció la idea a Adolfo Domingo de solucionar nuestros problemas de dinero, como explicaré más adelante.

Poco a poco fueron surgiendo otras pistas de acciones, en una competencia sin frenos a los protagonismos personales. Parecía como si cada miembro de La Semana rivalizara con el resto en proyectos que cada autor creía ingeniosos.

Así por ejemplo, a Rolando Viernes se le ocurrió algo que se reveló muy eficaz a largo plazo: obtener información por confidencias de alcoba. En las regiones cercanas a la Ciudad Nuclear se fue convenciendo (mediante un trabajo de terreno que se dio en llamar “El contrato de las meretrices”) a decenas de muchachas campesinas y con deseos ingenuos de cambiar sus vidas, a abordar a la entrada del cabaret de la ciudad a ingenieros y técnicos trabajadores de la central. El dinero que ganaran con estos actos horizontales tenían derecho a conservarlo a cambio de grabar casetes donde, bajo los efectos del alcohol y el sexo, estos confesaran probables secretos estratégicos.

Pero Rodolfo Jueves tuvo otra vez la idea más ocurrente, práctica y eficaz: propagar epidemias de piojo y ladilla. El anuncio lo hizo un jueves, al aparecerse a la reunión de La Semana con el cráneo pelado al rape, lo cual llamó enseguida la atención de todos porque llevaba desde que lo conocimos un desgreñado pelo rizo expuesto a los cuatro vientos. Si hay que reconocer que la idea de Rolando Viernes nos permitió conocer algunas intimidades de los ingenieros nucleares, nada comparables, eso sí, a lo podría aportar el ingeniero Cuervo; lo de los piojos y la ladilla creo un caos generalizado que no respetó ni la barba hirsuta de Adolfo Domingo.

Estoy consciente de que reconocer al cabo de tanto tiempo que el mayor éxito de La Semana  fuera contaminar a toda una Ciudad Nuclear y sus alrededores con piojos y ladillas, no es nada glorioso. Lo acepto. Pero me atengo a los hechos. Entre una población conocida por su exceso de higiene debido al calor y a la humedad, aquel coctel de apagones, mala comida, falta sistemática de agua, y picazón desesperante debido a los piojos y ladillas; provocó un desbarajuste que al final no habían logrado las lecturas filosóficas o literarias subversivas: el paro de toda actividad en la ciudad y en la planta nucleares.
 
 

IV

Antes de comenzar la narración de la tragedia, Albert Camus, en su novela La Peste, considera necesario orientar a los futuros lectores con unas páginas de introducción. Camus resalta algunos aspectos existenciales de la pequeña ciudad donde ocurrirá la desgracia anunciada en el título:

Une manière commode de faire la connaissance d’une ville est de chercher comment on y travaille, comment on y aime et comment on y meurt. Dans notre petite ville, est-ce l’effet du climat, tout cela se fait ensemble, du même air frénétique et absent. C’est-à-dire qu’on s’y ennuie et qu’on s’y applique à prendre des habitudes. Nos concitoyens travaillent beaucoup, mais toujours pour s’enrichir. Ils s’intéressent surtout au commerce et ils s’occupent d’abord, selon leur expression, de faire des affaires (…) Ce qui est plus original dans notre ville est la difficulté qu’on peut y trouver à mourir.[1]

Lo que he contado hasta aquí sugiere que son poco útiles estas observaciones para introducir el relato de nuestra epidemia de piojos y ladillas, quizás con la excepción de la última frase si la integramos de manera figurada: tener que vivir por obligación en la Ciudad Nuclear era una manera infructuosa de no saber cómo morir.

Por otra parte, a pesar de su desdén, la observación de Camus parte de una afección por la ciudad de Orán. Su crítica deja entrever una empatía adolorida. Lejos estaban los miembros de La Semana de lamentarse por la manera en que se vivía en la Ciudad Nuclear por una razón esencial: ninguno de sus habitantes sentía el más mínimo apego por aquel páramo.

Camus lamenta la obsesión por la riqueza de los habitantes de la ciudad maldecida, en la Ciudad Nuclear todo tipo de deseo material estaba abolido de antemano. Es cierto, eso sí, que los indicios que menciona Camus ayudan a nombrar la existencia de un espacio poblado, pero en nuestro caso tampoco existía la intención de un remedio, ni la preocupación de un salvamiento, sino todo lo contrario.

Tanto las quince mil personas víctimas de la picazón en la Ciudad Nuclear como los contaminados por la epidemia de peste en Orán – sin obviar las diferencias entre morir y rascarse hasta sacarse sangre –, debieron acatar un decreto oficial de cuarentena y la prohibición de desplazarse. Dicho de otra manera: no pudimos movernos de la ciudad y debimos soportar un control sanitario diario.

Camus coloca en francés un epígrafe de Daniel Defoe antes de su introducción. En español la frase queda más o menos así: Es razonable representar un encarcelamiento por otro antes que representar cualquier cosa que existe realmente por algo que no existe en realidad.

Me doy cuenta mientras escribo que, al aludir a las palabras de Camus y a La Peste, he pretendido completar la idea de Defoe que asume Camus, y, a la vez, deshacerla: represento un encarcelamiento por otro, pero narro también algo verdadero que mi condición de testigo validan como real en el pasado.

Hecho estas aclaraciones, paso a describir la epidemia que nos desvió por unos días de la búsqueda y el secuestro del uranio del reactor nuclear.

Recuerdo que a toda hora deambulaban por la ciudad grupos de decenas de personas sin saber qué hacer para apaciguar la desesperación por el calor, los mosquitos, las perturbaciones diarreicas que, sumadas a la falta de agua potable, engendró una pestilencia generalizada en la ciudad y en sus alrededores. La peste de la Ciudad Nuclear no era bubónica sino a mierda.

Es cierto que al irse detectando el carácter intencional de estas alteraciones de la normalidad (la dirección del Partido de la Ciudad y la Central nucleares convocó a reuniones de información sistemática donde se amenazaba con represalias de cárcel a los culpables), se fue atenuando el efecto de estas calamidades intencionales.

Lo que no se pudo parar fue la epidemia de picazón provocada por los piojos y las ladillas que el propio Rodolfo Jueves se encargó de difuminar. Con los huevos de piojos obtenidos del pelo de los niños del coro de la escuela primaria de la Ciudad Nuclear después de cada ensayo de la coral – a golpe de tijeretazos más o menos disimulados-; Rodolfo Jueves se iba a los pocos lugares públicos de la ciudad, y con disimulo soplaba hebras sobre las cabezas de los habitantes. Tardaría yo en saber que las ladillas las difuminaron las meretrices campesinas a quienes mi colega, además de preservativos, les distribuía sábanas para los embates sexuales con sus conquistados científicos.

Durante días que fueron semanas, los enjambres de calvos y calvas que se rascaban con frenesí a la vista de todos, cambiaron el monótono paisaje polvoreado de la ciudad. El frotamiento compulsivo de los brazos, las piernas, la cara, y sobre todo, las entrepiernas, acercaba a las personas en vez de alejarlas por asombro o pudor. Todo se vuelve una costumbre, hasta la desesperación. Al menos eso sugerían las escenas que se vivían primero en la intimidad y más tarde de manera a la luz del día. Los transeúntes, en medio del dinámico ejercicio compartido, se preguntaban qué remedios podrían aplicarse, y se pedían noticias de un llamado Ejército Médico que se esperaba de la capital.

Poco a poco los habitantes abandonaron la intención de vestirse y de desplazarse para ir a trabajar. Buscando alivio deambulaban desnudos o se tiraban al mar, algo esto contraproducente porque el salitre enconaba las ronchas que el roce de las uñas había provocado. Los quejidos y el temblequeo eran remplazados al salir del agua por alaridos de las siluetas que maldecían no encontrar remedio que lograra calmar el escozor de las pieles llagadas.

Y llegó el momento en que las autoridades decidieron intervenir porque esa situación de ver a toda una población deambular y gritar en cueros se les iba de las manos: había al menos que oficializarla. Comenzaron a circular jeeps con altavoces que exigían ir a la Plaza Pública de la Central Nuclear completamente desnudos, lo cual, aun en medio del desasosiego, no dejó de provocar cierta maldad a quienes se ilusionaron con el anhelo de una hipotética  promiscuidad. Una vez reunidos en la plaza se dejó escuchar el aleteo de un helicóptero que descendió a baja altura y regó a la multitud con líquido viscoso que por el olor parecía ser un fertilizante.

Pude ver a ambos lados de la plaza a militares enmascarados que evitaban todo desbordamiento de los obligados bañistas. Acto seguido a la regadera aérea, cada habitante fue sometido a un baño individual en cabinas improvisadas con listones de madera. Un grupo de tres enfermeros con escafandras y un traje impermeable de plástico que recordaba a los liquidadores de Chernóbil, obligaba a dar vueltas a cada persona que debía, al entrar, levantar los brazos y acto seguido ponerse en cuatro patas para recibir chorros por el trasero de un líquido verdoso muy similar por su olor al lanzado por el helicóptero. En los casos en que los forzados visitantes no hubiesen comprendidos que debían haberse afeitado todo el cuerpo para frenar la contaminación, se les enjabonaba y se les exigía afeitarse en el acto.

De más está decir que los miembros de La semana logramos preservarnos con disimulo y simulación de la epidemia. No entramos en contacto directo con los habitantes de la ciudad y cambiamos nuestros atuendos y comportamiento para aparentar ser también víctimas.

Queriendo quizás aprovechar la anarquía imperante, nuestro jefe nos reunió para comunicarnos su estratagema para poder financiarnos:

Adolfo Domingo: -Iremos a la fuente del dinero, dijo.

La frase nos aterró y nos hizo intercambiar de manera inmediata miradas escrutadoras. No era posible que ahora se le ocurriera asaltar bancos cuando del uranio ya ni se hablaba. Pero no, la sorpresa fue mayúscula cuando el líder de La Semana añadió después de una premeditada e intrigante pausa:

Adolfo Domingo: -Falsificaremos billetes…eso sí dólares, de nada vale que gastemos energías imprimiendo pesos nacionales.

No hubo entusiasmo, pero fuimos precavidos para que él no lo sospechara. Hasta aquí podríamos considerar como escaramuzas de jóvenes airados lo que habíamos hecho. Pero estábamos conscientes de que quizás, por primera vez, violábamos la ley, transgredíamos un límite, y sospechamos que nuestro destino en aquel lugar, cambiaría en lo adelante. A mis ojos no era posible que desde aquel manicomio se pudiera hacer dólares sin dejar trazos en el camino. No se trataba sólo del aspecto técnico, sino también del humano: en una cadena fabricadora de dinero en la cual intervinieran varias personas, era imposible protegerse de una delación.

El golpe definitivo a ese proyecto a todas luces insensato que llamamos La Semana, llegaría poco después de verse erradicada la epidemia de piojos y de ladillas, y cuando estábamos en plena fabricación de los billetes verdes: Pascual Lunes escuchó en el noticiero de la BBC de Londres una entrevista al Ingeniero Cuervo quien, en un vuelo de regreso de Moscú, había pedido asilo político en el aeropuerto canadiense de Gander.
 
 

V

“Desde entonces he pensado tan poco en La Semana y en lo ocurrido, que hasta he llegado a dudar de que esa aventura ocurrió. Quizás no es el desdén o el temor, sino lo insólito lo que me ha hecho obviar para no esperar explicaciones. Lo que he ido sabiendo después me confirmó que no estaba equivocado. Cuando nos cogieron presos me propuse salir de allí lo antes posible y olvidar. No pregunté dónde estarían los otros, sólo quise comenzar de cero lejos de todo aquello. Apareció entonces Isabel. Después de muchas entrevistas, papeleo, viajes de ella a verme, y todas esas jodederas, logré que me dejaran venir a Londres. Nunca he intentado tener noticias de los otros miembros de La Semana. Pero ya sabes cómo es eso. Poco a poco a uno le van llegando novedades casi sin buscarlas. Así supe que tú estabas en París, Pascual en Miami como Rolando, Miguel en Madrid. No he sabido nada sin embargo de Cuervo…se lo tragó la tierra. La gente fabula con que trabaja en la NASA o fue reclutado por la CIA. Claro de Adolfo es de quien menos se sabe. Aunque bueno, de él me han llegado algunos rumores últimamente. He hecho mi vida aquí en Londres. Aquí nacieron mis hijos, y  aquí me siento pertenecer a algo que al no poder definir debe ser auténtico. Quiero olvidar todo de aquel lugar que sólo me trae malos recuerdos. He aceptado verte ahora porque nos llevábamos bien, y guardo un buen recuerdo de ti. Sabes que tú y Pascual eran mis mejores amigos de aquel delirio llamado La Semana”.

De esta manera comienza a hablar Rodolfo cuando nos sentamos a la mesa de la terraza de un café en Baker Street, donde me ha dado cita un jueves temprano. Excepcionalmente la mañana está soleada en Londres, hasta el punto de poder quitarme mi gabardina impermeable y ponerla en el respaldar de la silla.

He llegado un cuarto de hora antes, y he podido ver la luz del sol caer sobre esta calle inundada de cafés y de pequeños comercios. Creo estar solo al atravesar el café, pero percibo en el reflejo del espejo que cubre la pared posterior al mostrador, a otro cliente. Con sus gruesas gafas de miope y un canoso chivo alrededor de los labios y cubriéndole el mentón, me recuerda a Trotsky.

Es espaciosa Londres y más si se le ve iluminada y recorrida por las siluetas de personas que parecen tener cada una orígenes diferentes. Desde mi llegada he preferido leer en sus gigantes parques, y una vez sentado o cuando me voy a un pub, la sensación que te ofrece la ciudad de tener lugar para todos, me resulta muy agradable.

No da la impresión de haber cambiado mucho Rodolfo, más allá de algún pelo blanco de su cabellera que lleva atada con una cinta. No ha cambiado tampoco lo que nunca cambia en una persona, esa parte superior de la cara limitada por dos líneas imaginarias que va de las cejas a las pestañas.

Parece sinceramente feliz del encuentro este Rodolfo que fue nuestro jueves. Si a medida que hablaba su tono –tal vez por lo engorroso de tener que recordar algo desagradable– se hacía un tanto grave, al llegar nos saludamos, de manera jocosa, como en los viejos tiempos:

Rodolfo: -Pan en griego significa Todo.

Apolonio: -Pero también significa Pánico.

A medida que habla voy descubriendo que, contrario a lo que dice mi antiguo cómplice de traducciones, uranio, piojos y ladillas; conoce mucho mejor que yo las interioridades de La Semana que no quiere rememorar e, incluso, la manera en que se desintegró nuestro club y el destino de sus miembros.

De golpe me doy cuenta que estaba lejos yo de integrar el núcleo confidencial de La Semana, como mi ingenuidad o mi distracción creían. Y de que Rodolfo no compartía conmigo ciertas informaciones a las que su cercanía a Adolfo –no puede haber otra causa- le permitieron acceder. En el fondo si estoy aquí en Londres ante él es quizás por esa razón más que por nostalgia de una amistad tan lejana.

Después de la epidemia de piojos y ladillas, todos los miembros de La Semana terminamos en un calabozo. Durante días se nos interrogó por separado, aunque tomando la precaución, durante las pausas, de mostrar a alguno de nuestros compañeros a través de cristales herméticos: la idea era hacernos creer que los otros lo acusaban a uno de ser instigador del caos desatado en la Ciudad Nuclear.

Una vez liberados a cuenta gotas, cada miembro tomó por su lado, evitando volver a verse por miedo a represalias o a vigilancias. La mayoría se fue a la capital. Yo no. Me quedé retrasado en una biblioteca de provincia a causa de Medusa, una estudiante que me retuvo contra mis propios pronósticos. Encontré trabajo hasta que llegó un informe del Partido donde se me acusaba de subversivo, y fui expulsado. Como toda La Semana me vi obligado a ir a la capital. Es larga y fuera de lugar, la historia de mi viaje a París que, Rodolfo, en parte conoce.

Se da cuenta mi interlocutor que estoy ávido de ponerme al día casi treinta años después de nuestra aventura común, y va al grano, provocando una de las tres grandes sorpresas que estremecerían mi dormida ingenuidad.

Rodolfo: -Adolfo era un doble agente de la policía política. Eso explica las cosas. Era él quien tenía todas las llaves en sus manos: diseñó como un juego un monstruo con dos caras, quizás por eso, porque La Semana era su juguete. La idea que se le ocurrió como misión al acatar una orden superior.

Como es de suponer un gran silencio se instala en esta terraza en cual somos los únicos clientes con el parroquiano similar a Trotsky quien, por cierto, no deja de mirarnos. Veo desfilar tras el silencio transparente, en cámara lenta, fragmentos de imágenes de nuestra vida en La Semana y, sobre todo, imágenes de Adolfo. Intentando unir retazos, armo a su vez un escenario que corresponda a los hechos y a su personalidad. Si bien en unos minutos podía llegar a concebir la duplicidad de un agente  (este caso de nuestro antiguo jefe), sospecho que me llevaría más tiempo – quizás toda la vida- buscar una explicación racional a sus actos, una justificación convincente que supere el argumento de una superficial villanía.

Es cierto que en la base de la teoría de Adolfo al crear La Semana se alterna lo que él llamaba el intelecto con la acción ajena. Se me ocurre pensar que en su misión de servir al gobierno que decía combatir, le divertía la idea de crear disidentes a su antojo e imponer su propia forma a la oposición al gobierno. De cierta manera Adolfo tuvo por un tiempo todas las cuerdas de los títeres en sus manos, y se adelantó a crear un tipo de antagonismo que no existía, pero que hubiera podido existir: el del intelecto.

Rodolfo: -No se sabe mucho de él. No hay más que conjeturas y falsas pistas. Lo único que parece cierto es que después de la destrucción de La Semana fue ascendido y enviado con falsa identidad a algún servicio consular en el extranjero. Según alguna gente, en una de esas misiones, se escapó. Ya ves, lo más posible es que ahora mismo Adolfo sea como nosotros, un ciudadano del mundo. Una especie de fantasma: algunos afirman haberlo visto en un país nórdico, otros en México, un tercero en Brasil. No hay más que conjeturas.

Rodolfo se adelanta a mis preguntas. Supongo se da cuenta, entre silencios perplejos y buches a la jarra de cerveza, que mi desconcierto es sincero. Le pregunto si sabe de dónde sacó Adolfo la idea de la semana para no parecer yo un perfecto imbécil, y su respuesta no se hace esperar:

Rodolfo: -Si vienes a ver Adolfo no inventó nada del otro mundo. Eso sí, quizás por ser un agente estaba más informado que nosotros, como en sus lecturas. Pero era malo en idiomas, recuerdas. Era incapaz hasta de leer en inglés. Lo de La semana lo tomó de El hombre que fue jueves, una novela de Chesterton.

Yo: (Interrumpiéndolo para no aparecer a sus ojos como un irremediable imbécil) – Que leyó en español traducida por Alfonso Reyes en 1922 y publicada por la editorial Sudamericana de Argentina.  En el libro se habla de un Consejo Mundial integrado por 7 hombres y dirigido por un tal Domingo. Si hubiéramos conocido la novela entonces lo habríamos desenmascarado: el propio Domingo recluta para Scotland Yard a los miembros del Consejo: él es el jefe de ambos grupos de hombres.

Me doy vuelta, busco en uno de los bolsillos de mi gabardina, saco el libro y lo pongo sobre la mesa.

Yo: -Lo compré un atardecer de abril a un librero de Palermo en Buenos Aires. Te podrás imaginar mi sorpresa al leerlo. Jamás hubiera pensado que podría haber una anticipación libresca a los hechos de una vida. Domingo nos jugó una mala pasada.

No le digo a Rodolfo que durante un tiempo tuve dudas sobre la simetría total entre el libro y los hechos: ¿serían los miembros de La semana también dobles agentes? La certeza de que yo no lo era rompe esa especie de maldito espejismo, pero me ha hecho dudar desde entonces de la lealtad de los otros seis miembros.

Un hombre bajo, calvo y más bien regordete, cubierto por un grueso abrigo, entra en el café sin saludar a los camareros, se dirige a nuestra mesa, se sienta entre Rodolfo y yo al tiempo que saluda sin permitirnos ni siquiera una mutua reacción de asombro:

Ingeniero Cuervo: – Tanto tiempo sin vernos, ¿no?

No hay réplica. Una breve brisa inesperada corre por la terraza como si el sol se hubiera escondido de pronto o soplara en vez de iluminar. Nos miramos como para cerciorarnos que es cierto que estamos aquí los mismos de antes, para confirmar que no hay errores en esta vuelta presente a aquellos años de La semana, la Ciudad Nuclear y la Planta que nunca llegaría a funcionar.

Ingeniero Cuervo: -Quién iba a decirnos entonces que nos tomaríamos juntos una cerveza en Londres, ¿no? ¿Qué hace este aquí?, se están preguntando ustedes ahora mismo. Lo mismo podría preguntar yo, ¿no creen? ¿Cómo les ha ido por el mundo?

Somos breves. Mencionamos a Londres y a París, y le devolvemos un ¿y a ti?

Ingeniero Cuervo: -Me quedé en Gander cuando descubrí que todo era un engaño y que aquello nunca se terminaría. No quería ni ser responsable de otro Chernóbil por el caos que había allí y con Rusia en plena desintegración del comunismo. Además para un científico el tiempo se cuenta de otra manera, y hubiera perdido allí mis mejores años de investigador. En Estados Unidos se me abrieron todas las puertas. Pero he venido a verlos por otra razón.

Más allá de la sorpresa de toparnos con alguien a quien no habíamos invitado, no era raro que Cuervo viniera también buscando  respuestas al cabo de tanto tiempo, como hasta cierto punto era el caso de Rodolfo y el mío.

Ingeniero Cuervo: -Seré breve porque ya he perdido muchos años de mi vida en esto: ¿Dónde escondiste Rodolfo el uranio de la planta? No hay nada de asombroso –dice mirándome a los ojos-, él tenía todos los datos del cargamento porque yo se los hice llegar antes de desertar. Además el uranio salió de Rusia y nunca, óiganme bien, nunca llegó a la Central Nuclear. He buscado durante todo este tiempo un posible escondite con gente que he enviado allá. Tengo compradores inmediatos que trabajan para Corea del Norte e Irán y estoy dispuesto a compartir una parte de las ganancias con ustedes. Por eso estoy aquí.

Rodolfo balbucea dos o tres frases. Trata en vano de dar explicaciones y echa mano a la mejor prueba de inocencia con una pregunta

Rodolfo: -¿Creen que si yo lo supiera estuviéramos aquí sentados?

Cuervo había anticipado una situación como esta, visto el rumbo que tomó su discurso

Ingeniero Cuervo: -Estoy en contacto con Adolfo.

El desconcierto da lugar –unos segundos- a la curiosidad. Esperamos atónitos a lo que vendría después de esta declaración.

Ingeniero Cuervo: -Adolfo les envía saludos. Él sólo cumplía órdenes entonces. De alguna manera cree que gracias a él ustedes pudieron abrirse camino fuera de aquel mundo. Me aseguró que en ningún momento presentó cargos contra ustedes, más bien los protegió para que no los condenaran. Estoy convencido que ya saben toda la verdad. Él era un doble agente (ahora no, ahora vive en un lugar seguro) pero…según él, todos los miembros de La Semana también eran agentes de la policía política. Todos, incluyéndolos a ustedes, claro. Si yo no salgo de aquí con la dirección donde se ha escondido ese uranio, Adolfo dará todos los datos de ustedes dos para que sean ejecutados por traidores: él era una de las dos personas que sabían que los 7 miembros de La Semana eran agentes, y no lo aclaró cuando fueron arrestados. En cuanto a mí, Adolfo no compartió con nadie el secreto de que yo también era un espía. La prueba del reclutamiento –ustedes lo saben muy bien- son las tres letras de la palabra inglesa BAD tatuadas en la planta del pie izquierdo.

En unos segundos Cuervo se quita una de las botas (anticuada en plena estación estival) que lleva. Tira de los calcetines y pone el pie sobre la mesa: escrito con tinta verde se puede leer la fatídica señal (BAD) en la planta de su pie. Obliga a Rodolfo a hacer lo mismo. Aterrorizado, a punto de salir corriendo y obligado por la punta de una pistola que Cuervo saca de su abrigo, regresa a la mesa, se descalza, y deja ver el mismo tatuaje en la planta de su pie izquierdo.

Ambos me miran. Murmullo que no, que yo no estaba al tanto de todo eso, y que por tanto no soy doble agente de nada. Mientras hablo me quito mis tenis, los calcetines, y pongo mi pie desnudo y sin tatuajes sobre la mesa.

Más aterrorizado que curioso Rodolfo, e inquieto hasta la cólera Cuervo, me sacuden por los hombros sin dejar de increparme a gritos:

Rodolfo: -Y entonces ¿qué haces aquí Apolonio? ¡Responde!

Ingeniero Cuervo: -¡Responde!

Quizás lo que acaban de leer es mi manera de encontrar una respuesta a lo que pudo significar mi vida en La Semana, ese club original que se aboliera como la epidemia de piojo que, a falta de poder secuestrar uranio nuclear, el mismo imaginara. O, más simple aún, la descripción del doble encuentro con mi pasado, una mañana de jueves, en un café de Londres.

 

Hampstead. Londres, agosto de 2017.

 
 
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[1] «Una manera cómoda de conocer una ciudad consiste en buscar de qué manera se trabaja, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra pequeña ciudad, no se sabe si por los efectos del clima, todo esto se hace junto y con el mismo aire frenético y ausente. Es decir que uno se aburre y uno se termina por acostumbrarse. Nuestros ciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan mucho por el comercio, y se ocupan ante todo, según su manera de hablar, por hacer negocios (…) Lo que es más original en nuestra ciudad es la dificultad que uno puede encontrar en morir».
 
 

Armando Valdés Zamora
(foto: cortesía del autor)


 

Armando Valdés-Zamora es Doctor por la Universidad de la Sorbona y Profesor Titular de la Universidad Paris-Este. El relato “Fuimos jueves en Londres” pertenece a su libro más reciente; Horizontes del cangrejo (2020), publicado en México por la editorial Culagos de la Universidad de Guadalajara.

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Esta entrada fue publicada el 14/06/2020 por en Narrativa.
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